Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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pausas con él, usando una jerigonza desvaída que nadie más hubiese interpretado. Estaba solo, una mañana, pues el chino había salido a adquirir con que alimentarlo, cuando de pronto se abrió la puerta, y entraron tres niñas, azoradas primero y que luego sé echaron a reír y a dar rápidas vueltas alrededor del anciano quien, hundido el gorro hasta las orejas, dormitaba en su sillón, el cual parecía flotar sobre la paja esparcida en el suelo. Mientras lo envolvían con su danza, gritábanle las pequeñas: «¡Tío Loco! ¡Tío Loco!», para por fin esfumarse ante su estupor. No podían ser sino sus sobrinas, Fantina, Bellela y Moreta (Andrea había anotado sus nombres), y fue vano que se levantara, y que tras ellas ensayara de correr con torpe indecisión, porque al asomarse en lo alto de los escalones, ni rastro quedaba de su fuga, excluidas las vocecitas disminuyentes que reiteraban: —¡Tío Loco! ¡Tío Loco! Aquella irrupción enajenó a Andrea, y se tradujo en bruscas palpitaciones. Porfiaba, refiriéndose a ella, en los momentos más inesperados, ante Donna Pia, ante Lung, o hablando solo, y poco a poco fue exagerando la trascendencia del asunto, como si no hubiese sido una burla trivial de chicuelas, sino un insulto gravísimo, el fruto de una especie de confabulación. Durante la noche, alzábase del lecho, cauteloso, creyendo haber oído la grita agraviante; abría despacio la puerta, y se inclinaba sobre el espiralado barandal, hasta que Lung, suavemente, lo devolvía a la cama. La ofuscación no cejó ni siquiera después de que las niñas se convirtieron en adolescentes y de que, fieles a la costumbre, se casaron muy jóvenes y se fueron de la casa. Infructuosamente persiguió Donna Pia los fantasmas alrededor, y concluyó por ceder y por seguirle el juego a Andrea. ¿Acaso no se lo seguía, asimismo, en lo concerniente a los imaginarios viajes? ¿Acaso él no se lo devolvía, llamándola Madonna Beatrice? Ambos engendradores de pasados inexistentes, habían instituido, en la zona más extrema y divorciada de la Cá Polo, el reino de la irrealidad, y habían reconquistado la armonía inefable, intransferible, que el retorno de Marco amenazara. Apenas si, de súbito, reaparecía la desazón que suscitaran las niñas y que trazó tan profundo surco en la emotividad de Andrea, pues no la separaba de las imágenes de vigilancia y de peligro. Por lo demás, en el desorden de su espíritu, la avaricia había terminado por asimilar arbitrariamente el episodio, a la obligación de cuidar el cofre que encerraba su heredada fortuna, a cuya inmóvil riqueza su superstición consideraba algo así como un amuleto, protector hechicero de su seguridad. Ignoro de qué ardides se valió Donna Pia, para obtener que abandonase sus celdas, y bajase con ella hasta la pedregosa plaza de San Marcos, el día en que la cruzó la embajada de Dante Alighieri, rumbo al palacio de los Dux. Ni Andrea ni la señora comentaron posteriormente, aclarándolos a Giovanni di Férula, las estratagemas y los argumentos utilizados, así que nada sé al respecto, puesto que todo lo que conozco previo a la instalación del condottiero en la Cá Polo, deriva de esas conversaciones. Lo cierto es que lo consiguió, y que Micer Andrea Polo y Donna Pia Morosini estaban entre el público, sin duda en lugares de excepción debidos a su patricia calidad, mientras pasábamos nosotros, deslumbrados por la belleza de la plaza, como parte de un largo séquito venido de Ravena, que avanzó con lento ritmo, trémulos en la brisa los estandartes, sobre el cabrilleo de los ropajes eclesiásticos y el fulgor de las armaduras inflamadas. Fue aquélla mi inicial aproximación a Venecia. He vuelto allí otras veces, la más divertida cuando Dolly y la duquesa de Brompton fueron huéspedes de Charlie Béistegui, antes de que éste comprase el Palazzo Labia. La he visto crecer y la amo. En seguida se apoderó de mí, con su encantamiento, aunque no era aún la Venecia que uno y dos siglos más tarde sobrepasaría en original hermosura a cualquier ciudad del mundo. Había andamios en la fachada de San Marcos, y de su trabazón emergían las cúpulas, todavía sin coronamiento, y los cuatro áureos caballos, traídos de Constantinopla hacía más de una centuria. El palacio ducal continuaba alzando su primitiva y austera fortificación almenada, pero ya se erguía el esbelto campanil, y ya se elevaban al cielo, en la Piazzeta, las dos columnas de Oriente. El cielo nos envolvía, pictóricamente azul, Manuel Mujica Láinez 129 El escarabajo

pausas con él, usando una jerigonza desvaída que nadie más hubiese interpretado.<br />

