Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Polo, Giovanni y Pia se vieron despojados, entre carcajadas histéricas, como si en público y a tirones los desnudaran, de los viajes que efectivamente realizó el hermano del primero, de las proezas que incumbían al jefe del segundo, y del amor que improvisó el magín de la tercera. Todo lo conocía la rata; todo lo había revisado e indagado, y lo despedazaba ahora. El argumento legal de su derecho al caserón, se perdió en el alud de improperios soeces y de exactitudes indiscutibles. Donna Pia se echó a llorar, y ambos caballeros se levantaron, mudos y rojos, Andrea grotescamente deformado por los tics, en tanto que Moreta corría escaleras abajo, sin cesar de burlarse, y un portazo ponía fin al incidente. Recuperáronse con dificultad Polo y el condottiero; intentaron serenar a la señora, y Donna Pia alzó las manos temblorosas, rogándoles que no hablaran. Fue estéril que tratasen de reconstituir con ella el semicírculo, al calor de los encendidos leños, porque la dama, a su vez y muy despacio, cubierta con el negro rebozo y rechazando afirmarse en sus manos solícitas, descendió la escalera y en su góndola se alejó por el río. Durante una quincena, no volvió. Volvieron, en cambio, los alegres amigos de Moreta, y el bullicioso ambiente prevaleció en uno de los pisos de la Cá mientras que en el otro reinaban la lóbrega melancolía y el oscuro silencio. El retorno de Pia Morosini no contribuyó a recrear la atmósfera de extática bienandanza previa a la llegada de la intrusa. La Felicidad, antes dueña de la casa y protectora de los soñadores, había desertado. Se rehízo el grupo, en el resplandor de la Tabla de Kublai Khan, frente a la cual Andrea entrecerraba los vergonzosos párpados, callaba Giovanni, y aflautábanse en el pecho de Pia los asmáticos silbidos. Nada tenían que decirse. Eran víctimas de la expoliación y del oprobio; sus emocionantes fantasías habían sido aventadas por la maligna torpeza de la razón y de la realidad y esa certidumbre dolorosa se ahondaba a causa del contraste que abajo mostraba la fiesta insolente, cotidiana. Moreta Polo, la rata, paradójicamente los había entrampado en su ratonera. Erré al suponer que Donna Pia nos daría la espalda, y dejaría de frecuentar a su encogido pariente. Al contrario, redobló la asiduidad, como queriendo probar que era fiel al pasado que compartieran, a aquella dicha común cuyo recuerdo atesoraba. Aunque no se modificó el clima de tristeza y desengaño, el gesto fortaleció a sus atribulados compañeros, y en el andar de unos siete días, me percaté de que en el aire empezaba a despuntar algo, titubeante, que no pude definir sino como una leve claridad de confianza. Uniéronse hasta rozarse las tres cabezas, las dos canosas y la teñida de rojo, y menudeaban los cuchicheos, en tan diversa voz, que ni siquiera yo, enclavado como el halcón en la alcándara en la empuñadura de Di Férula, logré desentrañar el enigma de los susurros. Una temperatura de conspiración acentuó el enardecimiento ofrecido por la leña restallante. No fue menester alargar la espera, para que el secreto me fuese revelado. La próxima noche en que no asomó la luna, una noche en la que Venecia se borró, sin que ni una cúpula, ni un campanil, ni un tejado sobrenadasen en la negrura que la ahogó por completo, tanto que se dijera que había naufragado, como un navío enorme, en el misterio de las aguas cuyo líquido azabache chapoteaba y rezongaba, la tertulia de murmullos se estiró, en el aposento de la Tabla de Oro, harto más que lo habitual, hasta que partieron los últimos huéspedes de Moreta, jaraneando, relinchando y rebuznando al atravesar la plazuela dei Millioni, y enmudeció la antigua casa. Lung, que se movía como si fuese hecho de plumas livianas, confirmó la noticia de que nadie quedaba en el palacio, aparte de la sobrina de Andrea, pues hacía horas que los chinos se habían retirado a dormir. Entornó un postigo Donna Pia, comprobó que afuera la oscuridad continuaba siendo impenetrable y lo avisó a los demás. Entonces los tres, precedidos en la escalera por Lung, que protegía con la palma una vela indecisa, ganaron a paso de lobo la habitación donde reposaba Moreta, excepcionalmente sola para su desventura, y demasiado fiada en la impunidad de su triunfo. Elevó el esclavo la vela, y las sombras de los viejos se derramaron, embrujadas, amenazadoras, sobre los muros tendidos con sedas que Marco trajera de Oriente y que fingían un jardín en el que las mariposas volaban entre glicinas. Donna Pia se tapó la cara con el luto del manto; se oyó un Manuel Mujica Láinez 133 El escarabajo
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Polo, Giovanni y Pia se vieron despojados, entre carcajadas histéricas, como si en público<br />
y a tirones los desnudaran, de los viajes que efectivamente realizó el hermano del<br />
