Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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talla y envergadura, y con el Olifante choqué contra sus piernas macizas, osé, guiado por las líricas comparaciones, escudriñar la famosa barba, y la verdad es que no la hallé ni tan blanca, ni tan florida como la cantaban los poetas, sino tenebrosa y maloliente, a causa de la prolongadísima falta de baño, y de que en ella hubiese fijado su morada cantidad de insectos, cuya insolencia la recorría, entre los cuales, perdóneme Khepri, descubrí hasta un escarabajo; pero apenas me arriesgué a indagar en sus ojos, comprendí que hasta ese momento jamás me había enfrentado con una mirada tan densa e intolerable, pues en los ojos de Ramsés, si representaba su papel divino, se insinuaba una nerviosa inseguridad, y en los de César, la incesante dosis sutil de ironía, restaba grandeza a la expresión, mientras que allá arriba, los ojos de Carlomagno resplandecían invictos, y hacían pensar en estrellas negras y en oscuros diamantes. Pendía sobre el pecho de Carlomagno su celebérrimo talismán, la ampolla que bajo un gran zafiro, entre esmeraldas, muestra un trocito de la Cruz de Nuestro Señor. Se puso Roldan de hinojos para besar la joya, y yo no torné a verla tan de cerca sino el año pasado, en una vitrina del tesoro de la catedral de Reims, donde concluyó su peregrinación de propietario en propietario, hasta que la Emperatriz Eugenia la donó. La estudié en esa última oportunidad desde el índice enguantado de Mrs. Vanbruck, recordando su relampagueo prodigioso, cuando se sacudía al galope encima de la cota de Carolus Magnus, durante las batallas. Con nosotros visitaba el tesoro la Duquesa de Brompton, quien entendió en su mal francés que los soberbios objetos sacros exhibidos detrás del cristal, estaban en venta, y pretendió comprar la reliquia para regalársela al turco que la acompañaba. Maggie salió profundamente extrañada y decepcionada de la catedral, dándole explicaciones al simpático turquito y, como siempre, quejándose de los franceses. La presencia de veinte mil exaltados devolvió su fogosidad a la anquilosada y desalentada hueste del Emperador. Ni una semana había corrido, desde que se juntaron los ejércitos, y ya nos apoderamos de Pamplona, conducidos por el vozarrón de Carlomagno, que ahora, contraria y paradójicamente, me parecía plagiar al ronco timbre de Berta, y por el alboroto de Roldan, sobre cuya pierna, pecho, brazo y espalda, el cuerno danzaba, tropezando de continuo, e incitándolo a redoblar la ofensiva destructora. Pero ni Roldan, ni Olivier, ni ninguno de los doce mozos a quienes el soberano había designado sus Pares, necesitaban hostigamiento. Como felinos que fuesen de hierro, luchaban. Se revolvían en sus corceles, trazando mortales molientes, y las cortadas cabezas volaban a su vera, como sangrientos pájaros multicolores, por el centelleo de las piedras preciosas embutidas en la fiereza de los yelmos. ¡Qué alegría! ¡Esto era pelear! La guerra flechera de Ramsés II, cumplida sobre frágiles, exquisitos carros saltarines, en Kadesh, en Dapur, resultaba asunto de bajorrelieve decorativo, tema para perfiles imperturbables y medidos primores (¿acaso no contribuía a ello la asistencia de mi propia, divina, impávida, intocable Nefertari?), comparada con este acometer brutal que exigía todas las dimensiones y un permanente bullir de los contrincantes, a cuyo coraje quemaba la combustión de la ira más abrasadora, como si la refriega desarrollase su amasijo en el interior de una olla colosal, donde hervían francos y sarracenos, caballos y armas, y en la que los borbotones reventaban con gritos furibundos. La entrada en Pamplona y el destrozo de Emires y Príncipes moros (y hasta, según se exageraba, de un Califa), dio a Carlomagno por bien servido, y le hizo renunciar a Zaragoza, la huraña. Lo que sucedía, probablemente, es que tanto a él como a sus mesnaderos, la llegada de los jóvenes les había infiltrado en el ánimo la nostalgia del hogar remoto, adormecida por el tiempo, y había avivado el deseo de terminar con las hostilidades y la devastación. Había que volver a casa, a los baños perfumados con hierbas aromáticas que serenarían la comezón de las barbas rasqueteadas; al amor (si funcionaba todavía) en blandos lechos; a los pajes portadores de fuentes opíparas, diariamente diversas. Con lo cumplido sobraba. Los infieles no osarían nunca más colarse a través de las montañas que dividían el territorio español del resto de Europa. El pretexto honorable fue que sus hijos ya se habían arriesgado con exceso, así que pese a las protestas de estos últimos, sedientos aún de heroísmo, de gimnasia histórica y de renombre, no hubo más remedio que acatar la orden imperial y preparar la repatriación. Consiguió Roldan doblegar la voluntad de su 108 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

talla y envergadura, y con el Olifante choqué contra sus piernas macizas, osé, guiado por<br />

las líricas comparaciones, escudriñar la famosa barba, y la verdad es que no la hallé ni<br />

tan blanca, ni tan florida como la cantaban los poetas, sino tenebrosa y maloliente, a<br />

