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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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arribo con Dindi, y debo declarar que dejó a mil leguas de distancia, como regia pompa,<br />

al de Carlomagno, por más que a éste lo acompañaran el Duque Naimes, hijo del rey de<br />

Baviera, V Godofredo de Anjou, quienes inspiraron exuberantes entusiasmos entre los<br />

expertos en genealogía. Traían los ingleses, innegablemente, otra cosa; no había nada<br />

que hacer. Por lo pronto su presentación frente a la costa de la isla, tuvo una hermosura<br />

y una originalidad coreográficas, que sólo acierto a asimilar, en mi retentiva, con la<br />

teatral ceremonia que se desarrolló al trasladar a su tumba a la divina Nefertari (a quien<br />

por mi culpa, por mi grandísima culpa, tengo asaz olvidada, últimamente, en mis<br />

rememoraciones).<br />

Se deslizaba adelante, como un cisne negro, la nave real, tendida con lienzos enlutados y<br />

aparejada con velámenes fúnebres. Arthur revestía una armadura que brillaba cual si<br />

fuera de azabache, o si fuese un sacro escarabajo reluciente, y yacía sobre un mullido<br />

almadraque rojo, apoyada la cabeza en el regazo de Morgana; porque Morgana había ido<br />

en su busca (retengamos el detalle, que fascinó a los funcionarios del Protocolo de<br />

Avalón, y tengamos en cuenta asimismo que Arthur y ella eran hermanos). Pero no sólo<br />

Morgana sino tres reinas más, una de las cuales resultó Viviana, la Dama del Lago. Las<br />

cuatro coronadas, trajeadas de blanco y pintadas por la claridad de los diamantes,<br />

rodeaban al Rey recostado en el puente. Solemne, despaciosa, silenciosa, arrimóse la<br />

nave, y la muchedumbre agolpada en el fondeadero observó que Arthur difería<br />

fundamentalmente, tanto de los seres misteriosos del éter, del bosque y del agua, como<br />

de todos los que, venidos de la humana esfera, lo habían precedido en la isla. La causa<br />

fincaba en que el Rey de Gran Bretaña, por gracia y exención exclusivas, se destacaba<br />

como el sin par a quien se concedía el acceso a Avalón sin haber muerto. Estaba<br />

solamente malherido. Había caído en la batalla feroz de la llanura de Salisbury, víctima<br />

del hierro traidor de Sir Mordred, a quien logró ultimar, y las hadas de su amistad y<br />

familia se precipitaron a alzarlo, a lavarlo, a perfumarlo, a mimarlo, y ahora conducían al<br />

Rey vivo y descalabrado a la isla encantada, flotantes en el mar bonancible los lienzos<br />

que proclamaban su pesadumbre, por mucho que lo único que le tocaría hacer, durante<br />

el exilio cortesano, sería esperar en la inmortalidad hasta que sonase la hora de reinar de<br />

nuevo.<br />

Navegaba detrás, en conserva, semejantemente grave y enlutada, la galera de la Tabla<br />

Redonda, en cuyo centro, bajo los mástiles de oscuros pendones y gallardetes, venía la<br />

Reina Guenever, cuidada y halagada por la prez de los caballeros de Arthur: Sir<br />

Launcelot, Sir Gawain, Sir Galahad, Sir Bedivere, Sir Lucan..., todos ellos esbeltos y<br />

ajustados por ropas tétricas, prietas, brunas, ahumadas, cárdenas, oliváceas, plomizas,<br />

lo que hacía resaltar la suave palidez de la Reina y las teces de bronce de los paladines.<br />

Estáticos como bellísimas figuras de cera, callaban, y en su lugar los melancólicos laúdes<br />

tañidos en la cubierta se respondían lánguidamente, mientras que hacia la popa se<br />

aglomeraban las damas y los escuderos, teniendo por fondo una exorbitancia de<br />

superpuestos equipajes, que de inmediato difundieron la idea de que ese séquito<br />

luctuoso se disponía a variar la vestimenta a menudo.<br />

Atracaron ambas embarcaciones, y a Arthur lo descendieron en unas angarillas que<br />

sostenían Sir Launcelot, Sir Bedivere, Sir Gawain y Sir Sagramour, sobrino del<br />

Emperador de Constantinopla, quien continuaba siendo el más agraciado. Y entonces,<br />

con obvia evidencia por arte que Morgana aprendiera del mago Merlín, presenciamos un<br />

prodigio: a medida que los flamantes huéspedes hollaban el suelo de Avalón, se<br />

trastocaban los tintes lúgubres de sus ajuares, reemplazándolos por los colores de<br />

máxima alegría: el carmesí, el limón, el coralino, el verdegay, el índigo, el jacinto, el<br />

azul, el púrpura, el turquí; y simultáneamente, metamorfoseábanse las congojosas<br />

arboladuras y adornos de las naves, adquiriendo las mismas gamas y llenándose las<br />

banderas de heráldicos y movidos leones y grifos, en tanto que los laúdes dulcemente<br />

inconsolables dejaban paso a la rítmica marcialidad de los tambores.<br />

Adelantóse el Emperador a abrazar al Rey, produciéndose así el singular abrazo de un<br />

noble espectro y un noble herido. Esa circunstancia obligó a Carlomagno a inclinarse<br />

sobre la parihuela, y a rozar la frente de Arthur con su barba, excelso honor que se<br />

comentó en el Protocolo y entre los Doce, haciéndole exclamar al Arzobispo Turpin que<br />

114 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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