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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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dolíame la nostalgia de la isla encantada, al cotejar su imaginativa hermosura con el<br />

mediocre ritmo de la llamada vida real. Hubo que esperar a que apareciera el viejo<br />

condottiero Giovanni di Férula en el atrio de San Zeno, para que con él participase en la<br />

composición de un cuadro estético y psicológico que a mi juicio es digno de permanecer<br />

en la memoria.<br />

<strong>El</strong> guerrero acusaba a la sazón sesenta y nueve años, y en verdad cargaría cuatro o cinco<br />

más. Era sumamente bizarro, y cuando se lo toleraba el reumatismo, manejaba con<br />

marcial soltura su cuerpo todavía espigado y nervioso. En ocasiones se distraía (porque<br />

de lo contrario su mirada, al girar de repente la cabeza, parecía o trataba de parecer la<br />

de un halcón altanero), y en esos momentos de descuido sus ojos oscuros se tornaban<br />

dormilones y calmos. Tardé semanas en rastrear en mis recuerdos los otros ojos que los<br />

del sufrido soldado me evocaban, hasta que por fin los ubiqué: eran idénticos a los ojos<br />

soñadores de los Osiris pintados en la sala del Sarcófago de la tumba de Nefertari; y esa<br />

circunstancia, no bien asocié las imágenes heterogéneas, encendió más aún el afecto<br />

especial que me inspiraba el condottiero, desde que el ladrón apoyado en uno de los<br />

leones marmóreos del pórtico de la basílica, me deslizó en el rugoso anular derecho de<br />

dicho Micer Giovanni di Férula, a cambio de dos monedas de plata.<br />

¿He referido antes que yo dominaba a la sazón la ciencia misteriosa de las líneas de la<br />

mano? La había visto practicar desde tiempos muy antiguos, y Yerko, el cíngaro que<br />

raptó a la obesa, la enorme Zoe, de la finca de los Exacustodios, sobresalía en ese arte<br />

sensible. Así que en cuanto estuve en la diestra de Micer Giovanni, supe por los dibujos<br />

que en su palma se extendían, como una hidrográfica red en un mapa, que el<br />

condottiero, aunque lo disimulase con desplantes fanfarrones, era un hombre indeciso;<br />

que la línea de su existencia pronto iba a llegar a su término; y que en esa mano<br />

faltaban totalmente, desoladamente, del principio al final, los signos indicadores del<br />

triunfo. Tal vez fue la certidumbre enternecedora de su fracaso, sumada a la<br />

reminiscencia de mi Reina bienamada, lo que más me atrajo en él, puesto que su<br />

quebranto disfrazado de firmeza lo acercó a mis propias debilidades jactanciosas.<br />

La biografía de Giovanni di Férula se enlaza ajustadísimamente con la del gran<br />

condottiero Ugguccione della Faggiuola, a quien no tuve la honra de conocer, porque<br />

había muerto años antes de que Micer Giovanni se cruzase en mi camino, pero cuyo<br />

nombre prestigioso no se le caía a éste de los labios. Habían sido inseparables, y aunque<br />

mi nuevo amo era apenas menor que el célebre Ügguccione, nunca consiguió superarlo,<br />

ni igualarlo, ni pasó de actuar como uno de sus subalternos, cada vez que el jefe<br />

contrataba con una de las facciones en guerra la prestación de sus servicios profesionales<br />

y los de su hueste mercenaria. La vida de Micer Giovanni fue, pues, la típica vida de<br />

aquellos que alquilaban la suya, ya a favor de los gibelinos, partidarios del Emperador, ya<br />

a la de los güelfos, partidarios del Papa, y que según su conveniencia cambiaban de<br />

bando, sólo que no avanzó de la tercera o cuarta fila, ni supo aprovechar ese zigzagueo<br />

de la Economía aliada a la Guerra o, por expresarlo menos crudamente, esa alianza de<br />

Mercurio y de Marte, hasta que desembocó en la vejez pobre, maltratado, y empero aún<br />

capaz de levantar la voz ronca y de teatralizar una escena petulante, como desafío fugaz<br />

al Destino adverso. Hubiera sido insoportable, de no contribuir a su personalidad, como<br />

dije, cierto elemento ingenuo, que de repente en su distracción lo rejuvenecía, y que<br />

mostraba cuan vulnerable era, en verdad, aquel aparente bravucón. Por supuesto y muy<br />

aisladamente, había gozado de algunos períodos de bienandanza, en las épocas propicias<br />

en que Ugguccione se desempeñó como Podestá de Arezzo y de Pisa o como Vicario de<br />

Genova, pero ninguna de esas vueltas se ingenió para recoger los frutos que asegurarían<br />

la holgura de su ancianidad. Luego, al tiempo en que la Desgracia asomó su negro rostro<br />

en el campo de su jefe, ella se ensañó también contra el leal Giovanni, viudo ya y<br />

desparramados sus hijos legítimos y naturales. Fue el período último del condottiero<br />

Ugguccione, en que, hostigado por los de Pisa y los de Lucca, que odiaban su elocuencia<br />

engañadora, su lujo desenfrenado y el rigor de sus tributos y empréstitos forzosos, no le<br />

quedó más remedio que ampararse en la corte del Señorío de Verona. Allí lo siguió<br />

Giovanni, y lo siguió también —lo cual es más singular— el desterrado poeta Dante<br />

Alighieri, el glorioso vagabundo, quien suponía a Ugguccione capaz de echar a los güelfos<br />

120 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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