causa de la prolongadísima falta de baño, y de que en ella hubiese fijado su morada<br />

cantidad de insectos, cuya insolencia la recorría, entre los cuales, perdóneme Khepri,<br />

descubrí hasta un escarabajo; pero apenas me arriesgué a indagar en sus ojos,<br />

comprendí que hasta ese momento jamás me había enfrentado con una mirada tan<br />

densa e intolerable, pues en los ojos de Ramsés, si representaba su papel divino, se<br />

insinuaba una nerviosa inseguridad, y en los de César, la incesante dosis sutil de ironía,<br />

restaba grandeza a la expresión, mientras que allá arriba, los ojos de Carlomagno<br />

resplandecían invictos, y hacían pensar en estrellas negras y en oscuros diamantes.<br />

Pendía sobre el pecho de Carlomagno su celebérrimo talismán, la ampolla que bajo un<br />

gran zafiro, entre esmeraldas, muestra un trocito de la Cruz de Nuestro Señor. Se puso<br />

Roldan de hinojos para besar la joya, y yo no torné a verla tan de cerca sino el año<br />

pasado, en una vitrina del tesoro de la catedral de Reims, donde concluyó su<br />

peregrinación de propietario en propietario, hasta que la Emperatriz Eugenia la donó. La<br />

estudié en esa última oportunidad desde el índice enguantado de Mrs. Vanbruck,<br />

recordando su relampagueo prodigioso, cuando se sacudía al galope encima de la cota de<br />

Carolus Magnus, durante las batallas. Con nosotros visitaba el tesoro la Duquesa de<br />

Brompton, quien entendió en su mal francés que los soberbios objetos sacros exhibidos<br />

detrás del cristal, estaban en venta, y pretendió comprar la reliquia para regalársela al<br />

turco que la acompañaba. Maggie salió profundamente extrañada y decepcionada de la<br />

catedral, dándole explicaciones al simpático turquito y, como siempre, quejándose de los<br />

franceses.<br />

La presencia de veinte mil exaltados devolvió su fogosidad a la anquilosada y<br />

desalentada hueste del Emperador. Ni una semana había corrido, desde que se juntaron<br />

los ejércitos, y ya nos apoderamos de Pamplona, conducidos por el vozarrón de<br />

Carlomagno, que ahora, contraria y paradójicamente, me parecía plagiar al ronco timbre<br />

de Berta, y por el alboroto de Roldan, sobre cuya pierna, pecho, brazo y espalda, el<br />

cuerno danzaba, tropezando de continuo, e incitándolo a redoblar la ofensiva destructora.<br />

Pero ni Roldan, ni Olivier, ni ninguno de los doce mozos a quienes el soberano había<br />

designado sus Pares, necesitaban hostigamiento. Como felinos que fuesen de hierro,<br />

luchaban. Se revolvían en sus corceles, trazando mortales molientes, y las cortadas<br />

cabezas volaban a su vera, como sangrientos pájaros multicolores, por el centelleo de las<br />

piedras preciosas embutidas en la fiereza de los yelmos. ¡Qué alegría! ¡Esto era pelear!<br />

La guerra flechera de Ramsés II, cumplida sobre frágiles, exquisitos carros saltarines, en<br />

Kadesh, en Dapur, resultaba asunto de bajorrelieve decorativo, tema para perfiles<br />

imperturbables y medidos primores (¿acaso no contribuía a ello la asistencia de mi<br />

propia, divina, impávida, intocable Nefertari?), comparada con este acometer brutal que<br />

exigía todas las dimensiones y un permanente bullir de los contrincantes, a cuyo coraje<br />

quemaba la combustión de la ira más abrasadora, como si la refriega desarrollase su<br />

amasijo en el interior de una olla colosal, donde hervían francos y sarracenos, caballos y<br />

armas, y en la que los borbotones reventaban con gritos furibundos. La entrada en<br />

Pamplona y el destrozo de Emires y Príncipes moros (y hasta, según se exageraba, de un<br />

Califa), dio a Carlomagno por bien servido, y le hizo renunciar a Zaragoza, la huraña. Lo<br />

que sucedía, probablemente, es que tanto a él como a sus mesnaderos, la llegada de los<br />

jóvenes les había infiltrado en el ánimo la nostalgia del hogar remoto, adormecida por el<br />

tiempo, y había avivado el deseo de terminar con las hostilidades y la devastación. Había<br />

que volver a casa, a los baños perfumados con hierbas aromáticas que serenarían la<br />

comezón de las barbas rasqueteadas; al amor (si funcionaba todavía) en blandos lechos;<br />

a los pajes portadores de fuentes opíparas, diariamente diversas. Con lo cumplido<br />

sobraba. Los infieles no osarían nunca más colarse a través de las montañas que dividían<br />

el territorio español del resto de Europa. <strong>El</strong> pretexto honorable fue que sus hijos ya se<br />

habían arriesgado con exceso, así que pese a las protestas de estos últimos, sedientos<br />

aún de heroísmo, de gimnasia histórica y de renombre, no hubo más remedio que acatar<br />

la orden imperial y preparar la repatriación. Consiguió Roldan doblegar la voluntad de su<br />

108 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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