Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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gimiendo, daban espuela al galope. Me informé ulteriormente de que había alcanzado a<br />
los impíos y los había obligado a arrojarse al Ebro, donde perecieron arrastrados por el<br />
peso de las armas. A continuación, desquitados, llorando siempre con esporádicos<br />
vértigos, vapores y lipotimias, los intrépidos jinetes giraron y retomaron la ruta de<br />
Roncesvalles. Pero ya no estaban allí ni Roldan, ni Olivier, ni Turpín, ni los Pares, ni los<br />
héroes que a más aureolas y lauros se hicieron acreedores; estaban, sí, sus cuerpos, sus<br />
pobres cuerpos mal trillados, desgarrados, destrozados, descabezados; pero ellos no.<br />
Tampoco estaba yo; ni el menor rastro mío subsistía en aquel aciago desfiladero. No<br />
estábamos.<br />
Había sucedido que no bien la vocinglería y la trompetería se alejaron rumbo al Ebro,<br />
apremiando a los árabes y originando un estrépito tan poderoso que durante el resto de<br />
lo que voy a referir, a despecho de la distancia, persistió como un fondo de sordos<br />
truenos, se fue insinuando en la atmósfera un rumor distinto, que progresaba hacia<br />
donde hoy se eleva la capilla de Ibañeta, el punto exacto en el que había rodado yo. Sólo<br />
cuando los zumbidos se entremezclaron encima de los muchachos cuyos despojos se<br />
hacinaban en torno, discerní, enredadas con el trémulo susurro, unas vocecillas agudas<br />
que se interpelaban, como llamándose a través de la levedad de la brisa:<br />
—¡Moroné! ¡Mazaé! ¡Thiten! ¡Zillenik!<br />
Entonces, en la rosada incertidumbre del día que desalojaba a la noche, percibí los seres<br />
que volaban bisbiseando, y que en el primer momento confundí con una vibración de<br />
transparentes mariposas. Lo parecían, por colores y diseños de sus alas ligeras, pero<br />
entre ellas surgían unas bonitas, deliciosas cabezas que coronaban cabellos dorados,<br />
finísimos, abiertos en desorden y ondeantes en el aura del amanecer. Pudo ocurrírseme<br />
que eran ángeles, porque cuando acompañé a los Siete Durmientes, dentro de la caverna<br />
del monte Pion (y alguna experiencia adquirí acerca de esa celeste categoría), había<br />
varios cuyas alas recordaban las de las mariposas exóticas, mas al instante supe que<br />
aquellas criaturas que continuaban nombrándose como si gorjearan tenuemente —<br />
¡Thiten! ¡Moroné! ¡Zillenik! ¡Sayradé! ¡Mazaé!—, no eran ángeles sino hadas, y procedían<br />
del más misterioso de los mundos sobrenaturales. La sorpresa que me causó su gracia<br />
ingrávida, no me permitió interrogarme sobre su esencia; permanecí suspendido de sus<br />
vaporosas evoluciones, del mágico juego resultante del segundo en que uno de los rayos<br />
del sol naciente despertaba un matiz ignoto del temblor de un ala, u obtenía una forma<br />
peregrina de la sombra de otra, hasta que la luz se afirmó y, gradualmente, elaborando<br />
un espectáculo de incomparable fantasía, relució el aleteo colorido de las hijas del aire, y<br />
chisporroteó la dispersión de las piedras preciosas, cuya siembra soberbia e inútil titilaba<br />
sobre la patética inmovilidad de los jóvenes que habían sido la miel de Francia.<br />
Las hadas hendían el ambiente, que fue adquiriendo las tonalidades de los ópalos,<br />
aproximándose más y más a quienes, postrados, amortajábamos lujosamente con<br />
nuestros resplandores, el valle y el desfiladero. Detuviéronse por fin, palpitantes y fijas a<br />
escasa altura, a la manera de los colibríes, y como si mantuviesen un secreto<br />
conciliábulo; luego cada una descendió hacia uno de los Pares de Carlomagno, y en él se<br />
posó etérea, como un insecto bellísimo que se parase en la metálica corola de una flor<br />
oscura. Y aconteció la maravilla: de esos donceles, individualmente, se desprendieron<br />
otras tantas figuras idénticas, con sus yelmos y arreos, sólo que todo ello incólume y<br />
centelleante, lo mismo que sus caras y sus cuerpos, que habían recobrado la moceril e<br />
intacta elasticidad. Abrazáronse los aéreos seres, los valientes y las hadas, los cuales<br />
poseían ahora igual naturaleza, y levantaron vuelo, dejando en Roncesvalles, como<br />
vanos estuches vacíos, los cadáveres quebrantados que el Emperador y su hueste<br />
enterrarían con abundantes sollozos, ignorando que ni los Pares quedaban allí, ni<br />
quedaron en Blaye, en el sepulcro de la iglesia de San Román, Roldan y Olivier, los<br />
preferidos y más contribuyentes al surtidor de lágrimas. Se iban los verdaderos, los<br />
livianos y vitales Doce, por los itinerarios del cielo, pero antes de elevarse y desaparecer,<br />
un hada, Mazaé, la que estrechaba la palpitante forma del caballero Gérin, me advirtió en<br />
la confusión de tumultuosas panoplias y de muertos promiscuos que tapizaban la tierra y,<br />
estirando un brazo con pulcro donaire, me alzó y me agregó a su breve diadema. Así,<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 111<br />
<strong>El</strong> escarabajo