Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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8. ENCRUCIJADA DEL AMOR<br />
A aquel albañil veneciano aún no salido de la adolescencia, le adeudo el haber conocido<br />
prácticamente y hasta como colaborador, las alegrías que proceden del solitario placer<br />
(un poco tarde, si se tiene en cuenta mi edad avanzada). Las obtenía el jovenzuelo en el<br />
recogimiento de un jergón compartido de noche con tres hermanos, y la sensación<br />
resultante debía ser excelente, a juzgar por los dulces ayes que refrendaban su goce. Lo<br />
curioso es que, como pude observar, cada uno de sus hermanos aliviaba de igual forma,<br />
a otras horas, en la misma noche, las ansiedades de su sexo, esforzándose por ocultarlo<br />
ante sus inmediatos consanguíneos. En consecuencia, durante las siete veladas que con<br />
ellos pasé, comprobé que los jadeos, las tiernas quejas y el crujir de dientes que en el<br />
jergón se sucedían no brotaban, como al principio ingenuamente creí, de los inquietos<br />
sueños de sus desnudos productores sino, contrariamente, de su deleite manejado y<br />
aislado, y me pareció absurdo que por timidez, dada una intimidad tan estrecha, se<br />
tomaran el trabajo de esconderse sus satisfacciones respectivas, sin duda en desmedro<br />
de su dicha total; pero si se contentaban así, ni me corresponde criticarlos, ni podía<br />
facilitarles un consejo, siendo yo, por mi constitución, lego en la materia.<br />
Una semana conviví con aquellos entusiastas, hasta que mi descubridor me vendió a un<br />
mercader que partía rumbo a Urbino. Éste me revendió a un tal Michelino, un orfebre que<br />
había trabajado para un duque de esa parte, muerto hacía varios años y nieto del<br />
Magnífico Lorenzo. Michelino me dotó de un nuevo engarce, el tercero que mi sortija<br />
tuvo, luego del que me puso Sofreneto en Naucratis (el bello, el de la Serpiente) y el<br />
muy ordinario de oro bajo, que para mí mandó hacer en Roma un barbero, antes de que<br />
pasara a las manos de Giovanni di Férula. Mis engarces equivalen a los «status», a los<br />
signos externos de mi situación personal y sus variaciones. Los tuve, ya no en sortija,<br />
espléndidos, cuando decoré el brazalete de la Reina Nefertari y el Olifante de Roldan;<br />
agradables, cuando decoré la diadema del hada y el colgante del duende, en la isla de<br />
Avalón; y no faltó el modesto, el barato, ése sí en anillo, que perteneció al condottiero<br />
pobrete. Ahora, una vez más y merced al arte delicado de Michelino di Paolo Poggini,<br />
torné a lucir un engarce digno de mi calidad, de mis orígenes y de una época que<br />
rotularían después: el Renacimiento. Consistía en un trenzado círculo de oro, que<br />
remataba en primorosas cabezas de dragón, las cuales me recordaron las de Gog y<br />
Magog, los dragones de alquiler en la isla encantada. Los exquisitos monstruos hincaron<br />
en mi costado sus dientes agudos sin causarme ninguna pena, y contribuyeron a mi<br />
vanidad, porque los estimé refinadísimos, al verlos y verme reflejados en un espejo.<br />
Así, ataviado con sobria magnificencia, reproduje el trayecto de un dedo al otro, que<br />
había cumplido antes en distintas etapas de mi vida azarosa, hasta que fui a parar, en<br />
Pisa, a la diestra de un caballero singular, grave y maduro, que miraba mucho a los<br />
jovencitos y que, con el pretexto de ayudarlos a progresar, los llevaba a su casa, situada<br />
en la inmediación de la iglesia de San Michele in Borgo, la de la fachada perfecta. Ahí los<br />
agasajaba con vino Trebbiano o Vernaccia, a los que era muy adicto; los azucaraba con<br />
algún pastel; los sometía a toda suerte de caricias, arrumacos y tiernas declaraciones, y<br />
les hablaba de Platón. En ese tiempo y en el ambulante meñique del caballero deformado<br />
por el reumatismo, tuve la oportunidad de informarme directamente de diversas<br />
anatomías lampiñas e impúberes.<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 137<br />
<strong>El</strong> escarabajo