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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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sucesor de Constantino el Grande, estaba ahora en la cueva de los Siete Durmientes,<br />

donde se acomodó en un cojín que sobre una piedra le colocaron, mientras que el resto<br />

continuaba de hinojos.<br />

Puesto que no podía evitar ser el Emperador, agradeció a los jóvenes su milagro, en<br />

nombre del Imperio y, obligado a ello por su oficio y por las actuales desazones con él<br />

vinculados, los sometió a un interrogatorio relativo a la ciencia de Dios y de sus<br />

atributos. Los pobrecitos nada sabían de tales cosas. Teodosio estaba habituado, por su<br />

trato constante con monjes calígrafos y con profesores de la Universidad de<br />

Constantinopla, al desmenuzamiento de esos temas peliagudos, causa de heterodoxias y<br />

de concilios, de destierros y de revoluciones, así que con la mayor naturalidad, por ser un<br />

asunto que en su entorno se examinaba continuamente, les preguntó si a su juicio existía<br />

una independencia absoluta de la naturaleza humana de Cristo, tanto antes como<br />

después de su unión con su naturaleza divina, o si existía una preponderancia de la<br />

divina sobre la humana, hasta el punto de terminar por absorberla, de lo que cabe<br />

deducir que la sustancia de Cristo es divina solamente. Los muchachos lo escucharon sin<br />

entender ni una jota del arduo problema, se observaron entre sí y, como de común<br />

acuerdo, elevaron las diestras saludadoras, a semejanza del San Gabriel de la Galería de<br />

los Uffizzi, y se redujeron a un tiempo a siete montoncitos de ceniza: fue cuanto subsistió<br />

de los cuerpos armoniosos de lámblico, Maximiano, Marciano, Constantino, Dionisio,<br />

Serapio y Juan que a los doscientos años sólo representaban dieciséis: siete montoncitos<br />

de aromática ceniza y algunas migas de la hogaza del panadero.<br />

—¡Milagro, milagro! —clamaron la corte, los efesios y sobre todo Adolio, dueño de la<br />

caverna y de sus alrededores.<br />

<strong>El</strong> Emperador Teodorio se hincó sobre las pedrerías de su túnica, y los siete Angeles de la<br />

Guarda emprendieron vuelo, raudos: cada uno transportaba lo que parecía ser una<br />

pequeña lámpara encendida, y yo inferí que eran !as almas de mis siete queridos<br />

dormilones (me alegró notar que Amable, que llevaba la lámpara de lámblico, también<br />

llevaba la de Qitmir).<br />

Entonces el Basileus besó el suelo; irguió su mediana estatura en el exceso de su lujo y<br />

más que nunca se hubiera dicho que había sido confeccionado con mosaicos aéreos y<br />

multicolores:<br />

—¡Milagro, milagro! —proclamó—. ¡He ahí el tesoro! Traed siete vasos de alabastro y<br />

poned en ellos las bienaventuradas cenizas. Recoged las reliquias restantes, para las<br />

cuales mandaré laborar un arca cubierta con las gemas más ricas del Palacio Sacro. Hoy,<br />

27 de julio, nos proponemos obtener que la Iglesia celebre la festividad de los Siete<br />

Durmientes de Éfeso.<br />

Las reliquias consistían en los cabellos, los calzoncillos, las camisetas, las sandalias y en<br />

mí mismo, que descollaba sin duda como lo más importante. Sin embargo, cuando le<br />

fueron presentando al soberano, uno a uno, aquellos santos residuos, entre los cuales<br />

con sobrado derecho yo me incluía, Teodosio, que posó sus labios reverentes en las<br />

sucesivas prendas, al tocarme el turno me repelió.<br />

—¿Qué es esto? —dijo, inspeccionándome—. ¿De dónde proviene?<br />

—Es una sortija —le aclaró el Gobernador Antipater—, que uno de los mártires lucía en el<br />

dedo.<br />

—Imposible —dictaminó Teodosio, moviendo las manos deslumbrantes de sellos y de<br />

camafeos—, los mártires no usan sortijas. Y mirad: es un escarabajo, y para peor,<br />

egipcio. Un amuleto del Demonio...<br />

Pero, ¿qué se había creído el desgraciado, por muy Emperador de Bizancio que fuese?<br />

¡Referirse a mí así, lo mismo que el ermitaño incompetente del Tíber! ¡Ah, qué rabia<br />

contra la mordaza congénita que me impide hablar!<br />

Él, entretanto, seguía dándome vueltas y asestando unos ojos de loco a la inscripción<br />

que en mi reverso identifica la magnificencia de mi origen. <strong>El</strong> Obispo Estéfano se<br />

adelantó e, inclinándose al regio oído con demasiada familiaridad, susurró:<br />

—Para estos casos existe el agua bendita.<br />

Ipso facto mandó colmar una vasija de agua; trazó sobre ella la señal de la cruz, y luego,<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 95<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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