Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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ocupaba de brillar como una gran luciérnaga, consciente de que la familia prefería atribuir su adelanto a mis herméticas facultades, y no imputarlo a su insensibilidad, a su avaricia o a su sofocación de cualquier remordimiento mercantil. La ambiciosa que casó con el nieto de Exacustodio produjo sólo una hija, obedeciendo a la ley que impone que las familias, a medida que progresan en la escala mundana, reduzcan el número de sus vástagos. Por desgracia, algo rara le salió, a culpa del bocio, la pelagra y la tartamudez. Como era rica, los padres esperaban que surgiera algún pretendiente, y nos suplicaban que lo hallásemos, a la Virgen y a mí. Por fin, cuando la doncella se despedía de los treinta y cinco años, apareció uno, raro también. Debía contar diez años menos; era bajo, escuálido, bizqueaba como nuestra imagen y se presentó una mañana, tan cubierto el rostro de ásperos pelos sucios, que resultaba difícil pronunciarse sobre la existencia y el mérito exactos de su boca y de su nariz. Tampoco fue holgado clasificarlo socialmente, porque si bien su traza, desgarrada y hambrienta, sugería al pordiosero, su proclamada calidad de pintor lo desubicaba entre los labriegos, desconcertados y codiciosos. Declaró llamarse Nicéforo y haber aprendido su profesión desde la infancia, en un monasterio de los alrededores de Constantinopla. Luego abundó en detalles acerca de su vida en esa ilustre ciudad, y si engañó con sus embustes y exageraciones a los palurdos provincianos, al Escarabajo no lo engañó, pues yo rebosaba, ya entonces, de peregrinante experiencia. Los deslumbró contándoles maravillas de la Corte y, de paso, de su propia personalidad; de Teodora, la Emperatriz venida del circo y de la prostitución, muerta hacía tres años y todavía, en el último lustro, fascinante; de Justiniano, el Basileus, de cómo, estimulados por él, llegaban a Bizancio los productos de China, de la India y de Persia, sedas, sahumerios, piedras preciosas, especias ardientes y perfumadas; de que los emperadores le encargaban que pintase esto y aquello; Nicéforo se emplazó a sí mismo en medio de esos tesoros exóticos, pintando a la cera, a la encáustica, cubriendo muros con frescos o iluminando manuscritos; hasta que variaron las cosas, por celos de los propios monjes que lo habían enseñado y guiado; las órdenes imperiales dejaron de tomarlo en cuenta; las comisiones religiosas prefirieron la técnica del mosaico, que él juzgaba inferior y no poseía; la fortuna se apartó, abandonándolo; lo persiguieron con humillaciones insoportables y no cejó, puesto que era un artista, y un artista tiene una misión que cumplir; dejó atrás las murallas de la falaz Bizancio y salió en pos de la fugitiva suerte; anduvo... anduvo... conoció ciudades y pueblos... estaba muy cansado... Las habitaciones que, de acuerdo con la evolución familiar, habían acrecentado su número, prestaron eco a las palabras del peludísimo y mugriento orador, y pareció que ganaban magnificencia, por contagio de tanto lujo y de tanta orgullosa desventura. Algunas vecinas se habían puesto a la ventana y escuchaban, boquiabiertas. De repente, Nicéforo advirtió en el ángulo, encima de mí, la mal encarada imagen. Se le plantó delante; y sin que ninguno de los presentes acertase a reaccionar, con la uña del índice derecho, negra y larga, raspó la faz que, a medias saltada y resquebrajada, cedió bajo su raedura y se borró, dejando al descubierto la plancha de madera tosca. Sólo en ese momento, perpetrada la destrucción, levantóse la unánime grita horrorizada de parientes y comadres; pero el puercoespín continuó impertérrito su tarea, indiferente a la algarabía. Del atado que de su hombro colgaba, extrajo pincel y colores, y en quince minutos, donde previamente se torcía una estrábica faz descompuesta, fuese formando un semblante que no sería notable, ni siquiera bonito, pero que comparado con el precursor, movía al agradecimiento, porque como fruto de su intervención no quedó allí más bizco que Nicéforo. La Tartamuda se emocionó hasta tal punto que arrancó la tabla de manos del pintor y la abrazó amorosamente, con el efecto de quedar embadurnada y de exigirle a la imagen más retoques. Canturrearon en torno las asombradas preces, cuantío la embellecida Nuestra Señora regresó a su rincón, y todos se arrodillaron, rogándole a la nueva Virgen que los protegiera. Por supuesto, a mí me había convenido el trabajo remozador del Nicéforo, pues reconozco que la preexistente figura me espantaba, pero presentí que a partir de ese momento la calma concluía y, ante la duda Manuel Mujica Láinez 99 El escarabajo
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ocupaba de brillar como una gran luciérnaga, consciente de que la familia prefería<br />
