Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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presentaron para reclamarla ante el propio Obispo. Era una historia triste, novelesca, que suscitaba compasión y escalofríos, al pasar por las réplicas de aquellos labios de tan nueva frescura, y reflejarse en las expresiones de aquellas hermosas caras. Llegaban al final, pero no lo alcanzaron, porque los interrumpió la intrusión de unos turbulentos, que a codazos sobrevinieron en la primera fila, y que no eran, como es natural, sino Livio Altoviti y sus acólitos. Habían bebido por demás; sobre sus hipos de beodos, se empinó el loco maullar del Gato: —Ahora —exigió su furor— me venderás tu sortija endiablada. Luego irán a la cárcel, por robar el laúd de Pantasilea. Y si salen, partirán de Florencia para siempre... para siempre —se entendió en medio de sus alaridos— ... para siempre... maricones... degenerados... miserables... sirvientes de putas... duelo de mierda... Ante el alud de apóstrofes y de ultrajes, retrocedió, temeroso, el público, de manera que Altoviti, Tornabuoni, Lamberti, Panciatichi, Antinori y. Buondelmonti quedaron solos adelante. Amedrentaba la traza de los caballeritos, en general indolentes y menospreciadores del enérgico desgaste, al que muy probablemente juzgaban ridículo y afeador, pues fruncían los ceños, encendían las miradas, mostraban los dientes y cerraban los puños. Febo se escudó en Vincenzo, quien revoleaba el frágil y pintado laúd, como si fuese un garrote. —No... no... —lloriqueó mi despavorido dueño—. ¡No lo venderé! ¡Prefiero tirarlo al río! Chispeó como un pedernal la daga de Livio, y alrededor relumbraron las de sus compinches. Él Gato acortó la distancia que lo separaba de los acosados. Entonces, por encima de su delirante maullar, más potente que la algarabía de los otros, retumbó un vozarrón autoritario: —¡Atrás!, ¡atrás, imbéciles!, ¡dejarlos en paz! La intromisión desconcertó a la violenta solidez del Gato Altcviti, nada habituado a que lo contradijesen. Volvióse y vio avanzar hacia él un hombre de unos cincuenta y cinco años, de mediana estatura y recio tórax, pálido, la barba corta y blanquinegra, pequeños los ojos amarillentos, y quebrada, aplastada la nariz, que hasta los párvulos reconocían en Florencia, donde se lo veneraba, no obstante los celos enconados de sus rivales, como a un dios taciturno, capaz de prodigios. A su lado estaba el Fraile Montorsoli. Dudó el Gato, y su irresolución instantánea se comunicó a su camarilla. Aquel hombre había creado ya la Pietá, el David y la bóveda de la capilla de Sixto IV; los pontífices lo admiraban y lo protegían; en sus manos podían florecer por igual las blancuras de Venus y de Apolo. Fueron suficientes unos segundos para que yo corroborase la jerarquía que en la ciudad privilegiada se asignaba al arte. El artista, el gran artista, fraternizaba allí con el gran señor; a éste, de niño, el Magnífico lo había sentado a su mesa, entre sus hijos, como un hijo más, presintiendo su calidad única. Livio Altoviti envainó el puñal y fingió tomar la pendencia a broma. Desaparecieron las otras dagas, y los mancebos linajudos desaparecieron también, parodiando y desafinando, con femeninas voces agudas, la historia popular de Ginevra degli Almieri. Miguel Ángel Buonarroti se dirigió por primera vez a mi dueño y a su amigo: —Vengan —les dijo—, vamos hasta San Lorenzo. Echó a andar, apoyado en el Fraile, sin fijarse en si lo seguíamos, y nosotros fuimos tras él, pasamos frente a Orsanmichele, cruzamos la plaza del Duomo y llegamos a la entrada de la segunda sacristía, al norte de la Basílica de San Lorenzo. Iba Vincenzo como hipnotizado o enajenado, el laúd al hombro, y resultó inútil que Febo, inquisitivo y parlanchín luego que recobró el coraje, tratara de arrancarle en el recorrido una sola palabra. ¡Qué maravilla!, ¡qué maravilla fue aquella entrada en la Sacristía Nueva! Siglos después, la vi cual se la ve ahora, desde el guante de Mrs. Dolly Vanbruck, a la que guiaba entonces Mr. Jim, egiptólogo, helenista, experto en el Renacimiento, etc., quien la empapeló de citas y explicaciones; pero la segunda no fue como la visión inicial. Y no finca la diferencia en el hecho trascendente de que la vez primera nos condujese el propio Miguel Ángel, en lugar de un viejo británico estudioso (la distancia entre ambos era infinita), sino en el espectáculo que nos ofreció la Sacristía, por así decir en plena Manuel Mujica Láinez 149 El escarabajo

presentaron para reclamarla ante el propio Obispo. Era una historia triste, novelesca, que<br />

suscitaba compasión y escalofríos, al pasar por las réplicas de aquellos labios de tan<br />

nueva frescura, y reflejarse en las expresiones de aquellas hermosas caras.<br />

