Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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así que no nos quedó más remedio que encaminarnos a la ciudad de Artemisa, mientras<br />
que los seis restantes se bañaban, chapoteaban, jugueteaban, hermosísimos,<br />
botticellescos, y lavaban sus camisetas y calzoncillos en la cercana vertiente.<br />
Nos descolgamos por las peñas y vericuetos del flanco del monte, con Qitmir. Seguíamos,<br />
invisible para lámblico, el ángel Amable, quien había adoptado unas maneras monjiles,<br />
hundidas ambas manos en las mangas flotantes de la túnica, y los labios sin cesar<br />
movidos por la oración. A medida que nos allegábamos a Éfeso y a su agora, advertimos<br />
señales extrañas, que contradecían los símbolos previos, porque cada casa ostentaba,<br />
pintada en la puerta o elevada en el frente, una cruz.<br />
—Éstas son invenciones de nuestros padres para atraparnos —murmuró el joven—, mas<br />
no nos atraparán<br />
Al atravesar el agora muy poblada, hacia la panadería, tapándose mi señor el rostro,<br />
oímos jurar por Cristo a un individuo de vozarrón tremendo que dominaba el centro de<br />
un grupo, lo que redobló el sobresalto de lámblico. Noté que Amable algo pretendía<br />
decirle, no lo lograba y se resignaba, suspirando, a reasumir su aire compungidamente<br />
piadoso. Entramos en el negocio del panadero, pidió lámblico una hogaza, y cuando pagó<br />
con la moneda de Marciano, se inició la barahúnda. <strong>El</strong> comerciante contempló el anverso<br />
y el reverso, deletreó la inscripción que rodeaba el perfil imperial y, aun sin ser un<br />
especialista en numismática, exclamó que aquello le resultaba harto antiguo, y preguntó<br />
de dónde la había sacado. Replicó el muchacho que sólo se trataba de una moneda<br />
acuñada con la efigie de Decio, el Emperador reinante. Replicóle el panadero que no<br />
mintiera, que él no sabía de ningún Decio, que de cualquier modo tal no era el<br />
Emperador, sino Teodosio II, y que además aquel besante de oro (al cual mordió)<br />
le parecía dudoso, en manos de un mocito vestido tan modesta y desabrigadamente.<br />
Quiso lámblico argüirle, pero en ese momento se metió en la tahona un viejo, suegro,<br />
por lo que se oyó del de la panadería, que al pronto terció en la disputa; mordió el metal<br />
con menos ahínco que el otro; lo arrimó a sus ojos miopes hasta rozarlo con las<br />
pestañas; declaró que Decio, Decius, había muerto hacía muchísimo tiempo y,<br />
apagando la entonación, avanzó la idea de que probablemente el rapaz había<br />
desenterrado un tesoro. En el mismo instante, mi color lo atrajo al anular de lámblico;<br />
me señaló el viejo con malsano júbilo a su boquiabierto yerno, y sostuvo que yo,<br />
una alhaja valiosa, confirmaba la noticia de la oculta riqueza imaginaria, y hasta forcejeó<br />
y pretendió arrancarme del dedo de mi amo, a pesar de los saltos y ladridos del airado<br />
Qitmir. Luego empeñó su palabra de que tanto el panadero como él se comprometían a<br />
guardar el silencio más absoluto y a ayudar a su querido visitante a encubrir su hallazgo,<br />
siempre que les permitiera compartirlo, pues de lo contrario se verían obligados a<br />
entregarlo a la autoridad. Por descontado, el honesto amasador de harina accedió con<br />
entusiasmo a la combinación, pero tropezó con las negativas del ex Durmiente, quien<br />
repetía que ése era su único capital, y con los amenazadores gruñidos del slughi.<br />
Furiosos, descartada la pingüe perspectiva de la complicidad, pusiéronse a lanzar<br />
denuestos el panadero y el anciano, lo que convocó un público curioso y numeroso, el<br />
cual, al entender de qué se trataba, y al ver relampaguear la moneda en manos<br />
del clueco aullante y el pan enorme que blandía su hijo político, les sumó su clamoreo,<br />
en tanto que las palabras «tesoro, tesoro, tesoro», rebotaban hacia las romanas<br />
arquitecturas del agora superior, su palestra, sus baños y su odeón, de donde acudió<br />
más y más gente alborozada, gritando desde lejos: —¡Tesoro, tesoro, tesoro!<br />
Hallábanse en la plaza el Gobernador Antipaler y el Obispo Estéfano, quienes<br />
comprobando que todos los abandonaban y escapaban rumbo a la panadería,<br />
arremangaron las faldas de sus solemnes vestiduras y echaron a correr detrás, entre los<br />
plateados reflejos de las picas de la escolta. Entorpecía la entrada del negocio tal<br />
multitud, que tuvo la soldadesca que abrirles camino a lanzazos, de suerte que los jefes<br />
civil y religioso de Éfeso entraron en la casa en medio de ayes y empellones, para<br />
enfrentarse allí con el espectáculo ofrecido por lámblico, acusado de haber descubierto<br />
pilas de monedas y de joyas, y de rehusar su entrega; del tahonero y el viejo, berreando<br />
que a ellos les correspondía una parte, pues era suya la acusación; de Qitmir, cuyos<br />
ladridos hubo que acallar atándole un pañuelo en el hocico, y eso que los limitados<br />
92 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo