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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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fuego? Huían, apretados, los pasajeros de la hoguera aeronáutica. Se fueron... se<br />

fueron... se esfumó en la distancia el triple incendio móvil del carro, de la armadura y de<br />

las trompetas; el bosque de mandragoras desapareció; cada Ángel de la Guarda cogió la<br />

mano de su adolescente extraviado y, musitándole palabras cariñosas, los devolvieron a<br />

la cueva, que se cerró una vez más.<br />

Ya no nos atormentarían los monstruos. Habían aprendido su lección. Durmieron, de dos<br />

en dos, los Durmientes; sus Guardianes los guardaron, y durante mucho tiempo<br />

analizaron y comentaron, con obvias reiteraciones, la aventura de los demonios, y<br />

alabaron las bondades preclaras del Cristianismo. ¿Porqué, como al principio, como antes<br />

de la clausura y de las satánicas visitas, no practicaban ya, en el exterior de la gruta, los<br />

sanos deportes? ¿Qué los retenía en el interior? ¿<strong>El</strong> deseo de ganar las palmas de los<br />

mártires para sus dormidos? ¿Eran mártires en realidad? ¿En eso consistía el<br />

martirologio? Dormían, dormían enlazados... sonreían... soñaban... A mí, el tedio<br />

amenazó desmoralizarme, no obstante las contribuciones de mi rica memoria. Habían<br />

transcurrido casi doscientos años desde que Exacustodio y los generales, imperando<br />

Decio Augusto, nos condenaron a la exclaustración cavernícola y, verdaderamente, luego<br />

del demoníaco abandono, allí no sucedía nada, nada. Amable se cansó de mí, y me<br />

devolvió al anular derecho de lámblico. Mi Serpiente lo envolvió con amorosa felicidad, y<br />

yo me adherí a él, buscando, en el fluir de su sangre, los latidos de su corazón. Sólo<br />

ahora me percataba de que eso era lo que me había faltado en el índice de Amable: la<br />

voz de la sangre, que va hablando levemente, por las venas.<br />

Y una mañana oímos gritar, cavar y martillar, como el día en que dejé la tumba de<br />

Nefertari. <strong>El</strong> resto de esta evocación pertenece a la hagiografía y a la Leyenda Dorada,<br />

así que lo resumiré en lo posible. <strong>El</strong> martillador gritón era un tal Adolio, propietario de los<br />

campos aquellos, quien había resuelto construir un corral para su ganado y estaba<br />

utilizando, irreverente y salvadoramente, con ayuda de sus labradores, nuestras famosas<br />

piedras, las que nos emparedaron, a fin de completar la obra. Desconcertaronse los<br />

ángeles y creció su ofendido asombro ante el desenfreno, pero ya era tarde para evitarlo;<br />

no quedaba ni un guijarro con el cual reparar el estropicio. La luz solar entibió hasta los<br />

últimos recovecos de la caverna. Partieron los hombres a comer, y un inesperado<br />

fenómeno tuvo lugar en seguida, que sólo cabe atribuir a los designios secretos de la<br />

Providencia: los siete que dormían desde pronto harían dos centurias, despertaron.<br />

Despertaron conjuntamente, y también despertó Qitmir. La sorpresa nos embargó, tanto<br />

a los ángeles como al <strong>Escarabajo</strong>, porque asistimos, sin aviso previo, a lo que tenaces<br />

demonios, mal pese a sus empeños y a su astucia, no habían podido conseguir: al<br />

desadormecimiento de los Siete Durmientes. Un rayo de sol se deslizó sobre sus caras,<br />

abrieron los ojos, se sonrieron y se besaron las rosadas mejillas juveniles, sobre las<br />

cuales no había dejado ninguna huella el pesado transcurso de los años.<br />

Me di cuenta en breve de que la rareza de ese despertar se manifestaba con la compañía<br />

de otra, y es que era evidente que los efesios habían sido privados del don sutil de<br />

continuar viendo a sus aéreos guardianes. Intuí, por el bisbiseo y por el cambio de<br />

actitud de estos últimos, que acababan de recibir una orden de Arriba, la cual les imponía<br />

que aceptasen con naturalidad el término de la santa dormición, ya que cuando los<br />

muchachos se levantaron y alegremente salieron y hablaron del hambre que sentían, los<br />

siguieron sin comentarios hasta el espacio frontero de la gruta, donde al principio se<br />

distribuían los arcos del croquet. Empezaron allí las confusiones, no sólo por la ausencia<br />

de los arcos, sino porque ocupaban su lugar un establo y el cerco de un aprisco.<br />

Comprendí entonces que los donceles vivían bajo la ilusión de que apenas había pasado<br />

una noche, desde que se entregaron al sueño en la caverna, y de que desconocían por<br />

completo la proporción de su prodigioso descanso dos veces secular. ¿Cómo iban a<br />

saberlo? Se observaban y se encontraban tan frescos como lo que creían haber sido<br />

apenas horas antes, y lo que los preocupaba primordialmente era la urgencia de llenar<br />

los vientres vacíos. Consultáronse, en pos de algún dinero, y no exhumaron más que una<br />

noble moneda de oro, que por azar conservaba Marciano. Tiraron a la suerte, para<br />

averiguar a quién le tocaría bajar a Éfeso a comprar pan, y en lámblico recayó esa tarea,<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 91<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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