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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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deportiva excitación provocada por las vedettes caballerescas, pudo Dindi continuar su<br />

carrera, con el libraco debajo de mí, firme sobre el pecho, orientándose hacia la barca<br />

oculta.<br />

Era tiempo; en la palestra se habían abierto las puertas del pandemónium, y soplaba un<br />

huracán de bufidos, gritos y quejumbres, en cuya algarabía era fácil reconocer el baladro<br />

de los desconcertados y liberados Gog y Magog, entregados ahora a la alegría de morder<br />

y de arañar; los ayes de los también desconcertados Godofredo y Sagramour; el<br />

desgañitarse de Morgana, que reclamaba a Dindi y mandaba que en seguida le trajesen<br />

el Libro de Merlín; los relinchos lujuriosos de los centauros y los faunos, huidos de la<br />

servidumbre eglógica de los parques, y abalanzados sobre las doncellas, en las heráldicas<br />

graderías; las proclamas aflautadas de los gnomos, que reivindicaban un régimen<br />

democrático; y el aullar agudo de Urganda la Desconocida, quejosa de que le habían<br />

robado el capirote, el cucurucho francés.<br />

Izó el duende la vela de humo; púsose a remar en la negrura, y nos encomendamos a la<br />

casualidad, mientras nos internábamos en la mar inquieta, a cuyas aguas arrojó el Verde<br />

el mágico infolio, sin el socorro del cual Morgana no podría ni disipar la niebla, ni poner<br />

freno a los monstruos, ni, quizás, descubrirnos. Así nos alejamos de la isla encantada,<br />

perdida en lo tenebroso, de la cual sólo era posible avistar, allende los biombos de<br />

árboles, la crepitación iracunda de los dragones y sus dobles chispazos azufrados y<br />

púrpuras. Si por alguien lo sentí fue por el fino Sagramour, el constantinopolitano, a<br />

quien seguramente lo estarían desconstantinopolizando en esos momentos, y quien lo<br />

desconstantinopolizaría, Gog o Magog, sería sin lugar a dudas un excelente<br />

desconstantinopolizador. Pero no alcanzaba el tiempo para lamentar nada, porque<br />

volaban ya, encima de nosotros, las hadas enfurecidas, tan próximas que Dindi soltó los<br />

remos y nos confió, silenciosamente, al oleaje. Pasaban a palmos de nuestra vela,<br />

tratando de arrancar con su aleteo andrajos de bruma, y graznaban como aves agoreras,<br />

requiriendo, imperativas, el Gran Libro de Merlín, el Gran Libro, cuando el Gran Libro<br />

había naufragado atrás en el secreto de la espuma.<br />

—¡Tenemos que recordar —ladró la frenética Morgana— el conjuro que impedirá que el<br />

miserable duende llegue a tierra! ¡Hay uno!<br />

—¡Hay uno!, ¡hay uno! —cacareó el coro de las demás, y nosotros oímos, dentro de la<br />

dramática lobreguez, el ir y venir de los ciegos seres aéreos, que presentían, que<br />

husmeaban acaso nuestra cercanía, y cuyas ráfagas atravesaban aquí y allá, la cerrazón<br />

invulnerable.<br />

Empezaron a masticar palabras extrañas, arábigas, hebreas o asirias, a rechazarlas y a<br />

recogerlas. Se habían distanciado, calculando tal vez que si sobrepasaban el colchón<br />

nuboso lograrían deshacerlo, pero la niebla, con ser su materia liviana, podía más, y<br />

Dindi lo aprovechó para empuñar los remos nuevamente y seguir adelante, seguir. No<br />

logró prolongarlo, porque a poco el batallón volante estaba de vuelta, chillando como si<br />

lo compusiese una bandada de rabiosos murciélagos. ¡Que distintas serían, en los<br />

minutos atroces en que la ira y la impotencia descomponía sus rasgos, de las gráciles,<br />

frágiles hadas seductoras que nos acariciaban en Avalón; de Mazaé, cuando besaba a<br />

Dindi, de Thiten, cuando enamoraba a Sagramour! Era preferible no verlas; recordarlas<br />

siempre como un vuelo de mariposas, como una alegoría victoriana del amor señoril. Ni<br />

pensar tampoco en cuál sería el destino de su isla, sin el auxilio del brujo timonel.<br />

Comprobamos que en la altura habían reconquistado, vocablo a vocablo, la maléfica<br />

invocación destructora, y que les faltaba una última palabra, un mínimo terminacho<br />

hechiceresco, para completar la fórmula. Lo hallaron en el instante en que la proa de la<br />

barca rozó unas rocas y se hundió en lo que debía ser la molicie de un médano, no<br />

sabíamos si en Bretaña o en Normandía. Hallaron el conjuro y lo vociferaron, atronando<br />

la paz de los acantilados y provocando el imprevisto y bullicioso remontar de las<br />

gaviotas. Dindi acertó a levantarse y a saltar en la playa. Pero era tarde; las hadas<br />

vencedoras recitaban el recuperado texto de Merlín, y advertí que mi querido Dindi se<br />

desintegraba, se esfumaba, como se esfumaba el aro de oro que labró para mí y que, sin<br />

apoyo, solo, desvalido, aterrado, el <strong>Escarabajo</strong> de Nefertari caía en la arena.<br />

118 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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