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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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formas de los siete animales que adopta el Diablo. Ahí van... el Macho Cabrío... el<br />

Jabalí... el León... el Cerdo y el Mono... el Cuervo... y ése... ése es el Basilisco.<br />

—¡Qué horror!<br />

—¿Qué querrán?<br />

—No sé. Admisiblemente probarnos. Probar nuestra resistencia. Y la de estos pobrecitos.<br />

Los pobrecitos no se agitaban. Dormían. Quizá tuvieran, en el mundo de los sueños, una<br />

vida más activa y dinámica que en el corriente, pero ese mundo me estaba vedado, de<br />

modo que me reduje a comprobar lo que en el real sucedía.<br />

Los demonios no nos dejaron. Un concierto cacofónico al que no cabe más denominación<br />

que la de infernal, englobó el balido áspero del Cabrón, el rugir leonino, el rebudiar del<br />

Jabalí, el gruñir del Marrano, el chillido del Primate y el graznar del Cuervo. Nada agregó<br />

el Basilisco, porque es mudo y se limita a mirar. Eso sí: ¡guay de aquel a quien mira!<br />

Pronto por los resquicios y las grietas, empezó a colarse un vaho caliente, que resultaba<br />

de las ocasiones en que los enemigos metían allí sus bocas, sus belfos, sus picos, sus<br />

jetas y sus fauces. Subió la temperatura en el antro, que se saturo de olores fétidos. Los<br />

jovencitos de Éfeso transpiraron, fruncieron las narices y multiplicaron los estornudos.<br />

Iban y venían los ángeles, con pañuelos, jabones y esponjas. Benigno balanceaba un<br />

incensario.<br />

¿Por qué no procederán? —me preguntaba yo, como e! día lejanísimo en que nos<br />

encuevaron—. ¿Qué ángeles son éstos, y de qué fuerza disponen?<br />

Poco sabía a la sazón acerca de las categorías celestes. Más tarde, mi bíblico<br />

conocimiento pudo comparar a mis ángeles con el que detuvo el cuchillo de Abraham en<br />

la garganta de Isaac; con el que lucho una noche con Jacob; con el que exterminó el<br />

ejército del asirio Senaquerib; con el que, en tiempos del rey David, destruyó Jerusalén;<br />

con los que vio Zacarías a caballo, Ezequiel con cuatro cabezas, e Isaías con seis alas;<br />

con el que entró sobre un corcel veloz, revistiendo una armadura de oro, y derribó al<br />

ladrón del tesoro del Templo; y sobre todo con el guerrero vigoroso que precipitó a<br />

Lucifer en el abismo. Ésos eran y son grandes ángeles. ¡Pero éstos! ¡Los Guardianes de<br />

los Siete Durmientes! ¡Por Dios! No podían ser más simpáticos, ni más afectuosos, ni<br />

más bellos, pero comprendí que contaban con poderes muy, muy limitados, y que hacían<br />

buenamente lo que estaba en sus delicadas manos hacer.<br />

Al tercer día cesaron los ataques diabólicos; sin embargo, tanto los Custodios como yo,<br />

presentimos que no cejarían fácilmente en su afán. Y acertamos. Antes se produjo dentro<br />

de la gruta algo inusitado y que me concernía: Amable, el de lámblico, se aproximó a<br />

éste, me quitó de su dedo, y me colocó en su propia diestra angélica. ¡Yo estaba en el<br />

índice de un ángel, oh Khepri! ¿Lo habría hecho porque pensó que tal vez emanara de mí<br />

una funesta influencia y que convenía alejarme de su protegido? ¡Qué error! La verdad es<br />

que desde que me situé bajo su nudillo, experimenté un inconmensurable bienestar, una<br />

paz desconocida. <strong>El</strong> cuarto día reaparecieron los demonios, trayendo cambiados<br />

disfraces. Eran ahora seis sátiros, velludos, obscenos, presididos por un negro centauro<br />

de crespa trenza, dientes filosos y ojos flamígeros. Galopaban alrededor de nuestra<br />

cárcel, gritando indecencias, y cuando los ángeles les respondieron, en el griego más<br />

culto, que se fuesen y nos dejaran tranquilos, los de afuera contestaron con carcajadas<br />

brutales y dando coces que alzaron llamaradas del suelo.<br />

Esfumáronse a su turno aquellas bestias mitológicas, y a poco de que una relativa<br />

bonanza había tornado a afirmar su efímero gobierno en la espelunca, los demonios<br />

reanudaron el ataque, bajo las apariencias de seis voraces lauchas y de un deforme sapo,<br />

tocado con un sombrero de plumas, tan descoyuntados y escurridizos que consiguieron<br />

asomar las astutas cabezas en las rendijas de la entrada, y que los ángeles, sin ocultar<br />

su repulsión, tuvieron que ahuyentarlos a zapatillazos (sandaliazos), propinados con sus<br />

sandalias incorruptas. Ese último esfuerzo descorazonó a los nuestros y los dejó<br />

jadeantes.<br />

Hubo una acometida más. Para llevarla a cabo, los de la Guardia entendieron que el<br />

Malo, deseoso de poner fin al asedio, había recurrido a súbditos de mayor capacidad y<br />

veteranía. Cuando se presentaron, entonando un septeto melifluo, Modesto, que<br />

sobresalía por su erudición, reconoció a algunos:<br />

88 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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