Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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esistieran sus elásticas estructuras, ni sufriera, no obstante los súbitos descensos en<br />
espiral y las acrobáticas pruebas, lo que me atrevo a llamar su fuselaje. Volaban en<br />
impecables formaciones, haciendo eses y ochos, conservando las exactas distancias, con<br />
inclinaciones de entre 30 y 60 grados, hacia arriba, arriba, hacia los cúmulos, los<br />
cumulonimbos en forma de coliflor, los estratocúmulos globulares, los altocúmulos<br />
semejantes a carneros y tal vez los cirrus invisibles, para reaparecer relampagueando,<br />
dejando detrás cualquier clase de nubes, como lepidópteros y picaflores gigantescos,<br />
como aviones espejeantes y vitreos, que terminaban por detenerse y estacionarse,<br />
utilizando por trenes de aterrizaje ¡os suavísimos pies angélicos, hasta que los acogían<br />
los brincos y ladridos de Qitmir, y el batir de palmas de los efesios, que suspiraban:<br />
—¡Ay, Jesús!<br />
Fueron tres días excepcionales. En su curso, los ángeles no vacilaron en sumarse a los<br />
muchachos, de mañana, para hostigar a la pelota con sus ágiles piernas y sus cabezas<br />
ensortijadas, provocando remolinos de plumas, como si aquello fuese una excitada<br />
pajarera; y de tarde, para enriquecer los cánticos con voces tan agudas, tan inaccesibles<br />
al registro de las tiples más famosas, que insinuaban en el admirado espíritu la idea de<br />
cómo sonarán las violas y los violines sacros, con los cuales las nueve órdenes, los<br />
Serafines, los Querubines, los Tronos, etc., ensalzan eternamente la paradisíaca<br />
excelsitud. Era estupendo. A la cuarta aurora desde la llegada de los ángeles, que<br />
coincidía con la séptima de nuestra presencia allí, estaba desvelado yo, y eso me<br />
permitió ser testigo de los sucesos a partir de su arranque. Los beatitos habían lavado<br />
sus transpiradas camisetas en un manantial, y sin más cobertura que los honestos y<br />
diminutos calzoncillos, dormían, púdicamente abrazados, Maximiano con Marciano,<br />
Constantino con Dionisio, Serapio con Juan y lámblico con el lebrel. Brindaban de ese<br />
modo, naturalmente, un cuadro de escrupulosa calidad plástica, que hubiese hecho<br />
relamer de gula estética a Mrs. Vanbruck, y más aún a la duquesa de Brompton, quien se<br />
especializaba en refinadas juventudes. Detrás, en una oquedad, apelotonábanse los<br />
ángeles, inertes, amodorrados, disfrutando del sosiego de sus plumajes y de sus<br />
extremidades, luego de una jornada de aviación deportiva y de activo balompié. Se oía el<br />
croar de las ranas, el chirrido de las cigarras y los grillos, vaticinantes del vecino calor.<br />
Serapio roncaba como si gorjeara; Marciano rezaba en sueños; Amable sonreía,<br />
requerido acaso por una imagen venturosa; y el alba se filtraba, tímida, arropada en<br />
postreras neblinas, por las fisuras de la gruta del monte Pion. En la lontananza de los<br />
villorrios, los gallos transmitieron sus alertas y sus saludos.<br />
Yo apenas prestaba atención a los consuetudinarios ruidos: para mí, la caverna se iba<br />
poblando de memorias, y a manera de un friso, de una de las series pictóricas que<br />
ornaban la tumba de Nefertari, las rugosas paredes albergaron las figuras de la Reina<br />
bienamada, mil veces bienamada, la de los largos ojos sin igual; de Ramsés, el de<br />
hierático bronce, a quien también amo en el recuerdo; de Khamuas, el niño hechicero<br />
que hizo de mí lo que soy; de Nehnefer, el orfebre en cuya casa nací; del viejo y<br />
lujurioso. Amait y sus dos nietos, los que me rescataron del Valle de las Reinas; de<br />
Simaetha, «la dulzura de Naucratis» y de Myrrhina y su trabajo celestinesco; de<br />
Sofreneto, el otro orfebre, a quien debí mi Serpiente de oro; del grosero comediógrafo<br />
Aristófanes y sus tres amigos: Strongylión, el que esculpía animales, Agatharkos, el<br />
decorador, y el caprichoso Alcibíades, maestro de elegancias; de los legionarios Aurelio y<br />
Lucilio Turbo, y su tienda que olía a frito y a sudor; del desventurado poeta Cayo Helvio<br />
Cinna y su «Zmyrna» interminable e ilegible; de sus colegas, los comilones literatos<br />
neoteroi Marco Furio Bibáculo y Quinto Cornificio; de Domicio Mamerco Quadrato, el<br />
miserable Senador, y de Tulia Mecilia, su enamorada e infeliz mujer; de Cayo Julio César,<br />
bajo los puñales, y de Cleopatra, entrevista en un palanquín; de Cascellio, el dentista<br />
cultivador de celebridades y aristocracias, en su consultorio del Foro Boario; para<br />
culminar en las sucias estameñas de los ermitaños que me pescaron en el Tíber y me<br />
sumergieron en la pila bendita; en Exacustodio, los generales de Éfeso, la absorta<br />
cortesana Pártenis y los siete encantadores: lámblico, Maximiano, Marciano, Constantino,<br />
Dionisio, Serapio y Juan, que ahora abrazados dormían; y por último en Quitmir, su<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 85<br />
<strong>El</strong> escarabajo