atribuir su adelanto a mis herméticas facultades, y no imputarlo a su insensibilidad, a su<br />
avaricia o a su sofocación de cualquier remordimiento mercantil.<br />
La ambiciosa que casó con el nieto de Exacustodio produjo sólo una hija,<br />
obedeciendo a la ley que impone que las familias, a medida que progresan en la escala<br />
mundana, reduzcan el número de sus vástagos. Por desgracia, algo rara le salió, a culpa<br />
del bocio, la pelagra y la tartamudez. Como era rica, los padres esperaban que surgiera<br />
algún pretendiente, y nos suplicaban que lo hallásemos, a la Virgen y a mí. Por fin,<br />
cuando la doncella se despedía de los treinta y cinco años, apareció uno, raro también.<br />
Debía contar diez años menos; era bajo, escuálido, bizqueaba como nuestra imagen y se<br />
presentó una mañana, tan cubierto el rostro de ásperos pelos sucios, que resultaba difícil<br />
pronunciarse sobre la existencia y el mérito exactos de su boca y de su nariz. Tampoco<br />
fue holgado clasificarlo socialmente, porque si bien su traza, desgarrada y hambrienta,<br />
sugería al pordiosero, su proclamada calidad de pintor lo desubicaba entre los labriegos,<br />
desconcertados y codiciosos.<br />
Declaró llamarse Nicéforo y haber aprendido su profesión desde la infancia, en un<br />
monasterio de los alrededores de Constantinopla. Luego abundó en detalles acerca de su<br />
vida en esa ilustre ciudad, y si engañó con sus embustes y exageraciones a los palurdos<br />
provincianos, al <strong>Escarabajo</strong> no lo engañó, pues yo rebosaba, ya entonces, de<br />
peregrinante experiencia. Los deslumbró contándoles maravillas de la Corte y, de paso,<br />
de su propia personalidad; de Teodora, la Emperatriz venida del circo y de la<br />
prostitución, muerta hacía tres años y todavía, en el último lustro, fascinante; de<br />
Justiniano, el Basileus, de cómo, estimulados por él, llegaban a Bizancio los productos de<br />
China, de la India y de Persia, sedas, sahumerios, piedras preciosas, especias ardientes y<br />
perfumadas; de que los emperadores le encargaban que pintase esto y aquello; Nicéforo<br />
se emplazó a sí mismo en medio de esos tesoros exóticos, pintando a la cera, a la<br />
encáustica, cubriendo muros con frescos o iluminando manuscritos; hasta que variaron<br />
las cosas, por celos de los propios monjes que lo habían enseñado y guiado; las órdenes<br />
imperiales dejaron de tomarlo en cuenta; las comisiones religiosas prefirieron la técnica<br />
del mosaico, que él juzgaba inferior y no poseía; la fortuna se apartó, abandonándolo; lo<br />
persiguieron con humillaciones insoportables y no cejó, puesto que era un artista, y un<br />
artista tiene una misión que cumplir; dejó atrás las murallas de la falaz Bizancio y salió<br />
en pos de la fugitiva suerte; anduvo... anduvo... conoció ciudades y pueblos... estaba<br />
muy cansado...<br />
Las habitaciones que, de acuerdo con la evolución familiar, habían acrecentado su<br />
número, prestaron eco a las palabras del peludísimo y mugriento orador, y pareció que<br />
ganaban magnificencia, por contagio de tanto lujo y de tanta orgullosa desventura.<br />
Algunas vecinas se habían puesto a la ventana y escuchaban, boquiabiertas. De repente,<br />
Nicéforo advirtió en el ángulo, encima de mí, la mal encarada imagen. Se le plantó<br />
delante; y sin que ninguno de los presentes acertase a reaccionar, con la uña del índice<br />
derecho, negra y larga, raspó la faz que, a medias saltada y resquebrajada, cedió bajo<br />
su raedura y se borró, dejando al descubierto la plancha de madera tosca. Sólo en ese<br />
momento, perpetrada la destrucción, levantóse la unánime grita horrorizada de parientes<br />
y comadres; pero el puercoespín continuó impertérrito su tarea, indiferente a la<br />
algarabía. Del atado que de su hombro colgaba, extrajo pincel y colores, y en quince<br />
minutos, donde previamente se torcía una estrábica faz descompuesta, fuese formando<br />
un semblante que no sería notable, ni siquiera bonito, pero que comparado con el<br />
precursor, movía al agradecimiento, porque como fruto de su intervención no quedó allí<br />
más bizco que Nicéforo. La Tartamuda se emocionó hasta tal punto que arrancó la tabla<br />
de manos del pintor y la abrazó amorosamente, con el efecto de quedar embadurnada y<br />
de exigirle a la imagen más retoques. Canturrearon en torno las asombradas preces,<br />
cuantío la embellecida Nuestra Señora regresó a su rincón, y todos se arrodillaron,<br />
rogándole a la nueva Virgen que los protegiera. Por supuesto, a mí me había convenido<br />
el trabajo remozador del Nicéforo, pues reconozco que la preexistente figura me<br />
espantaba, pero presentí que a partir de ese momento la calma concluía y, ante la duda<br />
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