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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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particular al quisquilloso Livio Altoviti. <strong>El</strong> inestable Febo le restó importancia, y Pantasilea<br />

hizo como que no se percataba del resentimiento subyacente. Por lo demás, a ella la<br />

embriagaba la incorporación de la pareja a su refugio, y cuando por fin se había retirado<br />

el próspero y señorial cliente de cada día, a menudo hombre de edad y de físico patético,<br />

la cortesana se sentía renacer en los brazos de sus dos amantes elásticos, a cualquier<br />

hora dispuestos a contentarla, con ilimitada eficacia y vigor. Esa relación cobró para ella,<br />

hastiada del comercio de su carne, tan esencial trascendencia, que más de una vez se<br />

negó a recibir a personajes de fuste, evidentemente porque ansiaba retirarse al deleite<br />

de su segunda y secreta vida, a la cual sólo tenían acceso mis muchachos. Las brujas<br />

olfatearon la recóndita causa del creciente desgano de la meretriz, y es obvio que<br />

contabilizaron las desventajas que derivaban de la presencia de los mozalbetes, así que,<br />

por lo que colegí, se pusieron a vigilarlos, con la esperanza de averiguar e) punto débil<br />

que ante su ama los arruinaría.<br />

No tengo yo por qué revelar detalles de los sentimientos y actividades que ligaban a Febo<br />

y Vincenzo, fuera del área de Pantasilea. Basta con lo que referí acerca de la reacción<br />

que los enardeció, cuando atestiguaban los manejos de la cortesana con el vástago del<br />

Duque. Eran muy jóvenes, su sangre hervía, y les sobraban bríos y nervios, no sólo para<br />

cumplir ufanamente con la señora. Las Gorgonas, empero, estaban alertas. A la alarma<br />

producida por las inapetencias de una mujer célebre por su actividad remunerativa y<br />

pública, se agregaba el odio que Febo les inspirara desde que lo trataron por primera<br />

vez, y el despecho que a las brujas corroía por los desdenes mudos de Vincenzo Perini.<br />

Buscaron, pues, la eventualidad que les permitiría perderlos, y no les costó hallarla, ni<br />

fue menester aguardar mucho.<br />

Una noche, con el pretexto de que un fuerte dolor de cabeza aquejaba a Febo, los pajes<br />

eludieron el rito del lecho de la meretriz, quien prolongó las muestras de su desconsuelo,<br />

hasta que los dejó retirarse. Horas después, mientras dormían cariñosamente<br />

entrelazados, y yo reposaba sobre la espalda desnuda de Vincenzo, me despabilaron<br />

unos murmullos. Reparé en el diseño que en la sombra esbozaban otras sombras<br />

móviles, y presentí que estaban atisbándonos las alcahuetas. ¡Ay, cuánto hubiera querido<br />

avisárselo a los incautos! Traté en vano de hacerlo. Allá me afligía yo, tan impotente en<br />

pro de aquellos cuerpos indefensos y unidos como Pier Francesco Orsini sobre el de<br />

Pantasilea, cuando noté la desaparición de ambas hijas de murciélago, lo que no<br />

disminuyó mi congoja, pues tenía la certeza de que se apurarían a alborotar a la<br />

productora de sus rentas. Así fue. A poco estaban de vuelta, esta vez con la propia<br />

incrédula y escandalizada fornicadora, y era tal la confianza, tan honda la dulce fatiga<br />

con que Febo y Vincenzo dormían abrazados, que ni siquiera cuando Pantasilea se plantó<br />

ante su desnudo abandono y los apostrofó, se despertaron, sino luego que ella y las<br />

pájaras de mal agüero los sacudieron y los rociaron de insultos y de golpes, sin atender<br />

justificaciones arduas de improvisar. Brincaron los jovencitos encima de la cuja,<br />

defendiéndose como mejor podían, y en especial protegiendo su sensible instrumental<br />

varonil, expuesto, pendular y comprimido, con el que se ensañó el aquelarre,<br />

precisamente por saberlo delicado, y al punto, no obstante lo crecido de la noche,<br />

viéronse obligados a recolectar sus magros bienes, y a disparar de la casa donde habían<br />

probado ternuras diversas, lo cual hicieron con tan diestra prisa y ganando tanta<br />

distancia sobre sus perseguidoras, que Febo se dio maña, de camino, para atrapar uno<br />

de los tres laúdes que soñaban en el aposento de los tapices de las Sabinas.<br />

La timidez del alba comenzaba a pintar los techos y las cúpulas de Florencia.<br />

Serenáronse los mancebos, ajustándose el uno al otro la ropa; el agua fría del Árno, al<br />

lavarles la cara y mojarles el pelo, terminó de convencerlos de que lo que acababa de<br />

suceder no era una pesadilla compartida; verificaron el balance de sus posesiones para<br />

certificar su miseria; tomáronse del brazo y echaron a andar, charloteando el voluble<br />

Febo, que se esmeró en la mofa de Pantasilea, a quien, por superarlo en dos lustros,<br />

tachó de vejancona, pese a sus óptimos veinticinco años, y Vincenzo, en cambio,<br />

suspirando y sorbiendo alguna lágrima, lo que me hizo maliciar que se habría enamorado<br />

de la bella, pero de eso no estoy seguro, por la reserva de su carácter. Y así, tras de<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 145<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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