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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Por entonces comenzó a ganar popularidad en las márgenes del Arno, un mozuelo<br />

llamado Febo di Poggio. Sólo catorce años contaba, y no obstante su indigencia de<br />

bastardo de un sastrecito sin suerte, conseguía destacarse por una individualidad<br />

afirmada sobre la base de mohines, de atrevimiento y de retazos y trapería hurtados al<br />

padre. Verdad es que disponía a su favor de un cuerpo alto y erguido, bien<br />

proporcionado, de un rostro intenso y armonioso, de un pelo extremadamente rubio, de<br />

unos ojos extremadamente verdes, y de un repertorio de abundantes canciones,<br />

recopiladas aquí y allá, a la ventura, que entonaba con agradable voz. Febo paseaba esas<br />

dotes, entre los muchachos que iban de pesca al río, envidiosos de los que por el río<br />

bogaban, con sus amigas o con delegadas del puterío humilde, en barcas henchidas de<br />

música, y dominaba ya la ciencia de equilibrar la simpatía y el desaire, seduciendo y<br />

rechazando simultáneamente. Como es natural, no dejó de atraer al atento olfato de mi<br />

propietario, el caballero apodado Messer Platone, quien pronto entró con él en<br />

conversación. Y por ser yo bastante más ladino que mi señor, en breve advertí que el<br />

interés del rapaz no se centraba en Messer Platone y en su elocuencia adulona, como<br />

éste arrogante suponía, sino en mí, en el <strong>Escarabajo</strong>, pues hacia mí convergían sus<br />

miradas insistentes, y cada vez que, con un pretexto u otro, el caballero le tomaba la<br />

mano, Febo lo aprovechaba para deslizar sus yemas sobre mi lomo de lapislázuli. Lo<br />

último cooperó a mixtificar al Platón paisano, el cual debía presumir que los halagos le<br />

iban dirigidos a él, y no a este viajero egipcio, tan experimentado y andariego que podía<br />

comparar, sin equivocarse, el verde de los ojos de Febo di Poggio, en el siglo XVI, con el<br />

de los de Cayo Julio César, en el siglo I previo al nacimiento de Cristo, y dictaminar que<br />

el tono de los del Dictador era más afín al de las aceitunas, mientras que el del bisoño lo<br />

era al del mar en sus días plácidos.<br />

Como se suponía que sucediera. Febo empezó a concurrir a ¡a casa vecina de San<br />

Michele in Borgo, donde presto desplazó a la restante compañía, y con tantos coqueteos<br />

y astucias engolosinó a Messer Platone que éste, escaso tiempo después, me entronizó<br />

en el índice izquierdo de su favorito. Lejos se hallaba el caballero cazador de niños de<br />

imaginar que con eso lo perdía, porque desde la techa Febo no reapareció por la vaciada<br />

residencia. Tampoco se hizo ver el mancebo en la zona habitual, costera del Arno, donde<br />

es seguro que lo buscó mi ex dueño, y me explico que no nos encontrase, ya que el<br />

muchacho había optado por largarse hasta Cascína, pueblo en el cual tenía tíos y primos,<br />

y en el que no hizo más que holgar, cantar, frotarme, ostentarme y alguna vez darme el<br />

uso autosatisfactorio que aprendí del albañil de Venecia. Por fin resolvió volver a Pisa,<br />

calculando que Messer Platone lo habría reemplazado, y sobrentendiendo, de puro<br />

frívolo, que dispondría de su perdón. Erraba de medio a medio: no sólo él no había<br />

perdonado; tampoco había perdonado su ausencia, obviamente parrandera, el sastrecico,<br />

quien, en cuanto el mozo se presentó en la paterna casa, con los pulgares metidos en el<br />

cinto y una sonrisa preciosa, le propinó una zurra memorable. Hubo de recibir otra, aún<br />

más transcendental, cuando Messer Platone osó asomar su cara espesa, entre los<br />

géneros, las tijeras y las cajas de alfileres. Puesto que no se arriesgaba a reclamarlo a<br />

Febo, me reclamaba a mí, a su <strong>Escarabajo</strong>. ¡Ah Platone mascalzone! ¿Cómo iba a<br />

suponer que su fama había alcanzado hasta la mezquina ropería, apestante a encierro, a<br />

sudor y a rabia? <strong>El</strong> sastrecico eliminó su discurso de un violento tijeretazo, y al<br />

abandonar la típica posición de cruzadas piernas y levantarse, se comprobó que su hijo le<br />

debía la estatura. Hubo un momento de contusión, que el impotente Messer Platone<br />

aprovechó para retroceder, y Febo para huir por la única ventana, la que daba a la<br />

huerta raquítica. Ignoro qué sucedió entre el remendón y mi reclamante; ignoro si<br />

Messer Platone, además de acarrear sobre las espaldas los calificativos de * sodomita,<br />

pederasta» y varios que prefiero olvidar y que perturbaron al vecindario tranquilo, salió<br />

de aquel tumulto con un tajo en la mejilla, la nariz cercenada, o el porte torcido como el<br />

de la torre célebre de su Pisa natal. Sé, en cambio, que salió sin <strong>Escarabajo</strong> y sin Febo, y<br />

que merced a la irrupción del caballero desatinado, nos establecimos en Florencia, donde<br />

entablé relaciones ilustres. De camino quedamos en Cáscina, y allá, antes de proseguir la<br />

emigración a pie, en carreta o en mula, cantando y silbando, Febo le sonsacó a su tío<br />

unos exiguos dineros, que el viejo pariente le prestó sin ilusiones y como quien se abre<br />

138 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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