Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Acertaron con ella en las escarpaduras del flanco oriental, y en su guarida se ocultaron<br />
con real acierto, como que escasas horas después pasó por allí, sin descubrirlos, una<br />
partida que encabezaban Exacustodio y los generales. <strong>El</strong> haberlos engañado llenó a los<br />
míos de apacible dicha, y como la boca del antro se dilataba frente a un reducido espacio<br />
llano, lo apisonaron bien y se aplicaron, con ramas rectas y curvas, a fabricar e instalar<br />
los elementos de un primitivo juego de croquet, que entretuvo su reclusión. Pero no todo<br />
era divertirme en aquellas alturas, y lo que más a menudo hacían los siete piadosos era<br />
alzar las miradas al Cielo y unirse en oraciones que rogaban por la conversión del<br />
Emperador Decio, como si fuera tan fácil de conseguir. Las preces prevalecieron sobre los<br />
juegos, hasta que éstos terminaron por caer en olvido, y yo no recuerdo, de aquella<br />
época inicial, sino la posición que me obligaban a asumir las palmas unidas de lámblico y<br />
sus reiteradas señales de la cruz.<br />
Tanto y tan sincero fervor importaba un premio, el cual se produjo en forma inesperada.<br />
Un amanecer, cuando los adolescentes abrieron los párpados y se desperezaron, tras el<br />
corlo reposo nocturno, percatáronse, y yo con ellos, de que no estaban solos en la<br />
lobreguez de la cueva, pues en el límite interno de la cavidad, lejano y oscuro, ahora<br />
iluminado por una amarillenta claridad, hallábanse erguidos siete jóvenes más, que los<br />
contemplaban tiernamente. Los primeros movimientos de lámblico, Maximiano, Marciano,<br />
Constantino, Dionisio, Serapio y Juan, denunciaron su consternación, pero los forasteros<br />
los apaciguaron con palabras cálidas, y ante su asombro, cada uno desplegó un par de<br />
alas maravillosas. Entonces mis amigos se precipitaron a tierra, porque comprendieron<br />
que aquéllos eran ángeles. Lo confirmó uno de ellos, cuyo timbre musical cantó en la<br />
pétrea hendedura:<br />
—Somos vuestros Angeles de la Guarda, y estamos aquí para acompañaros como<br />
siempre, aunque desde hoy, por divina decisión, podéis gozar de nuestra vista. Yo soy el<br />
Ángel de la Guarda de lámblico, y mi nombre es Amable.<br />
De esa suerte se fueron designando, uno a uno, y diciendo a quiénes correspondían, al<br />
tiempo que los siete de Éfeso se levantaron, limpiándose la benemérita suciedad de las<br />
caras, y según su usanza devota, inmediatamente empezaron a rezar.<br />
—Dejemos los rezos para más tarde —añadió Amable, con una sonrisa—. Hay horas para<br />
todo, y así como nuestra misión consiste en guardaros, también consiste en distraeros.<br />
Salgamos.<br />
Salimos, y advertí que los buenos muchachos de las camisetas avanzaban como si<br />
la atmósfera de prodigio les hubiera comunicado una etérea liviandad. Afuera, la<br />
dadivosa luz nos reveló en su plenitud el esplendor de los ángeles. Eran hermosísimos<br />
y formaban, con lámblico y su grupo, un conjunto incomparable que continuaba<br />
identificándose con Botticelli (la «Natividad» de la National Gallery, la «Coronación<br />
de la Virgen» de los Uffizzi, etc.). Por supuesto, aunque los humanos y los celestes<br />
hubieran podido confundirse, dado que a ello contribuía la expresión angelical de los<br />
primeros y la veste flotante, ligera y bien cortada de los segundos, que se dijera labor de<br />
modistos de renombre, ahí estaban las alas, para diferenciarlos. ¡Las alas, ah, las alas!<br />
¡La gloria de las alas! Alguno, como Amable, las tenía de los tintes esmaltados, los<br />
verdes eléctricos, verde botella, verde vitral, esmeraldino, de fuego verde y azul turquí,<br />
que caracteriza el ropaje de los colibríes; otros, al abrirlas al sol, mostraron la policroma<br />
fantasía y el dibujo de las mariposas exóticas; y no faltó el de élitros que reflejaban las<br />
imágenes, como espejos violáceos, ni el que las hacía ondular, como encajes,<br />
pasamanerías y guipures; ni el que llevaba en los hombros un par que evocaba los<br />
diáfanos cristales, de un rojo que el mundo nunca conoció. Y a todas esas alas, con<br />
ser tan distintas, las hermanaba la buida longitud de las plumas, que al extenderse<br />
armaban sus abanicos perfectos, encima de las aureolas de los seráficos, o caían,<br />
cerradas, sobre sus espaldas, como mantos majestuosos.<br />
Aquella mañana y las dos sucesivas, los Angeles de la Guarda nos ofrecieron<br />
espectáculos inigualables, sugeridos por su deseo de distraer a los jovencitos. De<br />
repente se echaron a volar. ¡Mi Dios! ¡Oh Cristo, oh Zeus, oh Osiris! ¡Qué ajuste! ¡Qué<br />
filigranas magistrales! ¡Qué consumado esmero! Corretearon, se elevaron con giros de<br />
planeo y bruscas aceleraciones a la salida de las picadas, sin que aparentemente se<br />
84 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo