Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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había concebido el amor del Dante por ella, y hasta llegó a decir que, entusiasmado, la llamó «Beatrice», probablemente sin que Alighieri siquiera recordase la vez fugaz en que se habían visto. Mucho hacía que los dos amigos se confiaban sus respectivas excentricidades, exaltados, egoístas, en el asilo del salón palaciego, cuando Nicoló, Maffeo y Marco Polo volvieron a Venecia. Andrea no los esperaba ya, y sin previo aviso se presentaron. Tampoco los reconoció; ninguno los reconoció, en la ciudad. Repito que desde su partida habían corrido veintiséis años. Marco, que al despedirse tenía diecisiete, regresaba de cuarenta y tres, y tanto él como los de la generación anterior no conservaban ni un solo rasgo que los identificase. Los mayores eran dos ancianos. Por otra parte, los tres vestían de tan estrambótico y miserable modo, y hablaban un idioma tan sospechoso en el que los vocablos venecianos deformes, naufragaban bajo el alud de los términos chinos y de varias lenguas de Oriente, que la servidumbre les negó el acceso, la tarde en que llamaron a las puertas del palacio, y alborotaron a los vecinos con sus voces, proclamando que eran los Polo, Nicoló, Maffeo y Marco Polo, que estaban de vuelta y que querían entrar en su casa. Tanta bulla hicieron, que Andrea y Pia (pues aconteció esto, hallándose de visita la aristocrática Morosini) se pusieron a una ventana, para averiguar el motivo del desorden, y en la plaza que sería después «dei Millioni», avistaron vagamente a tres personajes embozados con pieles andrajosas y tocados con turbantes grotescos, como una mezcla de tártaros y de árabes maltrechos por el fatigoso andar, que insistían en su afán de ser admitidos, berreando que eran los Polo..., los Polo... los Polo... Finalmente, para evitar la propagación del escándalo, pues se juntaba gente en la plazuela, Andrea se resignó a adoptar la única posible solución, o sea ordenar que les permitiesen subir. De no haberse encontrado allí Donna Pia, lo obvio es que el timorato les hubiese negado hasta una entrevista momentánea, pero le infundió valor la presencia de una dama de traza tan eminente. ¡Los Polo! Los Polo habían muerto, sólo Dios sabe en qué fecha, en qué montaña infranqueable, en qué páramo, en qué estepa lúgubre, confundidos por el silbar de los vientos gélidos y perennes; o en una batalla, o bajo el hacha del verdugo de un príncipe sanguinario... Habían muerto, y eso no se discutía. Aquéllos no podían ser más que tres impostores. Andrea, amedrentado, se aferró a ese concepto: tres impostores y nada más, mientras oía el golpe de sus botas claveteadas, escalón a escalón, y los farsantes ascendían hacia él. No bien aparecieron en la sala, lanzó un hondo suspiro de alivio. ¡Santo Dios! Si los hubiese distinguido bien desde la altura, no hubiera tolerado que entrasen. ¡Aquellos pordioseros pretender ser los Polo, los favoritos del Gran Khan! De haber logrado volver los Polo auténticos, por milagro, lo habrían hecho con la pompa de los tres Reyes Magos a quienes Marco mencionara en sus cartas juveniles, resplandecientes de alhajas, coronados por raras diademas, arrastrando mantos de sedas multicolores y capas de pieles lujosas e ignotas, rodeados por pajes cobrizos de rasgados ojos, con perlas en los lóbulos y ajorcas en los tobillos; y traerían en las tendidas manos el orgullo de sus obsequios, las arquetas de marfil y de sándalo, tachonadas de piedras fúlgidas, los cálices de oro, las sartas de esmeraldas y de rubíes. Pero ¡estos tres desgraciados! ¡Estos mendigos tartamudeantes, que miraban a derecha e izquierda, comentando en su jerga de rufianes astutos los pormenores del aposento! Sentóse Micer Andrea con Donna Pia a su lado (ah, estas escenas las sé, punto por punto, porque ambos se las refirieron luego, sin omitir prolijidad, a mi señor Giovanni di Férula, añadiéndoles yo mis deducciones), y los extraños huéspedes quedaron de pie, como embobados al principio, víctimas sin duda del hechizo evocador de esa casa que era la suya, lo cual hizo caer en error a Andrea, acerca de lo que turbaba el ánimo de los intrusos, pues infirió que tanto la eximia Morosini como él habían impresionado, con su evidente grandeza, a los dichos pelafustanes, pero pronto se desengañó, porque bastó que levantara el tono, al dirigirse, con la máxima dignidad de que disponía, a los recién venidos, para que éstos recuperasen el aplomo, lo llamasen, ante su asombro irritado, «piccolo Andrea» y redoblasen las aclaraciones de que eran los Polo, concluyendo por abrazarlo y marearlo con los rancios olores de sus horribles atuendos. Es fácil imaginar el desagrado, la confusión y la cólera (también el miedo, en el caso de Andrea), de la Manuel Mujica Láinez 125 El escarabajo

había concebido el amor del Dante por ella, y hasta llegó a decir que, entusiasmado, la<br />

llamó «Beatrice», probablemente sin que Alighieri siquiera recordase la vez fugaz en que<br />

se habían visto.<br />

Mucho hacía que los dos amigos se confiaban sus respectivas excentricidades, exaltados,<br />

egoístas, en el asilo del salón palaciego, cuando Nicoló, Maffeo y Marco Polo volvieron a<br />

