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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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estando ausentes la Tartamuda y Eudoxia, que recorrían fatigosas distancias en los<br />

alrededores, dedicadas a proponer la compra de sus hilados, fui testigo de cómo sedujo<br />

el picaro la mente infantil de la joven, con el relato fantástico de la existencia que<br />

gozaban él y sus hermanos vagabundos, al cruzar el mundo entero en los carros alegres<br />

y musicales. Entretanto, sus compinches sondeaban el interior de la morada, aguzaban la<br />

ávida vista y la posaban especialmente en mí. Insensiblemente, los monólogos a medias<br />

escuchados del fornido truhán, un tal Yerko de pómulos sombreados por el azul de las<br />

pestañas, me hicieron recordar la parla encantadora del pintor, en tiempos en que<br />

hechizaba a la Tartamuda. Repetíase, en la segunda generación, la trampa aleve, pero no<br />

entendía yo qué podía buscar el gitano en esa oportunidad, ya que Zoe ni dinero tenía ni<br />

esperanzas de heredarlo. Tampoco lo presentí la noche en que los cíngaros partieron.<br />

Dormían la madre y su hija menor, cansadas de la caminata, a la hora en que Yerko y<br />

dos cómplices se colaron en la casa, afelpados, silenciosos corno gatos, rumbearon hasta<br />

donde los aguardaba la agitada Zoe, de lo que inferí que era menos tonta de lo que<br />

parecía, y con su preciosa y monumental carga salieron, como si acarreasen un pesado<br />

mueble, lográndolo sin derribar un objeto, sin que se les escurriera de los brazos, sin<br />

provocar un ruido, lo que yo hubiera jurado que era inverosímil, pero todavía ignoraba la<br />

habilidad sutil de esa gente, y atrapándome de paso a mí, que ni de un segundo dispuse<br />

para darle mi adiós a la Santa Virgen restaurada.<br />

Al punto empezó nuestra marcha hacia el centro de Europa. Detestaban los «chinganiés»<br />

los viajes marítimos, por lo cual lo que anduvimos se hizo sobre la sólida tierra, fuera de<br />

la corta travesía del Bosforo. En Grecia entramos por Macedonia y proseguimos adelante,<br />

costeando el Adriático. Componían la caravana tres carromatos y un carro que conducía<br />

plegadas tiendas y el revoltijo piramidal de mil absurdos enseres. Fue menester adquirir<br />

un cuarto vehículo para albergar a Zoe, lo que no se consiguió sin frenéticas disputas de<br />

la tribu. Por fin en él la ubicaron, le uncieron una yunta de bueyes, y así se completó el<br />

grupo trashumante, que rodeaba una nube de chillidos y de perros, y que alborotaba las<br />

aldeas, instalándose aquí y allá, en el indeciso itinerario, a fin de renovar las ofertas<br />

comerciales de piedras coloridas, de caballos, de asnos y de forjas; la exposición de<br />

monos y de enanos; y los gimnásticos saltos de la volatinería. La novedad lineó en que<br />

ahora, a esas atracciones y a las de predecir el futuro y curar hechizos se adicionó la<br />

presentación triunfal de Zoe, en su propio carro, al que habían acondicionado de suerte<br />

que se le quitaba una de las armazones laterales, con el propósito de mostrar a la<br />

muchacha en la plenitud de su esplendor, derramada en un diván oriental, entre burdos<br />

ornatos de fantasía chinesca y árabe. Estaba casi desnuda, con unos collares de bolas<br />

policromas y un faldellín escarlata y áureo por único vestido, y al principio no hizo más<br />

que llorar y llorar, no obstante los halagos de Yerko, que le prodigaba dulces y caricias, y<br />

no obstante la paralela admiración y el asombro de las distintas poblaciones medio<br />

famélicas que frente a ella desfilaban chupándose los dientes, y que no se decidían a<br />

creer que existiese tañía carne reunida en una sola mujer, al extremo de que hubiera que<br />

alejarlos a empellones y gritos, para que no sucumbieran a la tentación de tocarla.<br />

Agotó Yarko los recursos tendientes a aplacar el llanto paquidérmico que los viejos de la<br />

familia consideraban de mal agüero, y que el público podía imputar a los tratos crueles<br />

que se infligían a la colosal esclava, lo cual no era cierto, pues devoraba como un león, y<br />

en los momentos en que no lloraba dormía plácidamente, hasta que el gitano se acordó<br />

de mí, que yacía en el fondo de un cofre entre un montón de hurtadas preseas; me hizo<br />

girar y brillar delante de Zoe; me puso en la punta de su gordo meñique izquierdo, y<br />

resultó el remedio insustituible, ya que ipso facto cesaron los sollozos, hipos y gimoteos,<br />

a los que reemplazó una sonrisa extraviada en el semblante orondo y redondo, y la hija<br />

de la Tartamuda me besó amorosamente. Desde entonces no me separé de ella. Luego<br />

de exhibir los libertinajes modestos de los monos y de los enanos, y de que los<br />

equilibristas habían realizado sus piruetas sobre las cabezas de los concurrentes, eran<br />

guiados éstos al carro de Zoe, donde se les serviría el plato fuerte de la función. Yerko se<br />

arremangaba y descubría en ambos brazos sendas esfinges azules, que simulaban ser<br />

tatuajes y que él mismo repintaba semanalmente; a continuación descorría el pobre<br />

cortinaje abigarrado, y en el teatrillo se manifestaba la pompa opulenta de Zoe. Con una<br />

102 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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