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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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la desventurada Malilini, enloquecida ante el duelo de Yerko y Yakali; sin<br />

menospreciar al de Mrs. Dolly Vanbruck, que se agitó por muchos hombres<br />

complacientes y costosos, en especial italianos. Partimos, y Roldan iba al frente de<br />

veinte mil donceles no mayores que él. íbamos a España, a combatir, a secundar a<br />

Carlomagno y a los padres de esos mancebos, que allá luchaban contra los moros, y que,<br />

en pos de su soberano, habían desertado sus hogares, sus castillos y sus casas<br />

solariegas, en sitios apartados de Europa, para destruir a los infieles invasores,<br />

desgarrándose de sus esposas y de sus niños, de sus hijos que ahora atravesaban<br />

Francia, a su turno, de uno a otro extremo, ávidos por desvirgar sus armas<br />

impacientes. ¡Qué admirables días! Si nuestro paso estremecía las ciudades, las damas<br />

más circunspectas y las damiselas más púdicas, a ambos lados formaban un doble seto<br />

vivo, perdida la compostura por el entusiasmo que provocaba el desfilar sin término de<br />

ese torrente retumbante de muchachos que cabalgaban y caminaban a la guerra.<br />

Nunca imaginaron que existieran tantos muchachos en el mundo, lo mismo que nunca<br />

imaginaron los hambrientos que existiera en un solo cuerpo tanta carne como la que<br />

en el suyo convocaba Zoe. A los héroes en cierne, el mujerío los coronaba de flores y<br />

laurel, y ellos continuaban su marcha hacia el sur, impertérritos, porque cada uno<br />

llevaba, junto con el anhelo de ganar pronta gloria, la imagen de una niña que había<br />

quedado atrás, orando y tejiendo un tapiz, día a día más lejana, inmaterial y hermosa.<br />

Reconozco que a mi sensual escepticismo, que golpeaba contra el muslo de Roldan, le<br />

asombraba la pureza de esa actitud, pero los muchachos procedían así en aquella<br />

época, y contra el arraigo de las costumbres no hay nada que hacer.<br />

Además creo que tanta castidad reunida superponía un tinte, un esmalte particular, al<br />

lustre de los vibrantes arreos y de los gofalones y banderines irisados que sobre nuestras<br />

cabezas flameaban, en medio del entrechoque tenaz de los aceros, y del clamor de las<br />

trompas y de los relinchos, que contrastaba con el silencio inconmovible del orgulloso<br />

Olifante. <strong>El</strong> ejército desafió los Pirineos traidores, y penetró en España hasta las<br />

márgenes del Ebro, donde se produjo la conjunción de las dos fuerzas: la de los padres,<br />

que encabezaba Carlomagno, a quien, aunque todavía era Rey, llamaré Emperador, pues<br />

poco le faltaba para serlo; y la de los jóvenes, que comandaba Roldan, el del Olifante;<br />

Roldan, el de los recios brazos, las firmes piernas y la ahusada cintura; el de los<br />

músculos férreos como su intacta espada Durandal.<br />

No esperaban los de la anterior generación el arribo del insólito refuerzo que su propia<br />

sangre les traía. Conmovidos hasta las lágrimas, asombrados por lo mucho que habían<br />

crecido y cambiado sus vástagos, de quienes se despidieran en los regazos de sus<br />

respectivas madres, al principio del reencuentro el desconcierto cundió en ambos bandos,<br />

porque como la fotografía no se había inventado aún, y no abundaban los retratistas<br />

pintores, tardaron los hijos en establecer qué padres les correspondían, y los padres en<br />

distinguir a sus hijos con los resultantes errores, desilusiones y sorpresas, ya que más de<br />

uno hubiese preferido que le tocase el hijo o el padre del vecino, pero por fin se ordenó,<br />

cada uno cayó en los brazos apropiados, y menudearon las preguntas, sobre todo de los<br />

mayores a los menores, a propósito de sus damas legítimas que apenas rememoraban<br />

ya. En cambio lo que los muchachos ansiaban saber concernía a esa guerra que había<br />

costado tantas vidas y tantos años. Las noticias no eran demasiado buenas: el Ebro se<br />

estiraba ante sus ojos como una móvil muralla infranqueable, detrás de la cual,<br />

apretujada en las almenas de Zaragoza, la idólatra morisma les hacía burlas.<br />

Después de Ramsés II y de Julio César, me ofreció Carlomagno la estampa<br />

impresionante de un gran hombre. Su parecido con su hermana era evidente, mas<br />

reducía a la madre de Roldan a caricatura. Yo lo había oído alabar a menudo, durante el<br />

viaje de los gitanos, a los juglares andariegos que de tanto en tanto se sumaban a los<br />

carros, entre dos etapas, y distraían los anocheceres del camino, entonando unos versos<br />

al compás de los arañazos a la viola y de los maullidos del tosco violín. Entonces la<br />

gigantesca silueta del anciano monarca elevaba su monolítico aspecto junto al culebreo<br />

rojo de la hoguera. Le cubría hasta el ombligo la flotante barba florida, en cuyo alto se<br />

encendían los carbones de los ojos. Cuando abrazó a su sobrino, a quien aventajaba en<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 107<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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