primero, de las proezas que incumbían al jefe del segundo, y del amor que improvisó el<br />
magín de la tercera. Todo lo conocía la rata; todo lo había revisado e indagado, y lo<br />
despedazaba ahora. <strong>El</strong> argumento legal de su derecho al caserón, se perdió en el alud de<br />
improperios soeces y de exactitudes indiscutibles. Donna Pia se echó a llorar, y ambos<br />
caballeros se levantaron, mudos y rojos, Andrea grotescamente deformado por los tics,<br />
en tanto que Moreta corría escaleras abajo, sin cesar de burlarse, y un portazo ponía fin<br />
al incidente. Recuperáronse con dificultad Polo y el condottiero; intentaron serenar a la<br />
señora, y Donna Pia alzó las manos temblorosas, rogándoles que no hablaran. Fue estéril<br />
que tratasen de reconstituir con ella el semicírculo, al calor de los encendidos leños,<br />
porque la dama, a su vez y muy despacio, cubierta con el negro rebozo y rechazando<br />
afirmarse en sus manos solícitas, descendió la escalera y en su góndola se alejó por el<br />
río.<br />
Durante una quincena, no volvió. Volvieron, en cambio, los alegres amigos de Moreta, y<br />
el bullicioso ambiente prevaleció en uno de los pisos de la Cá mientras que en el otro<br />
reinaban la lóbrega melancolía y el oscuro silencio. <strong>El</strong> retorno de Pia Morosini no<br />
contribuyó a recrear la atmósfera de extática bienandanza previa a la llegada de la<br />
intrusa. La Felicidad, antes dueña de la casa y protectora de los soñadores, había<br />
desertado. Se rehízo el grupo, en el resplandor de la Tabla de Kublai Khan, frente a la<br />
cual Andrea entrecerraba los vergonzosos párpados, callaba Giovanni, y aflautábanse en<br />
el pecho de Pia los asmáticos silbidos. Nada tenían que decirse. Eran víctimas de la<br />
expoliación y del oprobio; sus emocionantes fantasías habían sido aventadas por la<br />
maligna torpeza de la razón y de la realidad y esa certidumbre dolorosa se ahondaba a<br />
causa del contraste que abajo mostraba la fiesta insolente, cotidiana. Moreta Polo, la<br />
rata, paradójicamente los había entrampado en su ratonera.<br />
Erré al suponer que Donna Pia nos daría la espalda, y dejaría de frecuentar a su encogido<br />
pariente. Al contrario, redobló la asiduidad, como queriendo probar que era fiel al pasado<br />
que compartieran, a aquella dicha común cuyo recuerdo atesoraba. Aunque no se<br />
modificó el clima de tristeza y desengaño, el gesto fortaleció a sus atribulados<br />
compañeros, y en el andar de unos siete días, me percaté de que en el aire empezaba a<br />
despuntar algo, titubeante, que no pude definir sino como una leve claridad de confianza.<br />
Uniéronse hasta rozarse las tres cabezas, las dos canosas y la teñida de rojo, y<br />
menudeaban los cuchicheos, en tan diversa voz, que ni siquiera yo, enclavado como el<br />
halcón en la alcándara en la empuñadura de Di Férula, logré desentrañar el enigma de<br />
los susurros. Una temperatura de conspiración acentuó el enardecimiento ofrecido por la<br />
leña restallante.<br />
No fue menester alargar la espera, para que el secreto me fuese revelado. La próxima<br />
noche en que no asomó la luna, una noche en la que Venecia se borró, sin que ni una<br />
cúpula, ni un campanil, ni un tejado sobrenadasen en la negrura que la ahogó por<br />
completo, tanto que se dijera que había naufragado, como un navío enorme, en el<br />
misterio de las aguas cuyo líquido azabache chapoteaba y rezongaba, la tertulia de<br />
murmullos se estiró, en el aposento de la Tabla de Oro, harto más que lo habitual, hasta<br />
que partieron los últimos huéspedes de Moreta, jaraneando, relinchando y rebuznando al<br />
atravesar la plazuela dei Millioni, y enmudeció la antigua casa. Lung, que se movía como<br />
si fuese hecho de plumas livianas, confirmó la noticia de que nadie quedaba en el palacio,<br />
aparte de la sobrina de Andrea, pues hacía horas que los chinos se habían retirado a<br />
dormir. Entornó un postigo Donna Pia, comprobó que afuera la oscuridad continuaba<br />
siendo impenetrable y lo avisó a los demás. Entonces los tres, precedidos en la escalera<br />
por Lung, que protegía con la palma una vela indecisa, ganaron a paso de lobo la<br />
habitación donde reposaba Moreta, excepcionalmente sola para su desventura, y<br />
demasiado fiada en la impunidad de su triunfo. <strong>El</strong>evó el esclavo la vela, y las sombras de<br />
los viejos se derramaron, embrujadas, amenazadoras, sobre los muros tendidos con<br />
sedas que Marco trajera de Oriente y que fingían un jardín en el que las mariposas<br />
volaban entre glicinas. Donna Pia se tapó la cara con el luto del manto; se oyó un<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 133<br />
<strong>El</strong> escarabajo