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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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He ahí el resumen del transcurrir de nuestra existencia en la isla de las hadas y de los<br />

paladines. Periódicamente, arrebatados por las rutas del agua o del aire, añadíanse a las<br />

colonias novedosos aportes: Esplandián (el de las Sergas), Palmerín de Oliva, Florismarte<br />

de Hircania; a cuál más olímpico; refulgentes como las aves del Paraíso y las aves liras<br />

cuyas plumas se desplegaban en abanico sobre sus yelmos. Algunos importaban consigo<br />

troveros y juglares, que entonaban romances y monótonos poemas extensos, acerca de<br />

las hazañas de los príncipes concentrados en Avalón (como la «Canción de Roldan», sin ir<br />

más lejos), y las versiones de los bardos eran tan abultadamente diferentes de la<br />

modesta verdad, que al comienzo crearon cierta confusión, hasta que los aludidos<br />

terminaron por admitir, en la isla, que las paráfrasis poéticas se ajustaban a la realidad<br />

estrictamente, pese a que esa inventada exposición lírica sobrepasaba en mucha<br />

esplendidez a la auténtica, a la cual al cabo de escaso tiempo olvidaron sin<br />

remordimiento. Multiplicóse la soberbia de los avalonenses, con tanta cosecha de gestas<br />

y bizarrías, a consecuencia de lo cual Magog y Gog fueron solicitados casi a diario en el<br />

campo de los torneos, del que regresaban a los pesebres pinchados, lisiados, tuertos y<br />

con la ira redoblada, que los silbidos y las coplas de Dindi sólo a medias conseguían<br />

apaciguar.<br />

A esa altura de mi prolongadísima permanencia, empecé a entender que mi estada en<br />

Avalón corría el riesgo de estirarse eternamente, lo que, si bien se mira, no tenía razón<br />

de ser. Allí la sobrevivencia se convertía en repeticiones de los papeles, con apenas<br />

alguna simple modificación de los elencos y argumentos: Launcelot se enamoró de<br />

Oriana, y Amadís de Guenever; sanó Arthur, pero tan acostumbrado estaba a la camilla,<br />

que no la abandonó, y postrado recibía visitantes; Oliver derribó a Florismarte, y<br />

Florismarte derribó a Olivier; Roldan venció a Gog, y fue coronado de lirios; Sir Galahad<br />

venció a Magog, y fue coronado de rosas; Carlomagno mató, en una cacería, veinticinco<br />

ciervos, y dos jabalíes; en una cacería, Esplandián mató dos ciervos y veinticinco<br />

jabalíes, etc. Quizá manipulado por los ingleses, maestros supremos en la materia, el<br />

tedio, el spleen, se fue apoderando de la isla, aunque exteriormente nada había<br />

cambiado, y los asiduos, bajo los toldos de color naranja, continuaban apreciando, desde<br />

las terrazas de los palacios-hoteles, el cotidiano ondular de la gente, de las palmeras y<br />

del mar. Pero el tedio se había afincado allí, y era una forma de elegancia a cuyo<br />

acatamiento me negué. Me apliqué, en cambio, con la máxima intensidad de la cual soy<br />

capaz, a transmitirle a Dindi lo que pensaba: «Hay que partir, tenemos que partir,<br />

tenemos que irnos, es inútil y estúpido quedarse en la isla, por glorioso que parezca,<br />

tenemos que irnos..., que irnos...» Debajo de la cartela, del cartouche con el jeroglífico<br />

de la adorada Reina Nefertari, oír latir su corazón, y entonces intensificaba mi prédica<br />

separatista. ¿Me saldría yo con la mía, alcanzando el portento de que me oyese y<br />

aceptara? ¿Aceptaría largarse? Durante semanas, durante meses (lo mido así, no<br />

obstante que allá, donde todo era ilusión, también lo era el tiempo), insistí, enviando<br />

mudos y vehementes mensajes hacia arriba, hacia el rostro de lechuga de Dindi y su<br />

caperuza de perejil, y hacia adentro, hacia su corazón de repollo. Hasta que fueron<br />

recompensados mis esfuerzos, pues advertí que se afirmaba una evolución en su<br />

personalidad. Lo sentí más tenso y más inquieto; su sangre, de súbito, golpeaba en el<br />

verde ramaje de sus venas.<br />

Y un día, conmigo, su inseparable, su amuleto, descendió a la playa de los esquifes,<br />

apartó una barca de tamaño regular, provista de una sola y cuadrada vela, y la escondió<br />

en los juncales. ¡Ay, cuánto hubiera deseado poder brincar sobre su pecho y manifestarle<br />

mi gratitud! ¡Nos iríamos, por Hathor y por San <strong>El</strong>oy, nos iríamos de Avalón, Limbo de la<br />

Caballería, archivo de pergaminos y de lentejuelas!<br />

Las brumas propias del canal que señala la frontera entre Inglaterra y Francia, se<br />

elevaban, vacilaban, ya arropando la isla de los encantamientos, ya desflecándose sobre<br />

sus colinas, sus arboledas y sus torres. Doquier, en los bosques de robles y abedules, por<br />

la margen de cuyos arroyos caminan los sauces nocturnos, resonaban los cuernos de<br />

caza y se levantaba el vuelo de los duros halcones. Presentí que había que aguardar y<br />

aguardé. Súbitamente vinieron al corral, en las primeras horas de la mañana, los<br />

escuderos de Godofredo de Anjou y de Sir Sagramour, el hermosísimo de Constantinopla,<br />

116 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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