Llegaban al final, pero no lo alcanzaron, porque los interrumpió la intrusión de unos<br />

turbulentos, que a codazos sobrevinieron en la primera fila, y que no eran, como es<br />

natural, sino Livio Altoviti y sus acólitos. Habían bebido por demás; sobre sus hipos de<br />

beodos, se empinó el loco maullar del Gato:<br />

—Ahora —exigió su furor— me venderás tu sortija endiablada. Luego irán a la cárcel, por<br />

robar el laúd de Pantasilea. Y si salen, partirán de Florencia para siempre... para siempre<br />

—se entendió en medio de sus alaridos— ... para siempre... maricones... degenerados...<br />

miserables... sirvientes de putas... duelo de mierda...<br />

Ante el alud de apóstrofes y de ultrajes, retrocedió, temeroso, el público, de manera que<br />

Altoviti, Tornabuoni, Lamberti, Panciatichi, Antinori y. Buondelmonti quedaron solos<br />

adelante. Amedrentaba la traza de los caballeritos, en general indolentes y<br />

menospreciadores del enérgico desgaste, al que muy probablemente juzgaban ridículo y<br />

afeador, pues fruncían los ceños, encendían las miradas, mostraban los dientes y<br />

cerraban los puños. Febo se escudó en Vincenzo, quien revoleaba el frágil y pintado laúd,<br />

como si fuese un garrote.<br />

—No... no... —lloriqueó mi despavorido dueño—. ¡No lo venderé! ¡Prefiero tirarlo al río!<br />

Chispeó como un pedernal la daga de Livio, y alrededor relumbraron las de sus<br />

compinches. Él Gato acortó la distancia que lo separaba de los acosados. Entonces, por<br />

encima de su delirante maullar, más potente que la algarabía de los otros, retumbó un<br />

vozarrón autoritario:<br />

—¡Atrás!, ¡atrás, imbéciles!, ¡dejarlos en paz!<br />

La intromisión desconcertó a la violenta solidez del Gato Altcviti, nada habituado a que lo<br />

contradijesen. Volvióse y vio avanzar hacia él un hombre de unos cincuenta y cinco años,<br />

de mediana estatura y recio tórax, pálido, la barba corta y blanquinegra, pequeños los<br />

ojos amarillentos, y quebrada, aplastada la nariz, que hasta los párvulos reconocían en<br />

Florencia, donde se lo veneraba, no obstante los celos enconados de sus rivales, como a<br />

un dios taciturno, capaz de prodigios. A su lado estaba el Fraile Montorsoli. Dudó el Gato,<br />

y su irresolución instantánea se comunicó a su camarilla. Aquel hombre había creado ya<br />

la Pietá, el David y la bóveda de la capilla de Sixto IV; los pontífices lo admiraban y lo<br />

protegían; en sus manos podían florecer por igual las blancuras de Venus y de Apolo.<br />

Fueron suficientes unos segundos para que yo corroborase la jerarquía que en la ciudad<br />

privilegiada se asignaba al arte. <strong>El</strong> artista, el gran artista, fraternizaba allí con el gran<br />

señor; a éste, de niño, el Magnífico lo había sentado a su mesa, entre sus hijos, como un<br />

hijo más, presintiendo su calidad única. Livio Altoviti envainó el puñal y fingió tomar la<br />

pendencia a broma. Desaparecieron las otras dagas, y los mancebos linajudos<br />

desaparecieron también, parodiando y desafinando, con femeninas voces agudas, la<br />

historia popular de Ginevra degli Almieri.<br />

Miguel Ángel Buonarroti se dirigió por primera vez a mi dueño y a su amigo:<br />

—Vengan —les dijo—, vamos hasta San Lorenzo.<br />

Echó a andar, apoyado en el Fraile, sin fijarse en si lo seguíamos, y nosotros fuimos tras<br />

él, pasamos frente a Orsanmichele, cruzamos la plaza del Duomo y llegamos a la entrada<br />

de la segunda sacristía, al norte de la Basílica de San Lorenzo. Iba Vincenzo como<br />

hipnotizado o enajenado, el laúd al hombro, y resultó inútil que Febo, inquisitivo y<br />

parlanchín luego que recobró el coraje, tratara de arrancarle en el recorrido una sola<br />

palabra.<br />

¡Qué maravilla!, ¡qué maravilla fue aquella entrada en la Sacristía Nueva! Siglos después,<br />

la vi cual se la ve ahora, desde el guante de Mrs. Dolly Vanbruck, a la que guiaba<br />

entonces Mr. Jim, egiptólogo, helenista, experto en el Renacimiento, etc., quien la<br />

empapeló de citas y explicaciones; pero la segunda no fue como la visión inicial. Y no<br />

finca la diferencia en el hecho trascendente de que la vez primera nos condujese el<br />

propio Miguel Ángel, en lugar de un viejo británico estudioso (la distancia entre ambos<br />

era infinita), sino en el espectáculo que nos ofreció la Sacristía, por así decir en plena<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 149<br />

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