Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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entregó a la dicha de recobrarlo aposento a aposento, mirando y palpando sus tapices,<br />
sus porcelanas, sus bronces, sus lacas y sus esmaltes, como si le perteneciesen. Ya no<br />
andaban por ahí, fijándole precio a todo, los inmundos traficantes. Donna Pia, su<br />
compañera, su cómplice, igual que anteriormente, estaba junto a él, y lo secundaba en el<br />
especial empeño de rescatar lo perdido, los sueños, las quimeras, nutridas ahora por el<br />
fausto de la decoración. Caminaban, hablando de China, del Dante, de viajes, de amor,<br />
los dos ilusos el que nunca salió de Venecia y la que nunca fue amada; citaba el uno una<br />
ciudad cuyas estructuras vertían sus reflejos en el río Amarillo, y la otra citaba un verso<br />
de la «Comedia». Desde los muros, los contemplaban los tigres, las panteras, los<br />
gerifaltes, los grifos, asomados a florestas intrincadas, en las que prevalecían los<br />
bambúes del Tibet y el ébano y el áloe de Annam, en tanto que los papagayos no<br />
retenían su aletear y parlotear, como si ellos también habitasen esos bosques de seda. Y<br />
los esclavos de Marco Polo, aturdidos por la ausencia de su señor, giraban alrededor de la<br />
excelente pareja formada por los soñadores, cuyo idioma no entendían, y si al comienzo<br />
escapaban por las galerías como simios espantadizos, concluyeron por acercárseles<br />
humildemente y por descifrar y acatar sus órdenes. Aquella beatitud se completó con el<br />
hallazgo de unos textos de Marco, en los que éste había anotado varios vocabularios del<br />
imperio de Kublai, que Andrea aprendió concienzudamente, para alegría de los siervos.<br />
Todo lo mencionado contribuyó a que el menor de los Polo reconstruyese su personalidad<br />
ficticia, con tal pasión que ni siquiera pudo el retorno de Marco desmoronarla, y que,<br />
reinstalado éste en su casa y reanudada la vida habitual, con el consabido entrar y salir<br />
de los especuladores, de los comisionistas, de los consignatarios, del mundo de los<br />
mercados y de los almacenes, Andrea se limitó a retirarse, con altivo menosprecio, a sus<br />
desvanes, ahora algo mejor alhajados, donde siguió reinando al par de Donna Pia<br />
Morosini, como si fuesen dos monarcas restituidos a la dignidad de su exilio.<br />
<strong>El</strong> destierro pasó sin que nadie lo advirtiese, aparte, quizá, de los chinos esclavos, a<br />
quienes Andrea sedujo con su amable timidez. ¿Por qué no eligió y compró otra morada<br />
entonces? ¿Por qué no se casó con Donna Pia? Sospecho que ambas eventualidades, de<br />
facilidad aparente, resultaban imposibles de afrontar, ya que nada ejercía tanto poder<br />
sobre Andrea como el palacio, la Cá Polo, del cual no se hubiera arriesgado a separarse,<br />
y si no había aprovechado la ausencia de sus deudos para contraer matrimonio con la<br />
viuda y establecerse con ella allí, era tarde ahora para tales fines. Quien lo hizo fue<br />
Marco; se casó con una vecina, y borró por completo de su mente al hermano<br />
pusilánime.<br />
La soledad de Andrea en las buhardillas, meramente cortada por las visitas de la dama,<br />
estimuló su locura. Se sucedieron los años, y le fue costando mayores sacrificios a la<br />
artrítica y asmática señora Morosini trepar la estrecha escalera. En ocasiones, los<br />
entierros y las ceremonias a los cuales la obligaban a asistir sus promesas, tan<br />
hondamente la rendían que durante días no tornaba al palacio, donde acechábala la<br />
ansiedad de su amigo. Volvía trayendo las etiqueteras novedades de la corte ducal y la<br />
enumeración de las muertes venecianas, pero lo que interesaba a Andrea no era lo que<br />
fuera de la casa acontecía, sino lo que se desarrollaba en su interior: ¿había visto a su<br />
cuñada? ¿a Marco?, ¿atestaban siempre al palacio los entrometidos?<br />
También golpearon a su puerta, de vez en vez, escribanos y administradores, con<br />
papeles que rehusaba firmar y con cuentas que pagaba a regañadientes. Depositaba su<br />
confianza en Donna Pia y en ninguno más, de modo que recibía únicamente a su<br />
mensajero y, despedidos sus domésticos personales, a uno de los chinos, Lung, que se<br />
había zafado del resto para ser su propio y no compartido esclavo. Con su demencia,<br />
creció su avaricia. Velaba, en el secreto del altillo, sobre un carcomido cofre que nutrían<br />
las monedas de oro y plata, una fortuna inútil como su vida. Espiaba por los ventanucos<br />
lo que alcanzaba del canal, o se acurrucaba en la escalera, para recoger los rumores que<br />
giraban en su caracol y, a medida que el tiempo se iba, fuésele aguzando el oído, al<br />
revés de lo que suele suceder, lo que le permitió distinguir nítidamente las voces de las<br />
niñas, de las tres hijas de Marco, en el runrún numérico de los que cotizaban el damasco,<br />
el raso y el velludo, o hablaban confusamente de navíos y de caravanas. Puesto de<br />
cuclillas en el piso, Lung, que era viejo, marfilino y taciturno, conversaba entre lánguidas<br />
128 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo