Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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a contratar con Dindi el alquiler del dragón Rojo y del dragón Amarillo, con quienes sus señores deseaban medir sus fuerzas, para ofrecerles los triunfos, Godofredo a la reina Guenever, y Sagramour al hada Thiten. La contratación se reducía a suministrar el forraje y los frascos y vendas de la botica, exigidos según el resultado. Maguer la niebla, hermana estética del opaco spleen (¡la divina, la maravillosa niebla!), se decidió que los encuentros tuviesen lugar al mediodía siguiente. Y allá nos fuimos, el siguiente mediodía, Dindi, Gog, Magog y yo. Los dragones meneaban las coléricas cabezotas, escupiendo de vez en vez una llama, estornudando unas centellas, y la bruma tendía sus cendales encima de los baldaquines escarlatas que cobijaban a las hadas y a las diversas Cortes, cuando ingresamos en el campo. ¡Cuánto armiño, cuánta marta cibelina, cuánta ardilla de Moscovia, cuánto zorro escandinavo abrigaba a las bellas y a los bellos, que hablaban metafórica y fatigadamente de amor! Balanceábanse los cónicos capirotes femeninos, como móviles cúspides arquitectónicas; sonreía, atristada, la aristocrática educación de los señores. ¡Cuánta buena raza y cuánto chic! Carlomagno y Arthur, sentados juntos, pues lo misino significaba el Duque de Anjou para el Emperador, que Sagramour le Desirus para el Rey, compartían un amplio, un magnífico plaid de Escocia, que les tapaba las piernas. Vibraron las trompetas, clamaron los cuernos de aurochs y los marfiles de elefantes. Por un lado, entraron en la liza los dos gigantescos dragones, tropezando y llameando torpemente; entraron por el otro los dos caballeros, cubiertos de metal de la cabeza a los pies, haciendo zapatear a los corceles, también bardados con áureos hierros, y unos y otros tan plumíferos que a la distancia parecían dos aves de lujo, optando a un premio en una exposición (y acaso lo fueran). Reiteróse el trompeteo; silbó afinadamente Dindi, y así se inició el desafío. Fue en ese instante cuando le oí murmurar al Verde: —¡Enhorabuena! ¡No está Zillenik! Y recordé que Zillenik se llamaba el hada que con embaucadoras artes había capturado a Gog y a Magog, los trajo a la isla y los confió a la domesticación y celo de Dindi. Entretanto se había agravado la niebla, con tal rigor que de no mediar la iluminación suministrada por los buenos dragones, nada se hubiera percibido del combate. Desaparecieron los banderines y los doseles de seda; apagóse el cabrilleo de las alhajas y de las vestiduras. Aislados en el centro de una nube, como si luchasen en una caverna, los endriagos y sus retadores resplandecían a modo de una hoguera bramadora, atizada por las armas y los zarpazos. Dindi estaba detrás de la valla que definía el perímetro del campo; desde allí, con silbidos modulados y repetidos, dirigía por control remoto al Amarillo y al Rojo. Brotaban de las tribunas los aplausos y vítores, a cada éxito de Godofredo y de Sagramour, y los abucheos y siseos con los cuales desacreditaban cada tanto a favor de Gog y de Magog. De cualquier manera, se sabía desde antes del principio, en quiénes recaería la victoria. Pero súbitamente el duende dejó de silbar. Encorvado, protegida su verdura por la oscuridad y por el follaje, corría, corría, derrotando con sus larguísimas piernas los fosos y cercos. Yo bailoteaba encima de su costillar angosto. Al vadear un arroyuelo a tientas, adiviné que íbamos hacia el palacio de Morgana. Numerosas veces habíamos concurrido allí, pues la Reina de Avalón solía convocar al duende, si organizaba una fiesta que requería la ornamental presencia de los dragones. En esas oportunidades nos daba audiencia en su lecho, rodeada por las hadas menores y las azafatas, e invariablemente ostentaba en la mano una pluma de ganso, con la cual anotaba sus órdenes e ideas, y en la otra un volumen muy sobado, que mi ingenuidad supuso ser un recetario de cocina, pero que resultó nada menos que el Gran Libro" de Merlín, en el cual Morgana apuntara los múltiples conjuros, filtros y bebedizos que el mago le dictaba sucesivamente. Era ese libro lo que buscaba Dindi; y lo obtuvo, debajo del morgánico lecho, porque tanto interés y curiosidad despertaron los duelos de ese día, por la hermosura de Sagramour y por la arrogancia del Duque, que no obstante que se descartaba el resultado, lo cual excluía la atracción de las apuestas, la mayoría de las damas, los servidores, los espoliques y los guardias había abandonado el palacio, circunstancialmente de cristal, a fin de no perder el encuentro. Gracias, pues, a la Manuel Mujica Láinez 117 El escarabajo

a contratar con Dindi el alquiler del dragón Rojo y del dragón Amarillo, con quienes sus<br />

señores deseaban medir sus fuerzas, para ofrecerles los triunfos, Godofredo a la reina<br />

Guenever, y Sagramour al hada Thiten. La contratación se reducía a suministrar el<br />

forraje y los frascos y vendas de la botica, exigidos según el resultado. Maguer la niebla,<br />

hermana estética del opaco spleen (¡la divina, la maravillosa niebla!), se decidió que los<br />

encuentros tuviesen lugar al mediodía siguiente. Y allá nos fuimos, el siguiente mediodía,<br />

Dindi, Gog, Magog y yo. Los dragones meneaban las coléricas cabezotas, escupiendo de<br />

vez en vez una llama, estornudando unas centellas, y la bruma tendía sus cendales<br />

encima de los baldaquines escarlatas que cobijaban a las hadas y a las diversas Cortes,<br />

cuando ingresamos en el campo. ¡Cuánto armiño, cuánta marta cibelina, cuánta ardilla<br />

de Moscovia, cuánto zorro escandinavo abrigaba a las bellas y a los bellos, que hablaban<br />

metafórica y fatigadamente de amor! Balanceábanse los cónicos capirotes femeninos,<br />

como móviles cúspides arquitectónicas; sonreía, atristada, la aristocrática educación de<br />

los señores. ¡Cuánta buena raza y cuánto chic! Carlomagno y Arthur, sentados juntos,<br />

pues lo misino significaba el Duque de Anjou para el Emperador, que Sagramour le<br />

Desirus para el Rey, compartían un amplio, un magnífico plaid de Escocia, que les tapaba<br />

las piernas.<br />

Vibraron las trompetas, clamaron los cuernos de aurochs y los marfiles de elefantes. Por<br />

un lado, entraron en la liza los dos gigantescos dragones, tropezando y llameando<br />

torpemente; entraron por el otro los dos caballeros, cubiertos de metal de la cabeza a los<br />

pies, haciendo zapatear a los corceles, también bardados con áureos hierros, y unos y<br />

otros tan plumíferos que a la distancia parecían dos aves de lujo, optando a un premio en<br />

una exposición (y acaso lo fueran). Reiteróse el trompeteo; silbó afinadamente Dindi, y<br />

así se inició el desafío. Fue en ese instante cuando le oí murmurar al Verde:<br />

—¡Enhorabuena! ¡No está Zillenik!<br />

Y recordé que Zillenik se llamaba el hada que con embaucadoras artes había capturado a<br />

Gog y a Magog, los trajo a la isla y los confió a la domesticación y celo de Dindi.<br />

Entretanto se había agravado la niebla, con tal rigor que de no mediar la iluminación<br />

suministrada por los buenos dragones, nada se hubiera percibido del combate.<br />

Desaparecieron los banderines y los doseles de seda; apagóse el cabrilleo de las alhajas<br />

y de las vestiduras. Aislados en el centro de una nube, como si luchasen en una caverna,<br />

los endriagos y sus retadores resplandecían a modo de una hoguera bramadora, atizada<br />

por las armas y los zarpazos. Dindi estaba detrás de la valla que definía el perímetro del<br />

campo; desde allí, con silbidos modulados y repetidos, dirigía por control remoto al<br />

Amarillo y al Rojo. Brotaban de las tribunas los aplausos y vítores, a cada éxito de<br />

Godofredo y de Sagramour, y los abucheos y siseos con los cuales desacreditaban cada<br />

tanto a favor de Gog y de Magog. De cualquier manera, se sabía desde antes del<br />

principio, en quiénes recaería la victoria. Pero súbitamente el duende dejó de silbar.<br />

Encorvado, protegida su verdura por la oscuridad y por el follaje, corría, corría,<br />

derrotando con sus larguísimas piernas los fosos y cercos. Yo bailoteaba encima de su<br />

costillar angosto. Al vadear un arroyuelo a tientas, adiviné que íbamos hacia el palacio de<br />

Morgana.<br />

Numerosas veces habíamos concurrido allí, pues la Reina de Avalón solía convocar al<br />

duende, si organizaba una fiesta que requería la ornamental presencia de los dragones.<br />

En esas oportunidades nos daba audiencia en su lecho, rodeada por las hadas menores y<br />

las azafatas, e invariablemente ostentaba en la mano una pluma de ganso, con la cual<br />

anotaba sus órdenes e ideas, y en la otra un volumen muy sobado, que mi ingenuidad<br />

supuso ser un recetario de cocina, pero que resultó nada menos que el Gran Libro" de<br />

Merlín, en el cual Morgana apuntara los múltiples conjuros, filtros y bebedizos que el<br />

mago le dictaba sucesivamente. Era ese libro lo que buscaba Dindi; y lo obtuvo, debajo<br />

del morgánico lecho, porque tanto interés y curiosidad despertaron los duelos de ese día,<br />

por la hermosura de Sagramour y por la arrogancia del Duque, que no obstante que se<br />

descartaba el resultado, lo cual excluía la atracción de las apuestas, la mayoría de las<br />

damas, los servidores, los espoliques y los guardias había abandonado el palacio,<br />

circunstancialmente de cristal, a fin de no perder el encuentro. Gracias, pues, a la<br />

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