Estaba solo, una mañana, pues el chino había salido a adquirir con que alimentarlo,<br />

cuando de pronto se abrió la puerta, y entraron tres niñas, azoradas primero y que luego<br />

sé echaron a reír y a dar rápidas vueltas alrededor del anciano quien, hundido el gorro<br />

hasta las orejas, dormitaba en su sillón, el cual parecía flotar sobre la paja esparcida en<br />

el suelo. Mientras lo envolvían con su danza, gritábanle las pequeñas: «¡Tío Loco! ¡Tío<br />

Loco!», para por fin esfumarse ante su estupor. No podían ser sino sus sobrinas, Fantina,<br />

Bellela y Moreta (Andrea había anotado sus nombres), y fue vano que se levantara, y<br />

que tras ellas ensayara de correr con torpe indecisión, porque al asomarse en lo alto de<br />

los escalones, ni rastro quedaba de su fuga, excluidas las vocecitas disminuyentes que<br />

reiteraban:<br />

—¡Tío Loco! ¡Tío Loco!<br />

Aquella irrupción enajenó a Andrea, y se tradujo en bruscas palpitaciones. Porfiaba,<br />

refiriéndose a ella, en los momentos más inesperados, ante Donna Pia, ante Lung, o<br />

hablando solo, y poco a poco fue exagerando la trascendencia del asunto, como si no<br />

hubiese sido una burla trivial de chicuelas, sino un insulto gravísimo, el fruto de una<br />

especie de confabulación. Durante la noche, alzábase del lecho, cauteloso, creyendo<br />

haber oído la grita agraviante; abría despacio la puerta, y se inclinaba sobre el espiralado<br />

barandal, hasta que Lung, suavemente, lo devolvía a la cama. La ofuscación no cejó ni<br />

siquiera después de que las niñas se convirtieron en adolescentes y de que, fieles a la<br />

costumbre, se casaron muy jóvenes y se fueron de la casa. Infructuosamente persiguió<br />

Donna Pia los fantasmas alrededor, y concluyó por ceder y por seguirle el juego a<br />

Andrea. ¿Acaso no se lo seguía, asimismo, en lo concerniente a los imaginarios viajes?<br />

¿Acaso él no se lo devolvía, llamándola Madonna Beatrice? Ambos engendradores de<br />

pasados inexistentes, habían instituido, en la zona más extrema y divorciada de la Cá<br />

Polo, el reino de la irrealidad, y habían reconquistado la armonía inefable, intransferible,<br />

que el retorno de Marco amenazara. Apenas si, de súbito, reaparecía la desazón que<br />

suscitaran las niñas y que trazó tan profundo surco en la emotividad de Andrea, pues no<br />

la separaba de las imágenes de vigilancia y de peligro. Por lo demás, en el desorden de<br />

su espíritu, la avaricia había terminado por asimilar arbitrariamente el episodio, a la<br />

obligación de cuidar el cofre que encerraba su heredada fortuna, a cuya inmóvil riqueza<br />

su superstición consideraba algo así como un amuleto, protector hechicero de su<br />

seguridad.<br />

Ignoro de qué ardides se valió Donna Pia, para obtener que abandonase sus celdas, y<br />

bajase con ella hasta la pedregosa plaza de San Marcos, el día en que la cruzó la<br />

embajada de Dante Alighieri, rumbo al palacio de los Dux. Ni Andrea ni la señora<br />

comentaron posteriormente, aclarándolos a Giovanni di Férula, las estratagemas y los<br />

argumentos utilizados, así que nada sé al respecto, puesto que todo lo que conozco<br />

previo a la instalación del condottiero en la Cá Polo, deriva de esas conversaciones. Lo<br />

cierto es que lo consiguió, y que Micer Andrea Polo y Donna Pia Morosini estaban entre el<br />

público, sin duda en lugares de excepción debidos a su patricia calidad, mientras<br />

pasábamos nosotros, deslumbrados por la belleza de la plaza, como parte de un largo<br />

séquito venido de Ravena, que avanzó con lento ritmo, trémulos en la brisa los<br />

estandartes, sobre el cabrilleo de los ropajes eclesiásticos y el fulgor de las armaduras<br />

inflamadas.<br />

Fue aquélla mi inicial aproximación a Venecia. He vuelto allí otras veces, la más divertida<br />

cuando Dolly y la duquesa de Brompton fueron huéspedes de Charlie Béistegui, antes de<br />

que éste comprase el Palazzo Labia. La he visto crecer y la amo. En seguida se apoderó<br />

de mí, con su encantamiento, aunque no era aún la Venecia que uno y dos siglos más<br />

tarde sobrepasaría en original hermosura a cualquier ciudad del mundo. Había andamios<br />

en la fachada de San Marcos, y de su trabazón emergían las cúpulas, todavía sin<br />

coronamiento, y los cuatro áureos caballos, traídos de Constantinopla hacía más de una<br />

centuria. <strong>El</strong> palacio ducal continuaba alzando su primitiva y austera fortificación<br />

almenada, pero ya se erguía el esbelto campanil, y ya se elevaban al cielo, en la<br />

Piazzeta, las dos columnas de Oriente. <strong>El</strong> cielo nos envolvía, pictóricamente azul,<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 129<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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