Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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slughi, su lebrel. Todos los personajes de mi vida me rondaban en la duermevela, alejándome de la inmediata realidad. Se comprenderá que tironeado por tantas remembranzas diversas, no reparase en lo que a pocos pasos acontecía; lo raro es que los de la Guarda no ejerciesen su asignada función de guardianes, por lo menos turnándose como centinelas, pero se ve que a pesar de su intocable condición, el peloteo y el vuelo los habían rendido. No los culpo (¿cómo arriesgarme a culparlos, yo pecador?); eso redobla mi simpatía hacia ellos, pues les otorga una suerte de debilidad, de vulnerabilidad, que descendiéndoles de sus imponentes pedestales, los aproxima a los hombres y, por ello, quizá permite que los conozcan, los compadezcan, los califiquen y valoren con clemencia mayor. Cuando me di cuenta de la catástrofe que sobre nosotros se cernía, era tarde. Tuvo por heraldo un grito de Exacustodio. Supimos luego que, al avanzar cautelosamente con sus secuaces por el predio vecino de la cueva, Exacustodio había enganchado su sandalia derecha en uno de los arcos del croquet, con el resultado explicable de que cayera de bruces, malhiriéndose la nariz. Barbotó un juramento, ladró el slughi, y así se inauguró la milagrosa anécdota. Extrañamente, no se despertaron con el barullo los mocitos, y eso participa del milagro. Despertáronse, en cambio, sus ángeles, quienes se restregaron los ojos y se sacudieron las melenas, en momentos en que la gruta era invadida por una cuadrilla portadora de antorchas y de lanzas, a cuyo frente iban el padre de lámblico y sus compañeros. Fue obvio que los ángeles eran imperceptibles para los intrusos, cuya atención se concentró únicamente en sus dormidos vástagos, los cuales yacían entrelazados con cariño, ausentes del peligro que los sitiaba: roncaba Serapio, rezaba Marciano, balbucía Juan y así sucesivamente; sólo Qitmir protestó por el asalto, pero la futilidad de sus ladridos lo convenció de las ventajas de callar, así que volvió a entornar los párpados y a sumirse en el abrazo de su dueño. —¡Fíjense! —bufó Exacustodio, sangrando de la nariz—, ¡fíjese, general!, ¡fíjese en su hijo y en Maximiano!, ¡desnudos! ¡Y el mío...!, ¡qué horror...!, ¡con un perro! ¿No es esto lo que se califica de bestialidad, la unión con animales? ¡Peor de lo que yo pensaba! ¡Hubiese elegido verlo marica, ay! Los otros adhirieron a la suya sus desesperaciones; los militares con las espadas prontas. A dos metros, tenían la prueba irrefutable de la degeneración de sus estirpes. —¡Y éstos —vituperó uno— fueron los que osaron insurrecionarse contra la autoridad imperial! —¡Y éstos —denostó otro— fueron los que tuvieron el descaro de negar a nuestros dioses, a los dioses del augusto Emperador! Yo los espiaba, calculando si iban a rasgarse las vestiduras o a pegarles a los chicos, que continuaban total, virtuosa y cadenciosamente entregados al sueño. Me chocó que los ángeles no interviniesen; luego analicé, durante buen espacio, el pro y el contra de su prescindencia, y llegué a la conclusión de que con ella habían facilitado el martirologio de los jóvenes, todavía en embrión, en potencia. En cuanto a sus padres, ni se desgarraron las vestes, ni los molieron a palos: Exacustodio, hombre de propuestas rigurosas, los indujo a que clausurasen con piedras el acceso de la caverna, y dejasen a los díscolos, a los réprobos, a los puercos pederastas, encerrados para siempre. Así aprenderían. Ellos disponían de otros hijos, con los cuales congeniaban irreprensiblemente, merced a la jupiteriana bendición y si no bastasen, sabían cómo producirlos. Era lo justo. Que éstos se las arreglaran con su Cristo, sus obispos y sus sermones; pronto comprobarían de qué lado se hallaban la razón y el poder. Y Decio lanzaría chispas de gozo, no bien recibiera el informe del procedimiento. Lo que acabo de resumir fue objeto de bisbiseos y refunfuños, al paso que la gente irruptora retrocedía hacia la entrada, con armas y con hachones. De inmediato pusieron manos a la obra, y rivalizaron en utilidad, acarreando trozos de caídas rocas, duras y firmes, rellenando con cascajos las junturas, hasta bloquear por completo el ingreso. Al cabo de una hora, al cesar los mazazos y demás estruendo, deduje que nos habían abandonado. Asombrosamente, los muchachos siguieron dormidos, siguieron y siguieron, inconmovibles. Quedamos, pues, murados en la gruta del Pion. Los Siete Durmientes de Éfeso dormían, 86 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

slughi, su lebrel. Todos los personajes de mi vida me rondaban en la duermevela,<br />

alejándome de la inmediata realidad. Se comprenderá que tironeado por tantas<br />

remembranzas diversas, no reparase en lo que a pocos pasos acontecía; lo raro es que<br />

los de la Guarda no ejerciesen su asignada función de guardianes, por lo menos<br />

turnándose como centinelas, pero se ve que a pesar de su intocable condición, el peloteo<br />

y el vuelo los habían rendido. No los culpo (¿cómo arriesgarme a culparlos, yo pecador?);<br />

eso redobla mi simpatía hacia ellos, pues les otorga una suerte de debilidad, de<br />

vulnerabilidad, que descendiéndoles de sus imponentes pedestales, los aproxima a los<br />

hombres y, por ello, quizá permite que los conozcan, los compadezcan, los califiquen y<br />

valoren con clemencia mayor. Cuando me di cuenta de la catástrofe que sobre nosotros<br />

se cernía, era tarde. Tuvo por heraldo un grito de Exacustodio.<br />

Supimos luego que, al avanzar cautelosamente con sus secuaces por el predio vecino de<br />

la cueva, Exacustodio había enganchado su sandalia derecha en uno de los arcos del<br />

croquet, con el resultado explicable de que cayera de bruces, malhiriéndose la nariz.<br />

Barbotó un juramento, ladró el slughi, y así se inauguró la milagrosa anécdota.<br />

Extrañamente, no se despertaron con el barullo los mocitos, y eso participa del milagro.<br />

Despertáronse, en cambio, sus ángeles, quienes se restregaron los ojos y se sacudieron<br />

las melenas, en momentos en que la gruta era invadida por una cuadrilla portadora de<br />

antorchas y de lanzas, a cuyo frente iban el padre de lámblico y sus compañeros. Fue<br />

obvio que los ángeles eran imperceptibles para los intrusos, cuya atención se concentró<br />

únicamente en sus dormidos vástagos, los cuales yacían entrelazados con cariño,<br />

ausentes del peligro que los sitiaba: roncaba Serapio, rezaba Marciano, balbucía Juan y<br />

así sucesivamente; sólo Qitmir protestó por el asalto, pero la futilidad de sus ladridos lo<br />

convenció de las ventajas de callar, así que volvió a entornar los párpados y a sumirse en<br />

el abrazo de su dueño.<br />

—¡Fíjense! —bufó Exacustodio, sangrando de la nariz—, ¡fíjese, general!, ¡fíjese en su<br />

hijo y en Maximiano!, ¡desnudos! ¡Y el mío...!, ¡qué horror...!, ¡con un perro! ¿No es esto<br />

lo que se califica de bestialidad, la unión con animales? ¡Peor de lo que yo pensaba!<br />

¡Hubiese elegido verlo marica, ay!<br />

Los otros adhirieron a la suya sus desesperaciones; los militares con las espadas prontas.<br />

A dos metros, tenían la prueba irrefutable de la degeneración de sus estirpes.<br />

—¡Y éstos —vituperó uno— fueron los que osaron insurrecionarse contra la autoridad<br />

imperial!<br />

—¡Y éstos —denostó otro— fueron los que tuvieron el descaro de negar a nuestros<br />

dioses, a los dioses del augusto Emperador!<br />

Yo los espiaba, calculando si iban a rasgarse las vestiduras o a pegarles a los chicos, que<br />

continuaban total, virtuosa y cadenciosamente entregados al sueño. Me chocó que los<br />

ángeles no interviniesen; luego analicé, durante buen espacio, el pro y el contra de su<br />

prescindencia, y llegué a la conclusión de que con ella habían facilitado el martirologio de<br />

los jóvenes, todavía en embrión, en potencia. En cuanto a sus padres, ni se desgarraron<br />

las vestes, ni los molieron a palos: Exacustodio, hombre de propuestas rigurosas, los<br />

indujo a que clausurasen con piedras el acceso de la caverna, y dejasen a los díscolos, a<br />

los réprobos, a los puercos pederastas, encerrados para siempre. Así aprenderían. <strong>El</strong>los<br />

disponían de otros hijos, con los cuales congeniaban irreprensiblemente, merced a la<br />

jupiteriana bendición y si no bastasen, sabían cómo producirlos. Era lo justo. Que éstos<br />

se las arreglaran con su Cristo, sus obispos y sus sermones; pronto comprobarían de qué<br />

lado se hallaban la razón y el poder. Y Decio lanzaría chispas de gozo, no bien recibiera el<br />

informe del procedimiento.<br />

Lo que acabo de resumir fue objeto de bisbiseos y refunfuños, al paso que la gente<br />

irruptora retrocedía hacia la entrada, con armas y con hachones. De inmediato pusieron<br />

manos a la obra, y rivalizaron en utilidad, acarreando trozos de caídas rocas, duras y<br />

firmes, rellenando con cascajos las junturas, hasta bloquear por completo el ingreso. Al<br />

cabo de una hora, al cesar los mazazos y demás estruendo, deduje que nos habían<br />

abandonado. Asombrosamente, los muchachos siguieron dormidos, siguieron y siguieron,<br />

inconmovibles.<br />

Quedamos, pues, murados en la gruta del Pion. Los Siete Durmientes de Éfeso dormían,<br />

86 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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