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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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de adinerados donceles que andaban de juerga (en aquella Venecia con caballos,<br />

inconcebible), estremecían la plazuela y el canal. Sus ojos se dilatarían, horadando la<br />

negrura, y su pensamiento volaría hacia los ausentes, clamando por su vuelta. Ignoraba<br />

que tardarían tres años y medio en llegar a la residencia veraniega del Emperador, y que<br />

no los verían en Venecia hasta que hubiesen transcurrido veintiséis. ¡Veintiséis años!<br />

Mientras pasaban, lentísimamente, Andrea Polo improvisaba ficciones, sobre la base de<br />

las cartas escasas que recibiera, y de lo que recordaba de los relatos acerca de Kublai<br />

Khan y su Corte, en la lueñe Cambaluc, la futura Pekín, que oyera a los viejos Polo. Su<br />

retraimiento, intensificado por el deceso de su tía, por la pobreza de su constitución, no<br />

plenamente normal, y por quiméricas inspiraciones, cuyos rasgos peculiares se<br />

acentuaron a medida que el tiempo corría, contribuyó lustro a lustro al vacilar de su<br />

razón, y a que en la soledad de la Cá Polo, alimentada con peregrinas imágenes y<br />

lecturas, Andrea diera cabo a su desvarío, persuadiéndose de que él también había<br />

participado del viaje maravilloso, aún más, de que acaso era su único sobreviviente,<br />

porque nada sabía de los demás, perdidos en comarcas de nombres imposibles. Y como<br />

con nadie se trataba, fuera de sus criados, nadie pudo ni siquiera ensayar de desvanecer<br />

sus espejismos, iluminado por los cuales vivió, entre riquezas inexistentes y memorias<br />

descabelladas y espléndidas. La ceremonia de la sepultura de su tía en la iglesia de San<br />

Lorenzo, lo forzó a salir de su reclusión. Estaba hincado sobre las frías losas, que<br />

reposaban en fundamentos tan vetustos como Venecia, y sintió que una mano<br />

descarnada oprimía la suya. Sorprendido, reconoció a Donna Pia Morosini, compañera de<br />

su infancia en días en que las madres de ambos vivían aún. Fue así como se reanudó la<br />

heredada amistad, que periódicamente admitió la presencia de la dama en el cerrado<br />

palacio.<br />

Era Donna Pia, a la sazón, una viuda todavía joven, sin hijos. Severa, majestuosa, nadie<br />

se hubiese atrevido a dudar de su moralidad, por el hecho de que frecuentaba a Andrea<br />

Polo, de cuyos agotamientos y chifladuras se murmuraba. Espiaban los traslados de su<br />

silla de manos, ornada con la banda de azur sobre campo de oro de los Morosini.<br />

Pertrechada en la arrogancia de su estirpe y de los grandes señores venecianos que<br />

había producido, suplía la falta de belleza y de gracia con la nobleza de los pausados<br />

modales y el aspecto patricio. Cuando la silla se mostraba en los alrededores de San<br />

Marcos, donde acudía a sus diarias devociones, el público se apartaba, y se inclinaban<br />

algunos. Sabíanla del círculo íntimo de Donna Franceschina; sabían también que, en<br />

cumplimiento de un secreto voto, acompañaba con un cirio tiritante en la diestra, los<br />

cortejos fúnebres que circulaban por la ciudad. Avanzó el tiempo, y arañaba los sesenta<br />

años, el mediodía definitivo en que vio a Dante Alighieri por primera vez: fue eso en el<br />

curso de una de las ocasiones previas a la embajada del poeta, de las cuales los<br />

especialistas rastrean los documentos. A esa altura de su existencia vacía y soberbiosa,<br />

calculo yo que lo que había minado la cordura de la señora Morosini, desequilibrándola,<br />

había sido la carencia total de amores, de los placeres higiénicos que otorga la<br />

sensualidad saciada, y que la estrecha armadura convencional que la ceñía y que se<br />

evidenciaba en el desdén acerbo de su gesto, había terminado por ahogarla, de tal<br />

manera que la pobre Donna Pia, como su pariente Andrea Polo, aunque por diferentes<br />

razones, había perdido el juicio. Eso, que no se trasuntaba en la distinción solemne de su<br />

tono, ajustó más todavía los lazos que la aliaban a Andrea. Cada uno de ellos había<br />

hallado en el otro el interlocutor ideal. Andrea aludía a sus viajes apócrifos, cuya<br />

complicada irrealidad daba por cierta, y Pia insinuaba los sentimientos apasionados que<br />

le había sugerido a Dante Alighieri; porque en eso último, en el disparate de su<br />

elucubración, se cimentaba el trastorno de la señora. Acaso el poeta la hubiese mirado,<br />

casualmente, en alguna de las recepciones; acaso le hubiese hablado, de paso, al acudir<br />

a saludar a la Dogaresa. Desconozco los detalles y confundo las costumbres. Pero me<br />

consta, por comentarios que a sus propios criados oí, que era materialmente imposible<br />

que entre Micer Dante y Donna Pia se hubiese establecido la más mínima intimidad.<br />

Nunca ocurrieron las circunstancias exigidas para ello, y por lo demás ni la edad de la<br />

dama ni su tipo, coincidían en nada con las exigencias del gusto del florentino. Tal como<br />

Andrea había imaginado sus fantásticos viajes, sin moverse de su casa, Pia Morosini<br />

124 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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