07.05.2013 Views

Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

ceñidos, isócronas sus respiraciones, confundidos sus alientos, mezcladas sus cabelleras<br />

(la boca de lámblico casi pegada al hocico de Qitmir), y se adivinaba, al ver su dulce<br />

sonrisa, que sus pensamientos ingenuos vagaban en las regiones habitadas por los<br />

elegidos del Supremo Ser. En efecto, se los veía, porque de las aureolas de sus siete<br />

ángeles emanaba un indeciso resplandor cerúleo que mudaba a la caverna en una suerte<br />

de gran acuario, en cuyo luminoso seno se destacaban dos grupos de criaturas<br />

escondidas, el de los dormidos desnudos y el de los alados transparentes.<br />

<strong>El</strong> tiempo transcurrió, transcurrió, transcurrió, sin que nadie acudiera. No me asusta el<br />

Tiempo; tampoco me asusta lo infrecuente, lo que se suele tildar de fantástico. ¿Acaso<br />

no soy fantástico yo mismo y disparatadamente viejo? No me asustó, entonces, esa<br />

nueva condena al silencio y a la emparedada reclusión, como no me asustó la hipnótica<br />

inmovilidad de lámblico, de Maximiano, de Marciano, de Constantino, de Serapio, de<br />

Dionisio, de Juan y de Qitrnir, quienes dormían y dormían, mientras se alejaban al olvido,<br />

idénticos, las semanas, los meses y los años. Sus padres, sus secuestradores, habrían<br />

muerto ya, y habría muerto el sucesor de Decio y su sucesor y su sucesor, sin que nada,<br />

nada modificase el cuadro cautivante y monótono del interior de la caverna. La paciencia<br />

de los ángeles garantizaba su extrahumana calidad; la mía refrendaba los méritos de<br />

Khamuas, el hechicero. Como en anteriores oportunidades, me refugié en el recuerdo de<br />

Nefertari y reedité, uno a uno, los episodios que compartimos. Volví a frecuentar su<br />

lecho, y volví a sentir sobre mi lapislázuli y mi ágata, el reflejo de la victoria, luego de la<br />

batalla de Kadesh, del sitio de Ascalón y de la toma de Dapur. La retentiva tenaz me hizo<br />

deslizar, reiteradamente, entre los pechos pequeños y rígidos de la Reina, entre los<br />

muslos nervudos del Faraón, en las noches lunares de Egipto. Y el arpista ciego cantó<br />

para mí, desde la evocativa penumbra:<br />

¡Si yo de su guirnalda el mirto fuera, ay, ay, cómo su cuello abrazaría!<br />

¡Nefertari, Nefertari! Parecíame a veces que los ángeles me miraban, desde su rincón, y<br />

leían mis pensamientos. De tanto en tanto, alguno se acercaba a contemplar a los<br />

Durmientes, a alisarles el pelo, a secarles, con el borde de la túnica, la humedad de los<br />

rostros, y regresaba a sentarse al par de sus compañeros. También, durante lo que<br />

reconocíamos como final de cada noche, a causa de la claridad que dibujaba los delgados<br />

huecos subsistentes entre las piedras de la entrada, los Guardianes se desentumecían,<br />

desarrollando distintas calistenias: aleaban, aleteaban, revoloteaban, circunvolaban la<br />

gruta, hacían flexiones y gimnasia de piernas y de brazos. Tornaban luego a sus<br />

quietudes, sus vigilancias y sus preces. Y el tiempo se iba, se iba, y no pasaba<br />

absolutamente nada. Los dormilones no comían, no bebían, se movían apenas,<br />

murmuraban alguna cariñosa y suelta palabra, estrechaban su abrazo, sonreían,<br />

conservaban sus teces rosadas, sus labios rojos, sus peinadas cabelleras, sus pestañas<br />

curvas, sus gallardas juventudes; y no pasaba nada. Hasta que algo pasó, como cuando<br />

me robaron en la tumba de Egipto; como cuando me encontraron en el desierto y en<br />

Atenas; como cuando me pescaron en el Tíber.<br />

Una mañana cualquiera, que no prometía diferenciarse de las precedentes, antes de que<br />

se despabilaran los ángeles y cuando sólo velaba yo, insomne, me inquietaron algunos<br />

ruidos irregulares, en el exterior de la caverna. Tuve la impresión de que nos rondaban;<br />

de que circulaban alrededor de nuestro encierro, porque a los rumores se incorporó, a<br />

medida que se intensificaba la luz, en las junturas de las rocas y de los escombros, la<br />

evidencia de que la interceptaban sombras sucesivas, al pasar insistentemente. Por fin se<br />

recobraron los ángeles, estiraron los brazos, se alisaron los bucles, recitaron una<br />

plegaria, y se codearon, porque también habían llegado a la conclusión de que en el<br />

contorno de nuestra impuesta residencia acaecían cosas anormales. Hicieron lo que no<br />

podía hacer yo, que es ponerse en pie, adelantarse de puntillas y pegar los ojos a los<br />

intersticios. Lo recogido por su inspección se tradujo en lamentos:<br />

—¡Son demonios, Amable!<br />

—¡Son demonios, Modesto, y yo que me ilusioné con la idea de que venían a liberarnos!<br />

—¿Estás seguro, Amable, de que son demonios?<br />

—¡Te digo que sí, Benigno, los conozco muy bien! Espera. Obsérvalos. Han asumido las<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 87<br />

<strong>El</strong> escarabajo

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!