Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Noche. Y a veces, muchas veces, lo dibujaba a Febo desnudo. Para conjurar el frío de diciembre y de enero, encendían un brasero junto a la breve tarima en la que Febo, ya cerca de los diecisiete años, erguía su esplendor. Recuerdo que una mañana, al desvestirse, el muchacho me conservó en el índice de su mano izquierda. El artista, sentado ante él, entrecerró los pequeños ojos, cuyo color se ha comparado tan a menudo con el del cuerno, manchado de chispas de gualda y de azur; dejó el álbum y la pluma; se levantó; fue hasta el modelo; le quitó la sortija —es decir que me quitó—; me corrió en su anular derecho, y conmigo puesto ahí, continuó dibujando. ¡Oh dioses de Egipto! ¡Oh Trinidad y santos del cristiano Cielo! Yo, el Escarabajo, estaba en el anular de Miguel Ángel! ¡Bajo el engarce sostenido por los dragones, sentía el fluir de su sangre, de su sangre divina, porque si alguien, entre los mortales, fue divino, él lo fue! ¡Qué conmoción, casi similar a la que experimenté cuando Amable, el Ángel de la Guarda de lámblico, el de las alas fraternas del ropaje esmaltado de los colibríes, me ciñó a su propio seráfico dedo, en la cueva de los Siete Durmientes! Pero la impresión, en ambos casos esencial, fue distinta, porque mientras que Amable me transmitió una paz y un bienestar únicos, el contacto de Buonarroti me comunicó el desasosiego nervioso que lo estremecía de continuo. Se comprenderá mi estado, la zozobra del Escarabajo de lapislázuli, que en su andar del Ángel a Miguel Ángel, participaba de inmerecidos prodigios. Y en el segundo caso, mayor aún era la asociación (si así cabe llamarla), porque como el maestro estaba dibujando, yo dibujé con él; yo atento en su anular, me moví sobre las líneas que reproducían en el papel el triunfo melodioso del muchacho, el cual, en aquel esbozo quizá destinado a una «Resurrección», abría los brazos y se empinaba como si volase. A propósito de ese dibujo, precisamente de «mi» dibujo, tengo algo que contar. Dos años antes de ser arrojado al Egeo por el sinvergüenza Giovanni Fornaio, gigolo casual de Mrs. Vanbruck, fui con la citada Mrs. Dolly a Londres, a pasar varios días en la casa que la Duquesa de Brompton acababa de adquirir en Belgrave Square. Y allí, en la lujosa biblioteca, tan Grinling Gibbons y tan exquisita como poco hojeada, entre otros dibujos formaba parte de un lote comprado por el decorador de Maggie Brompton en Roma, ¿con quién me encaré de súbito, sino con mi inolvidable e inconfundible «Resurrección» de Febo, con mi Febo que, gracias al poder de Miguel Ángel, era también un ángel volador, pero maravillosamente humano? ¡Cómo me conmoví! ¡Cuántos recuerdos me asaltaron de golpe! ¡Miguel Ángel, Febo di Poggio y yo, en la friolenta soledad de la Sacristía Nueva de San Lorenzo! ¡Caramba, Maggie tenía en su casa un Miguel Ángel! Pero no lo tenía. Se caló el impertinente Mrs. Vanbruck, y leyó la placa de bronce fija al marco: «Atribuido a Sebastiano del Piombo», con un vejatorio interrogante. —Excelente cuerpo —comentó Mrs. Dolly—. ¡Qué piernas! —¡Qué muslos! —señaló su amiga. Y añadió—: Antes pasaba por un dibujo de Miguel Ángel, y te confieso que me parecía exagerado. Luego, cuando anduvo por aquí ese crítico ¿cómo se llama...? Vive en Florencia... uno de la Europa Central... creo que estudió en Harvard... el de la barbita... se rió de tal manera, que no tuve más remedio que cambiarle la placa. Mejor así... por los ladrones. Ahora resulta que ni siquiera es seguro que sea de... (la Duquesa arrimó la nariz, para descifrar el rótulo) Sebastiano del Piombo... Yo de estas cosas, Dolly, no entiendo. No importa. ¡No me importa de quién sea! ¡qué magnífico muchacho! —¡Qué piernas! —repitió Mrs. Vanbruck. Y siguieron adelante. Allá quedó Febo di Poggio, separado, por decisión de un experto, de Miguel Ángel, quien lo amó, según proclaman poemas y cartas. Pero el de Maggie fue uno de los numerosos dibujos de mi joven dueño realizados por Buonarroti. ¿Qué habrá sido del resto? Había docenas... Algunos sobrevivirán en museos o en colecciones, aunque tengo la certidumbre de que en ninguno figura el nombre del bastardo del sastre de Pisa. Será, supongo, una forma de castigo a su vanidad, siempre que postumamente le haya sido dado, ánima invisible, recorrer tales institutos y residencias, en pos de sus memorias. La traición del condottiero Malatesta Baglione, fiel a la soltura con que traicionaban esos comerciantes de la guerra, entregó Florencia a los enemigos de la República, y Miguel Manuel Mujica Láinez 153 El escarabajo

Noche. Y a veces, muchas veces, lo dibujaba a Febo desnudo. Para conjurar el frío de<br />

diciembre y de enero, encendían un brasero junto a la breve tarima en la que Febo, ya<br />

cerca de los diecisiete años, erguía su esplendor. Recuerdo que una mañana, al<br />

desvestirse, el muchacho me conservó en el índice de su mano izquierda. <strong>El</strong> artista,<br />

sentado ante él, entrecerró los pequeños ojos, cuyo color se ha comparado tan a menudo<br />

con el del cuerno, manchado de chispas de gualda y de azur; dejó el álbum y la pluma;<br />

se levantó; fue hasta el modelo; le quitó la sortija —es decir que me quitó—; me corrió<br />

en su anular derecho, y conmigo puesto ahí, continuó dibujando.<br />

¡Oh dioses de Egipto! ¡Oh Trinidad y santos del cristiano Cielo! Yo, el <strong>Escarabajo</strong>, estaba<br />

en el anular de Miguel Ángel! ¡Bajo el engarce sostenido por los dragones, sentía el fluir<br />

de su sangre, de su sangre divina, porque si alguien, entre los mortales, fue divino, él lo<br />

fue! ¡Qué conmoción, casi similar a la que experimenté cuando Amable, el Ángel de la<br />

Guarda de lámblico, el de las alas fraternas del ropaje esmaltado de los colibríes, me ciñó<br />

a su propio seráfico dedo, en la cueva de los Siete Durmientes! Pero la impresión, en<br />

ambos casos esencial, fue distinta, porque mientras que Amable me transmitió una paz y<br />

un bienestar únicos, el contacto de Buonarroti me comunicó el desasosiego nervioso que<br />

lo estremecía de continuo. Se comprenderá mi estado, la zozobra del <strong>Escarabajo</strong> de<br />

lapislázuli, que en su andar del Ángel a Miguel Ángel, participaba de inmerecidos<br />

prodigios. Y en el segundo caso, mayor aún era la asociación (si así cabe llamarla),<br />

porque como el maestro estaba dibujando, yo dibujé con él; yo atento en su anular, me<br />

moví sobre las líneas que reproducían en el papel el triunfo melodioso del muchacho, el<br />

cual, en aquel esbozo quizá destinado a una «Resurrección», abría los brazos y se<br />

empinaba como si volase.<br />

A propósito de ese dibujo, precisamente de «mi» dibujo, tengo algo que contar. Dos años<br />

antes de ser arrojado al Egeo por el sinvergüenza Giovanni Fornaio, gigolo casual de Mrs.<br />

Vanbruck, fui con la citada Mrs. Dolly a Londres, a pasar varios días en la casa que la<br />

Duquesa de Brompton acababa de adquirir en Belgrave Square. Y allí, en la lujosa<br />

biblioteca, tan Grinling Gibbons y tan exquisita como poco hojeada, entre otros dibujos<br />

formaba parte de un lote comprado por el decorador de Maggie Brompton en Roma, ¿con<br />

quién me encaré de súbito, sino con mi inolvidable e inconfundible «Resurrección» de<br />

Febo, con mi Febo que, gracias al poder de Miguel Ángel, era también un ángel volador,<br />

pero maravillosamente humano? ¡Cómo me conmoví! ¡Cuántos recuerdos me asaltaron<br />

de golpe! ¡Miguel Ángel, Febo di Poggio y yo, en la friolenta soledad de la Sacristía Nueva<br />

de San Lorenzo! ¡Caramba, Maggie tenía en su casa un Miguel Ángel!<br />

Pero no lo tenía. Se caló el impertinente Mrs. Vanbruck, y leyó la placa de bronce fija al<br />

marco: «Atribuido a Sebastiano del Piombo», con un vejatorio interrogante.<br />

—Excelente cuerpo —comentó Mrs. Dolly—. ¡Qué piernas!<br />

—¡Qué muslos! —señaló su amiga. Y añadió—: Antes pasaba por un dibujo de Miguel<br />

Ángel, y te confieso que me parecía exagerado. Luego, cuando anduvo por aquí ese<br />

crítico ¿cómo se llama...? Vive en Florencia... uno de la Europa Central... creo que<br />

estudió en Harvard... el de la barbita... se rió de tal manera, que no tuve más remedio<br />

que cambiarle la placa. Mejor así... por los ladrones. Ahora resulta que ni siquiera es<br />

seguro que sea de... (la Duquesa arrimó la nariz, para descifrar el rótulo) Sebastiano del<br />

Piombo... Yo de estas cosas, Dolly, no entiendo. No importa. ¡No me importa de quién<br />

sea! ¡qué magnífico muchacho!<br />

—¡Qué piernas! —repitió Mrs. Vanbruck. Y siguieron adelante.<br />

Allá quedó Febo di Poggio, separado, por decisión de un experto, de Miguel Ángel, quien<br />

lo amó, según proclaman poemas y cartas. Pero el de Maggie fue uno de los numerosos<br />

dibujos de mi joven dueño realizados por Buonarroti. ¿Qué habrá sido del resto? Había<br />

docenas... Algunos sobrevivirán en museos o en colecciones, aunque tengo la<br />

certidumbre de que en ninguno figura el nombre del bastardo del sastre de Pisa. Será,<br />

supongo, una forma de castigo a su vanidad, siempre que postumamente le haya sido<br />

dado, ánima invisible, recorrer tales institutos y residencias, en pos de sus memorias.<br />

La traición del condottiero Malatesta Baglione, fiel a la soltura con que traicionaban esos<br />

comerciantes de la guerra, entregó Florencia a los enemigos de la República, y Miguel<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 153<br />

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