Venecia. Andrea no los esperaba ya, y sin previo aviso se presentaron. Tampoco los<br />

reconoció; ninguno los reconoció, en la ciudad. Repito que desde su partida habían<br />

corrido veintiséis años. Marco, que al despedirse tenía diecisiete, regresaba de cuarenta y<br />

tres, y tanto él como los de la generación anterior no conservaban ni un solo rasgo que<br />

los identificase. Los mayores eran dos ancianos. Por otra parte, los tres vestían de tan<br />

estrambótico y miserable modo, y hablaban un idioma tan sospechoso en el que los<br />

vocablos venecianos deformes, naufragaban bajo el alud de los términos chinos y de<br />

varias lenguas de Oriente, que la servidumbre les negó el acceso, la tarde en que<br />

llamaron a las puertas del palacio, y alborotaron a los vecinos con sus voces,<br />

proclamando que eran los Polo, Nicoló, Maffeo y Marco Polo, que estaban de vuelta y que<br />

querían entrar en su casa. Tanta bulla hicieron, que Andrea y Pia (pues aconteció esto,<br />

hallándose de visita la aristocrática Morosini) se pusieron a una ventana, para averiguar<br />

el motivo del desorden, y en la plaza que sería después «dei Millioni», avistaron<br />

vagamente a tres personajes embozados con pieles andrajosas y tocados con turbantes<br />

grotescos, como una mezcla de tártaros y de árabes maltrechos por el fatigoso andar,<br />

que insistían en su afán de ser admitidos, berreando que eran los Polo..., los Polo... los<br />

Polo... Finalmente, para evitar la propagación del escándalo, pues se juntaba gente en la<br />

plazuela, Andrea se resignó a adoptar la única posible solución, o sea ordenar que les<br />

permitiesen subir. De no haberse encontrado allí Donna Pia, lo obvio es que el timorato<br />

les hubiese negado hasta una entrevista momentánea, pero le infundió valor la presencia<br />

de una dama de traza tan eminente. ¡Los Polo! Los Polo habían muerto, sólo Dios sabe<br />

en qué fecha, en qué montaña infranqueable, en qué páramo, en qué estepa lúgubre,<br />

confundidos por el silbar de los vientos gélidos y perennes; o en una batalla, o bajo el<br />

hacha del verdugo de un príncipe sanguinario... Habían muerto, y eso no se discutía.<br />

Aquéllos no podían ser más que tres impostores. Andrea, amedrentado, se aferró a ese<br />

concepto: tres impostores y nada más, mientras oía el golpe de sus botas claveteadas,<br />

escalón a escalón, y los farsantes ascendían hacia él. No bien aparecieron en la sala,<br />

lanzó un hondo suspiro de alivio. ¡Santo Dios! Si los hubiese distinguido bien desde la<br />

altura, no hubiera tolerado que entrasen. ¡Aquellos pordioseros pretender ser los Polo,<br />

los favoritos del Gran Khan! De haber logrado volver los Polo auténticos, por milagro, lo<br />

habrían hecho con la pompa de los tres Reyes Magos a quienes Marco mencionara en sus<br />

cartas juveniles, resplandecientes de alhajas, coronados por raras diademas, arrastrando<br />

mantos de sedas multicolores y capas de pieles lujosas e ignotas, rodeados por pajes<br />

cobrizos de rasgados ojos, con perlas en los lóbulos y ajorcas en los tobillos; y traerían<br />

en las tendidas manos el orgullo de sus obsequios, las arquetas de marfil y de sándalo,<br />

tachonadas de piedras fúlgidas, los cálices de oro, las sartas de esmeraldas y de rubíes.<br />

Pero ¡estos tres desgraciados! ¡Estos mendigos tartamudeantes, que miraban a derecha<br />

e izquierda, comentando en su jerga de rufianes astutos los pormenores del aposento!<br />

Sentóse Micer Andrea con Donna Pia a su lado (ah, estas escenas las sé, punto por<br />

punto, porque ambos se las refirieron luego, sin omitir prolijidad, a mi señor Giovanni di<br />

Férula, añadiéndoles yo mis deducciones), y los extraños huéspedes quedaron de pie,<br />

como embobados al principio, víctimas sin duda del hechizo evocador de esa casa que<br />

era la suya, lo cual hizo caer en error a Andrea, acerca de lo que turbaba el ánimo de los<br />

intrusos, pues infirió que tanto la eximia Morosini como él habían impresionado, con su<br />

evidente grandeza, a los dichos pelafustanes, pero pronto se desengañó, porque bastó<br />

que levantara el tono, al dirigirse, con la máxima dignidad de que disponía, a los recién<br />

venidos, para que éstos recuperasen el aplomo, lo llamasen, ante su asombro irritado,<br />

«piccolo Andrea» y redoblasen las aclaraciones de que eran los Polo, concluyendo por<br />

abrazarlo y marearlo con los rancios olores de sus horribles atuendos. Es fácil imaginar el<br />

desagrado, la confusión y la cólera (también el miedo, en el caso de Andrea), de la<br />

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