Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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07.05.2013 Views

epresentantes de Decio, que preveían, como eco de ese coro sedicioso, la inminente pérdida de sus cargos y establecimientos mercantiles, y para alegría de muchos cristianos disimulados, que ocultando las manos bajo las túnicas tuvieron la audacia de aplaudir. Los que con más velocidad reaccionaron fueron los generales, quienes descendieron del estrado con un fragor de sacudidos metales, pues encaraban al gesto de la muchachada como una sublevación, por el hecho de que vistieran el uniforme militar, circunstancia que en el primer momento no fue tenida en cuenta por los magistrados restantes, más apegados a considerar el aspecto financiero del asunto. Los generales eran hábiles y enérgicos; en segundos arrancaron a los inmaculados sus áureas cadenas, insignias jerárquicas que arrojaron al suelo con estrépito y con decisión castrenses; más tardaron en quitarles los coseletes preciosos, al enredar sus dedos en las correas y hebillas que los sujetaban, lo cual les inspiró no pocas blasfemias y maldiciones, que los dioses circundantes habrán juzgado a su vez. Entretanto, Exacustodio y sus colegas asistían con abierta boca, como a una infernal alucinación, al progreso de los acontecimientos, hasta que ante el espectáculo ofrecido por sus niños en camiseta, recuperaron el habla y gritaron a los centuriones que despejaran el templo, pues se suspendía la ceremonia. La verdad es que no atinaban cómo actuar en una situación tan opuesta a lo razonable y a lo normal, originada, para colmo, en gente de su propia sangre prestigiosa, que así desvirtuaba las enseñanzas recibidas desde la infancia en los respectivos hogares, donde lo primero que se inculcaba era el respeto al Emperador de turno, fuera quien fuese, y lo segundo el amor a los dioses venerados por dicho Emperador. No entraba en sus cabezas que Decio, Júpiter y demás inmortales, pudiesen ser reemplazados en el acatamiento de los suyos. Discutían, gesticulaban, cercados por las frías deidades impasibles. Los generales cerraban un puño y lo golpeaban fuertemente contra la otra palma; Exacustodio pronosticaba el final del mundo, como consecuencia de la destrucción de la familia; algún padre lloriqueaba, histérico. Y mientras tanto, de cara a ellos, lámblico, Maximiano, Marciano, Constantino, Dionisio, Serapio y Juan, saturados de hermosura, rezaban en latín. Las gemas de sus pequeñas corazas, avivadas por las antorchas, chisporroteaban como una hoguera crecida a sus pies. Fue Exacustodio, en su carácter de presidente del consejo, quien sugirió la solución más prudente. Por lo pronto, había que evitar el escándalo; lo oportuno era que cada joven regresara a su casa y meditara sobre la insubordinada demencia de su proceder; que recordara que si poseía una excelente educación, lo adeudaba a la generosidad del Emperador romano, protector de su padre, y a la magnanimidad de Júpiter, guía de su parentela y de su ancestral comercio, y no a ese judío, a ese galileo nefasto, que auspiciaba la penuria, la indigencia, disparate antieconómico, contrarío al adelanto civilizador, y que alababa a los pobres de espíritu, es decir a los antiintelectuales, contrarios también a lo que ellos, los de la generación nueva, con sus manías artísticas y literarias, se jactaban de ser; que esa noche misma, cada uno mantuviera una cordial conversación aclaratoria con el autor de sus días, a la cual, si fuera imprescindible, cooperaría su madre, que lo amaba tanto; y que en la mañana siguiente, ya serenados, tornasen a revestir sus pelos y a colocarse sus collares, y volviesen al templo de Artemisa, a solicitar el perdón de los dioses temibles pero indulgentes, y a rendirles el lógico homenaje que merecía su grandeza. Aprobaron los demás la sabiduría de Exacustodio, y los caballeros partieron juntos a la casa del Enano Fálico, en busca de sus damas comunicativas y del único solaz susceptible de calmar los nervios de un hombre genuino, en tanto que sus hijos, instintivamente, sin consultarse ni requerir un acuerdo previo, se encaminaron a sus casas; recogieron en ellas lo que creyeron imprescindible, unas ropas mínimas y unos alimentos acopiados al alzar; se encontraron en las afueras de la urbe y huyeron (huimos) al amparo de los montes, escollados por Qitmir, el lebrel árabe, que meneaba la cola para expresar su júbilo, confundiendo quizá nuestro lugar con uno de sus rutinarios picnics. Había que ganar tiempo; era seguro que nos perseguirían, y los jóvenes, conocedores minuciosos de la zona del monte Pion, se internaron en busca de una propicia caverna. Manuel Mujica Láinez 83 El escarabajo

epresentantes de Decio, que preveían, como eco de ese coro sedicioso, la inminente<br />

pérdida de sus cargos y establecimientos mercantiles, y para alegría de muchos<br />

cristianos disimulados, que ocultando las manos bajo las túnicas tuvieron la audacia de<br />

aplaudir. Los que con más velocidad reaccionaron fueron los generales, quienes<br />

descendieron del estrado con un fragor de sacudidos metales, pues encaraban al gesto<br />

de la muchachada como una sublevación, por el hecho de que vistieran el uniforme<br />

militar, circunstancia que en el primer momento no fue tenida en cuenta por los<br />

magistrados restantes, más apegados a considerar el aspecto financiero del asunto. Los<br />

generales eran hábiles y enérgicos; en segundos arrancaron a los inmaculados sus<br />

áureas cadenas, insignias jerárquicas que arrojaron al suelo con estrépito y con decisión<br />

castrenses; más tardaron en quitarles los coseletes preciosos, al enredar sus dedos en<br />

las correas y hebillas que los sujetaban, lo cual les inspiró no pocas blasfemias y<br />

maldiciones, que los dioses circundantes habrán juzgado a su vez. Entretanto,<br />

Exacustodio y sus colegas asistían con abierta boca, como a una infernal alucinación, al<br />

progreso de los acontecimientos, hasta que ante el espectáculo ofrecido por sus niños en<br />

camiseta, recuperaron el habla y gritaron a los centuriones que despejaran el templo,<br />

pues se suspendía la ceremonia.<br />

La verdad es que no atinaban cómo actuar en una situación tan opuesta a lo razonable y<br />

a lo normal, originada, para colmo, en gente de su propia sangre prestigiosa, que así<br />

desvirtuaba las enseñanzas recibidas desde la infancia en los respectivos hogares, donde<br />

lo primero que se inculcaba era el respeto al Emperador de turno, fuera quien fuese, y lo<br />

segundo el amor a los dioses venerados por dicho Emperador. No entraba en sus cabezas<br />

que Decio, Júpiter y demás inmortales, pudiesen ser reemplazados en el acatamiento de<br />

los suyos. Discutían, gesticulaban, cercados por las frías deidades impasibles. Los<br />

generales cerraban un puño y lo golpeaban fuertemente contra la otra palma;<br />

Exacustodio pronosticaba el final del mundo, como consecuencia de la destrucción de la<br />

familia; algún padre lloriqueaba, histérico. Y mientras tanto, de cara a ellos, lámblico,<br />

Maximiano, Marciano, Constantino, Dionisio, Serapio y Juan, saturados de hermosura,<br />

rezaban en latín. Las gemas de sus pequeñas corazas, avivadas por las antorchas,<br />

chisporroteaban como una hoguera crecida a sus pies.<br />

Fue Exacustodio, en su carácter de presidente del consejo, quien sugirió la solución más<br />

prudente. Por lo pronto, había que evitar el escándalo; lo oportuno era que cada joven<br />

regresara a su casa y meditara sobre la insubordinada demencia de su proceder; que<br />

recordara que si poseía una excelente educación, lo adeudaba a la generosidad del<br />

Emperador romano, protector de su padre, y a la magnanimidad de Júpiter, guía de su<br />

parentela y de su ancestral comercio, y no a ese judío, a ese galileo nefasto, que<br />

auspiciaba la penuria, la indigencia, disparate antieconómico, contrarío al adelanto<br />

civilizador, y que alababa a los pobres de espíritu, es decir a los antiintelectuales,<br />

contrarios también a lo que ellos, los de la generación nueva, con sus manías artísticas y<br />

literarias, se jactaban de ser; que esa noche misma, cada uno mantuviera una cordial<br />

conversación aclaratoria con el autor de sus días, a la cual, si fuera imprescindible,<br />

cooperaría su madre, que lo amaba tanto; y que en la mañana siguiente, ya serenados,<br />

tornasen a revestir sus pelos y a colocarse sus collares, y volviesen al templo de<br />

Artemisa, a solicitar el perdón de los dioses temibles pero indulgentes, y a rendirles el<br />

lógico homenaje que merecía su grandeza. Aprobaron los demás la sabiduría de<br />

Exacustodio, y los caballeros partieron juntos a la casa del Enano Fálico, en busca de sus<br />

damas comunicativas y del único solaz susceptible de calmar los nervios de un hombre<br />

genuino, en tanto que sus hijos, instintivamente, sin consultarse ni requerir un acuerdo<br />

previo, se encaminaron a sus casas; recogieron en ellas lo que creyeron imprescindible,<br />

unas ropas mínimas y unos alimentos acopiados al alzar; se encontraron en las afueras<br />

de la urbe y huyeron (huimos) al amparo de los montes, escollados por Qitmir, el lebrel<br />

árabe, que meneaba la cola para expresar su júbilo, confundiendo quizá nuestro lugar<br />

con uno de sus rutinarios picnics.<br />

Había que ganar tiempo; era seguro que nos perseguirían, y los jóvenes, conocedores<br />

minuciosos de la zona del monte Pion, se internaron en busca de una propicia caverna.<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 83<br />

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