Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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elaboración. Fue algo sobrenatural: por lo pronto, flotaba en el aire un blanco polvillo que a todo se adhería y a todo otorgaba una condición fantástica, y a través de su niebla se perfilaban las esbozadas figuras, como inmóviles alucinaciones de la nieve. Sólo la estructura arquitectónica de la tumba del Duque Lorenzo de Médicis, nieto del Magnífico, había sido erigida ya, y la cadenciosa armonía de su sepulcro, sus nichos y sus pilastras, ascendía en la bruma del polvo de mármol, hasta perderse en la cúpula casi invisible, como la fachada de un palacio prohibido. Se recostaban ya, sobre el sarcófago, los cuerpos vigorosos y voluptuosos, desfallecientes, de la Aurora y el Crepúsculo. La estatua del Duque del «Pensieroso», meditaba en el suelo, y aunque mucho le faltaba todavía para que la emplazasen en el centro de la exacta composición, emanaba sutilmente de su máscara melancólica, de ese dedo curvado sobre los labios, de esa concentración reflexiva, un poder atractivo tal, que sentí que hasta Febo cedía frente a su reclamo seguro, callaba y apretaba con la mano en la que residía yo, el brazo de Vincenzo. Naufragaba en la nube de corpúsculos, el resto de las obras, que entre andamios llenaban la Sacristía, los desnudos del Día y de la Noche, el bulto de la Virgen y el Niño, la estatua del otro Duque, Giuliano, bloques de mármol de Carrara, bocetos en mármol, en piedra, fragmentos de decoración, hojas dibujadas, desparramadas doquier, sobre las cuales caminaban los recién venidos, y en las que entreví más ensayos, más pormenores de torsos, de miembros, de corazas, de cascos, de molduras, un confuso hacinar de ideas y tentativas, de ambiciones y de sometimientos, de amor, de pesadumbre, de deseo, de audacia, de saber, de desesperación, el fluir apasionado de la mente de un genio, como si pudiésemos vislumbrarlo en el secreto fecundo de su cabeza. ¡Ah, qué maravilla! El genio tomó gentilmente el brazo de Febo di Poggio, que se desprendió de Vincenzo, y hablando con voz queda le fue describiendo lo que sería el sitio tumbal de los Duques, cuando estuviese terminado, las estatuas que anhelaba realizar para los nichos vacíos, las del Cielo, la Tierra, las alegorías fluviales... todo lo que nunca materializo, pero que poblaba la riqueza de su cerebro con incesantes y asombrosos simulacros. En verdad, con lo conseguido bastaba. Bastaba que las miradas recogiesen lo que se aglomeraba alrededor y germinaba en medio del polvo, danzante en los rayos de luz. Los ojos de Vincenzo Perini no se saciaron de recorrer el ámbito embrujado, mientras que Febo pestañeaba y acentuaba los bonitos mohines, con destino al maestro. Súbitamente, los dedos de Vincenzo se deslizaron sobre las cuerdas del laúd, y un arpegio voló como un pájaro, hacia la altura. Allá arriba en lo más alejado, donde nada se distinguía allende la nebulosidad, como si proviniese de otro mundo, golpeó un martillo. —¿Quién anda ahí? —preguntó Buonarroti. —Montelupo. —Mini. —¡Basta por hoy! ¡Desciendan! Es hora de ir a casa. Descolgáronse por el andamiaje, con agilidad volatinera, los jóvenes ayudantes, blancos como si fuesen otras esculturas. Se sacudieron, se azotaron los cabellos con unos trapos, y emprendimos el camino de la casa de Miguel Ángel, en la vía Mozza. Cuando el artista informó a los demás, sin consultarlo con mi amo y su amigo, su propósito de incorporar a Febo y a Vincenzo a la nómina sin cesar cambiantes de quienes lo secundaban en su tarea, advertí en Mini y en Montelupo, no en Montorsoli, ciertas señales de desagrado, pero Buonarroti, si lo notó a su vez no le otorgó la más mínima importancia y continuó andando del brazo de Febo di Poggio. De camino, el Fraile se separó para llegarse a la Annunziata; nosotros conocimos entonces la que sería nuestra casa durante algunos años. Era harto modesta, a punto de ser pobre, y participaba del hogar y del taller. Lo que le confería una originalidad y una suntuosidad que al visitante dejaba perplejo, es que, así como atestaban a la Sacristía Nueva de San Lorenzo las esculturas y los elementos múltiples vinculados con los monumentos funerarios de los Duques Médicis, abarrotaban el vasto y a punto intransitable taller de la vía Mozza, los concernientes a la muy postergada y discutida tumba del Papa Julio II. Rodeados de portentosos fantasmas, vivimos allí. Vivimos junto al Moisés de Miguel Ángel. Los muchachos aceptaron su flamante destino, ahorrando la discusión. ¿Qué perspectiva mejor se les podía brindar? ¿Acaso no ingresaban, por voluntad de éste, en la 150 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

elaboración. Fue algo sobrenatural: por lo pronto, flotaba en el aire un blanco polvillo que<br />

a todo se adhería y a todo otorgaba una condición fantástica, y a través de su niebla se<br />

perfilaban las esbozadas figuras, como inmóviles alucinaciones de la nieve. Sólo la<br />

