Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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de sus alientos septuplicados, dirigiéndola al acceso de la caverna, cuyas rocas presto<br />
adquirieron un color rojo vivo y despidieron chispas azules: Belial resoplando desde su<br />
carro ígneo; Gomori imitándolo, empinada en las gibas del camello; Cayn llenando de<br />
aire su pecho emplumado de mirlo gordo; Succor Benoth, el eunuco, hinchando los<br />
carrillos que alcanzaron las proporciones de su inmenso turbante; el Sapo de ojos<br />
escarlatas y chaleco penachudo, abotagándose hasta que parecía próximo a reventar; y<br />
dos más, cuyos nombres ignoro, con sendas cabezas de mochuelo y de leopardo,<br />
deformadas por la energía con que llevaban a cabo sus tareas respiratorias. Quedó<br />
expedita la puerta de la caverna. Amable se irguió delante de los dormidos, juntas las<br />
manos que anunciaban al arte gótico, temblorosas las alas. Rezaba, suplicaba a los<br />
demonios que no entrasen. Y si no entraron fue porque tal no pareció ser su propósito,<br />
sino obtener que los Durmientes salieran.<br />
Gomori, en la balanceada elevación del camello, rió, se contoneó y mostró su impudor de<br />
mujer ambigua con una sombra de barba. Belial se apeó del carro llameante, alzó su<br />
autoritario cetro, y detrás, hasta desvanecerse en la lejanía y en las brumas lechosas del<br />
monte Pion, brotó el bosque más peregrino del mundo, porque su arboleda enzarzada y<br />
perfumada, de un pálido verde, exhibía la hechura de mágicos individuos desnudos, de<br />
ambos sexos, con cabelleras de hojas, que alargaban sus ramas como brazos ávidos,<br />
entre los cuales pasaban, trinando tiernamente, ignotos pájaros hechos de esmeraldas.<br />
Aquéllos no eran plantas ni hombres, eran mandragoras, las mandragoras afrodisíacas y<br />
narcóticas de los cabalistas y de los herbolarios brujos, las mandragoras hijas de Eva y<br />
de la Tierra, y pronto empezaron no a hablar sino a ronronear, suavísimamente, como<br />
gatos voluptuosos. Y Amduscias, el amo de los instrumentos musicales invisibles,<br />
acompasó aquellos murmullos apasionados con la languidez de una melodía que inundó<br />
la caverna.<br />
Como respondiéndole, y sin que Amable lograra impedirlo, los Siete Durmientes se<br />
pusieron de pie, uno a uno, desenrendando sus parejas. Sus párpados permanecieron<br />
bajos, tendieron los brazos inestables, y se encaminaron con pasos de sonámbulos hacia<br />
la atracción de la floresta encantada. Qitmir iba detrás, más exangüe y soñoliento que<br />
nunca. Y Amable también, pero él nada exánime ni bostezador, sino muy vivaz y<br />
atribulado. Se afanaba, acosando a los muchachos que, ajenos a la desesperación de su<br />
desvelo, continuaban su camino hacia las plantas equívocas, con despacioso sopor. En<br />
balde rogaba; en balde oraba; en balde, como un alborotado gallo multicolor, rival del<br />
colibrí por el plumaje, reclamaba la obediencia de sus pollos indóciles: éstos,<br />
hipnotizados, en fila, dejaban el abrigo. Ya pronto se internarían en la selva palpitante,<br />
solicitante, que hacia ellos estiraba la sensualidad de los troncos y de las frondas, en<br />
cuyo verde enmarañamiento se veía arder el carro de Belial. ¡Ah, los perdíamos a<br />
lámblico, a Maximiano, a Marciano, a Constantino, a Dionisio, a Serapia y a Juan! A<br />
través del bosque pecador, se llegaba al Averno.<br />
Pero entonces, oportunos, puntuales, descorriéronse los cortinajes de las nubes, a modo<br />
de azuliblancos telones, como en una comedia de magia que fuese, asimismo, una<br />
película «de suspenso», y en la despejada limpidez reaparecieron los seis Angeles de la<br />
Guarda. Rodeaban a un ángel más, que vestía una armadura de oro y cabalgaba un<br />
alado palafrén, y sobre ellos volaban otros dos que trompeteaban jubilosamente en<br />
alongados tubos metálicos. ¡Cómo los aplaudió Amable! Su entusiasmo fue tal que casi<br />
me rompe. Los ángeles bajaban, radiosos. Y esas trompetas que el sol bruñía... Sus<br />
triunfales sones debieron de quedar bogando en el aire, a la espera de que un compositor<br />
los recogiera porque, en pleno siglo XIX, los reconocí en el ballet «Sylyia», de Leo<br />
Delibes. Bajaban mis ángeles, con el Ángel de Oro y con los trompeteros, y fue cuestión<br />
de segundos. A semejanza de muñecos a quienes les faltase la cuerda, detuvieron los<br />
Durmientes su marcha automática, y permanecieron inmóviles mientras que los<br />
demonios corrían hacia el carro incandescente y en él se aplastaron como pudieron<br />
(inclusive el camello de Gomori), para escapar, hostigados por la gloria de la divina<br />
cuadrilla. ¡Había que verlos ahora! ¿Dónde estaban los melindres de la Mujer Barbuda,<br />
las muecas temerarias del Sapo, del Leopardo y del Mochuelo, el unicornio de Amduscias,<br />
el piar hiriente del Mirlo y, sobre todo, la formidable insolencia del dueño del vehículo de<br />
90 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo