Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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es que se metamorfoseó en una niña encantadora. Con una ropa morada muy sencilla; rellenada la pechuga donde correspondía, hábilmente; invisible bajo una cofia el cabello, del cual apenas se entreveían dos bucles rubios, recogidos sobre las orejas; y yo siempre fijo en su índice izquierdo, se fue el muy audaz a la óptima casa que habitaba la meretriz, de acuerdo con su jerarquía, en el barrio de Santa Croce. Se metió en el patio, trepó unas escaleras, llamó a una puerta que supuso ser la indicada, y fue admitido en una cámara desprovista de muebles y ornatos, cuya mísera luz se colaba por un ventanuco. Quien le había franqueado la entrada, era una encapuchada y negra bruja, la cual, al enterarse de la razón de su presencia, llamó a otra, semejantemente renegrida, brujeril y capuchona, y entre ambas se pusieron a palparlo y pellizcarlo, como si de eso dependiera su idoneidad, de modo que Febo, temeroso de que averiguaran su auténtica constitución orgánica, se llevó al pecho las manos abiertas, para cubrirlo. En seguida las viejas cataron mi brillo, y al instante a buen seguro las fasciné, porque se echaron a tironear de mí, atormentando al afligido Febo con sus preguntas, y tachándolo de «¡ladrona, ladrona!», sin aguardar sus respuestas. Mi muchacho se defendió y gritó, y fue tan ruidoso el desorden, que a poco se vio venir por la vecina galería, flotante la túnica áurea y llameantes los ojos, a la egregia Pantasilea, que se adelantaba en la nube del ropaje como una diosa, como una Juno iracunda. Sumaba sus propios y roncos gritos a la ronquera de los tres pavos reales, que con nerviosos aleteos y veloz arrastrar de colas, la seguían. Su llegada apaciguó los ánimos. Pretendieron las de los capuchos acusar a mi amo de robo, pero al minuto se patentizó la inconsistencia de su inculpación, y su propósito de despojarlo de lo que era suyo, pues ni siquiera acertaron con su nombre y antecedentes, así que la cortesana las despachó con un malhumorado ademán, cogió a Febo de la mano, y nos adentramos en la zona noble de la casa, mientras que el par maléfico, embozándose y encaperuzándose, se alejaba por la opuesta dirección, con masculladas amenazas y calumnias. Avanzamos nosotros a través de aposentos que incrementaban su boato y luminosidad, hasta detenernos en uno, tendido con tapices que narraban la historia de las Sabinas y su rapto. Los pavos reales nos dejaron por la adyacente «loggia», que parecía ser su usual estancia, ya que desde donde estábamos acechamos su picotear en las baldosas, luego su salto a la balaustrada y su abrir al sol y en abanico los plumajes victoriosos. Entonces Pantasilea le pidió a Febo la sortija, y se dedicó a examinarme, de pie en el centro del salón, debajo de un curioso poliedro de cristal que del techo pendía, y que a impulsos de la brisa giraba suavemente. Yo me valí de la ocasión para examinarla a mi vez. Era la meretriz una mujer de unos veinticinco años, de extraordinaria blancura, lo que hacía resaltar más aún la violencia del tono de su cabellera, teñida a la veneciana de rojo, y el verde mineral, esmeraldino, de su iris, distinto del verde acuático de los ojos de Febo, como éste lo era del verde oliva que ensombreció el relámpago en la mirada de César. Manejaba su largo cuerpo con una soltura que no excluía cierta felina parodia. Lo estiraba, lo replegaba, doblaba la cabeza sobre el hombro, y luego se pasaba la punta de la lengua por los labios. De repente clavó sus pupilas en las de Febo, para lo cual, aun siendo espigada, debió levantar la vista. —¿Cómo tienes este escarabajo? —interrogó. No mintió Febo: —Es obsequio de alguien, de un hombre que me admiraba. Rió la cortesana con picardía: —Cuídalo, no te separes de él; se me hace que de él depende tu buena estrella. Me halagó, como es fácil conjeturar, la opinión de Pantasilea. Después, a medida que la conocí, comprobé que era terriblemente supersticiosa, lo cual es corriente en las de su oficio, e inferí que me consideraba un amuleto. Me devolvió al muchacho y demandó su nombre: —Febo —respondió el postulante, permutando su designación solar por la mitológica de la Luna. —¡Qué extraño! —Me bautizaron así. 140 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

es que se metamorfoseó en una niña encantadora.<br />

Con una ropa morada muy sencilla; rellenada la pechuga donde correspondía,<br />

hábilmente; invisible bajo una cofia el cabello, del cual apenas se entreveían dos bucles<br />

rubios, recogidos sobre las orejas; y yo siempre fijo en su índice izquierdo, se fue el muy<br />

audaz a la óptima casa que habitaba la meretriz, de acuerdo con su jerarquía, en el<br />

barrio de Santa Croce. Se metió en el patio, trepó unas escaleras, llamó a una puerta<br />

que supuso ser la indicada, y fue admitido en una cámara desprovista de muebles y<br />

ornatos, cuya mísera luz se colaba por un ventanuco. Quien le había franqueado la<br />

entrada, era una encapuchada y negra bruja, la cual, al enterarse de la razón de su<br />

presencia, llamó a otra, semejantemente renegrida, brujeril y capuchona, y entre ambas<br />

se pusieron a palparlo y pellizcarlo, como si de eso dependiera su idoneidad, de modo<br />

que Febo, temeroso de que averiguaran su auténtica constitución orgánica, se llevó al<br />

pecho las manos abiertas, para cubrirlo. En seguida las viejas cataron mi brillo, y al<br />

instante a buen seguro las fasciné, porque se echaron a tironear de mí, atormentando al<br />

afligido Febo con sus preguntas, y tachándolo de «¡ladrona, ladrona!», sin aguardar sus<br />

respuestas. Mi muchacho se defendió y gritó, y fue tan ruidoso el desorden, que a poco<br />

se vio venir por la vecina galería, flotante la túnica áurea y llameantes los ojos, a la<br />

egregia Pantasilea, que se adelantaba en la nube del ropaje como una diosa, como una<br />

Juno iracunda. Sumaba sus propios y roncos gritos a la ronquera de los tres pavos<br />

reales, que con nerviosos aleteos y veloz arrastrar de colas, la seguían. Su llegada<br />

apaciguó los ánimos. Pretendieron las de los capuchos acusar a mi amo de robo, pero al<br />

minuto se patentizó la inconsistencia de su inculpación, y su propósito de despojarlo de<br />

lo que era suyo, pues ni siquiera acertaron con su nombre y antecedentes, así que la<br />

cortesana las despachó con un malhumorado ademán, cogió a Febo de la mano, y nos<br />

adentramos en la zona noble de la casa, mientras que el par maléfico, embozándose y<br />

encaperuzándose, se alejaba por la opuesta dirección, con masculladas amenazas y<br />

calumnias.<br />

Avanzamos nosotros a través de aposentos que incrementaban su boato y luminosidad,<br />

hasta detenernos en uno, tendido con tapices que narraban la historia de las Sabinas y<br />

su rapto. Los pavos reales nos dejaron por la adyacente «loggia», que parecía ser su<br />

usual estancia, ya que desde donde estábamos acechamos su picotear en las baldosas,<br />

luego su salto a la balaustrada y su abrir al sol y en abanico los plumajes victoriosos.<br />

Entonces Pantasilea le pidió a Febo la sortija, y se dedicó a examinarme, de pie en el<br />

centro del salón, debajo de un curioso poliedro de cristal que del techo pendía, y que a<br />

impulsos de la brisa giraba suavemente. Yo me valí de la ocasión para examinarla a mi<br />

vez.<br />

Era la meretriz una mujer de unos veinticinco años, de extraordinaria blancura, lo que<br />

hacía resaltar más aún la violencia del tono de su cabellera, teñida a la veneciana de<br />

rojo, y el verde mineral, esmeraldino, de su iris, distinto del verde acuático de los ojos de<br />

Febo, como éste lo era del verde oliva que ensombreció el relámpago en la mirada de<br />

César. Manejaba su largo cuerpo con una soltura que no excluía cierta felina parodia. Lo<br />

estiraba, lo replegaba, doblaba la cabeza sobre el hombro, y luego se pasaba la punta de<br />

la lengua por los labios. De repente clavó sus pupilas en las de Febo, para lo cual, aun<br />

siendo espigada, debió levantar la vista.<br />

—¿Cómo tienes este escarabajo? —interrogó. No mintió Febo:<br />

—Es obsequio de alguien, de un hombre que me admiraba.<br />

Rió la cortesana con picardía:<br />

—Cuídalo, no te separes de él; se me hace que de él depende tu buena estrella.<br />

Me halagó, como es fácil conjeturar, la opinión de Pantasilea. Después, a medida que la<br />

conocí, comprobé que era terriblemente supersticiosa, lo cual es corriente en las de su<br />

oficio, e inferí que me consideraba un amuleto.<br />

Me devolvió al muchacho y demandó su nombre:<br />

—Febo —respondió el postulante, permutando su designación solar por la mitológica de<br />

la Luna.<br />

—¡Qué extraño!<br />

—Me bautizaron así.<br />

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