estructura arquitectónica de la tumba del Duque Lorenzo de Médicis, nieto del Magnífico,<br />

había sido erigida ya, y la cadenciosa armonía de su sepulcro, sus nichos y sus pilastras,<br />

ascendía en la bruma del polvo de mármol, hasta perderse en la cúpula casi invisible,<br />

como la fachada de un palacio prohibido. Se recostaban ya, sobre el sarcófago, los<br />

cuerpos vigorosos y voluptuosos, desfallecientes, de la Aurora y el Crepúsculo. La estatua<br />

del Duque del «Pensieroso», meditaba en el suelo, y aunque mucho le faltaba todavía<br />

para que la emplazasen en el centro de la exacta composición, emanaba sutilmente de su<br />

máscara melancólica, de ese dedo curvado sobre los labios, de esa concentración<br />

reflexiva, un poder atractivo tal, que sentí que hasta Febo cedía frente a su reclamo<br />

seguro, callaba y apretaba con la mano en la que residía yo, el brazo de Vincenzo.<br />

Naufragaba en la nube de corpúsculos, el resto de las obras, que entre andamios<br />

llenaban la Sacristía, los desnudos del Día y de la Noche, el bulto de la Virgen y el Niño,<br />

la estatua del otro Duque, Giuliano, bloques de mármol de Carrara, bocetos en mármol,<br />

en piedra, fragmentos de decoración, hojas dibujadas, desparramadas doquier, sobre las<br />

cuales caminaban los recién venidos, y en las que entreví más ensayos, más pormenores<br />

de torsos, de miembros, de corazas, de cascos, de molduras, un confuso hacinar de ideas<br />

y tentativas, de ambiciones y de sometimientos, de amor, de pesadumbre, de deseo, de<br />

audacia, de saber, de desesperación, el fluir apasionado de la mente de un genio, como<br />

si pudiésemos vislumbrarlo en el secreto fecundo de su cabeza. ¡Ah, qué maravilla!<br />

<strong>El</strong> genio tomó gentilmente el brazo de Febo di Poggio, que se desprendió de Vincenzo, y<br />

hablando con voz queda le fue describiendo lo que sería el sitio tumbal de los Duques,<br />

cuando estuviese terminado, las estatuas que anhelaba realizar para los nichos vacíos,<br />

las del Cielo, la Tierra, las alegorías fluviales... todo lo que nunca materializo, pero que<br />

poblaba la riqueza de su cerebro con incesantes y asombrosos simulacros. En verdad,<br />

con lo conseguido bastaba. Bastaba que las miradas recogiesen lo que se aglomeraba<br />

alrededor y germinaba en medio del polvo, danzante en los rayos de luz. Los ojos de<br />

Vincenzo Perini no se saciaron de recorrer el ámbito embrujado, mientras que Febo<br />

pestañeaba y acentuaba los bonitos mohines, con destino al maestro. Súbitamente, los<br />

dedos de Vincenzo se deslizaron sobre las cuerdas del laúd, y un arpegio voló como un<br />

pájaro, hacia la altura. Allá arriba en lo más alejado, donde nada se distinguía allende la<br />

nebulosidad, como si proviniese de otro mundo, golpeó un martillo.<br />

—¿Quién anda ahí? —preguntó Buonarroti.<br />

—Montelupo.<br />

—Mini.<br />

—¡Basta por hoy! ¡Desciendan! Es hora de ir a casa.<br />

Descolgáronse por el andamiaje, con agilidad volatinera, los jóvenes ayudantes, blancos<br />

como si fuesen otras esculturas. Se sacudieron, se azotaron los cabellos con unos trapos,<br />

y emprendimos el camino de la casa de Miguel Ángel, en la vía Mozza. Cuando el artista<br />

informó a los demás, sin consultarlo con mi amo y su amigo, su propósito de incorporar a<br />

Febo y a Vincenzo a la nómina sin cesar cambiantes de quienes lo secundaban en su<br />

tarea, advertí en Mini y en Montelupo, no en Montorsoli, ciertas señales de desagrado,<br />

pero Buonarroti, si lo notó a su vez no le otorgó la más mínima importancia y continuó<br />

andando del brazo de Febo di Poggio. De camino, el Fraile se separó para llegarse a la<br />

Annunziata; nosotros conocimos entonces la que sería nuestra casa durante algunos<br />

años. Era harto modesta, a punto de ser pobre, y participaba del hogar y del taller. Lo<br />

que le confería una originalidad y una suntuosidad que al visitante dejaba perplejo, es<br />

que, así como atestaban a la Sacristía Nueva de San Lorenzo las esculturas y los<br />

elementos múltiples vinculados con los monumentos funerarios de los Duques Médicis,<br />

abarrotaban el vasto y a punto intransitable taller de la vía Mozza, los concernientes a la<br />

muy postergada y discutida tumba del Papa Julio II. Rodeados de portentosos fantasmas,<br />

vivimos allí. Vivimos junto al Moisés de Miguel Ángel.<br />

Los muchachos aceptaron su flamante destino, ahorrando la discusión. ¿Qué perspectiva<br />

mejor se les podía brindar? ¿Acaso no ingresaban, por voluntad de éste, en la<br />

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<strong>El</strong> escarabajo

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