Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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perro, así que viene con él. Tú verás cómo te las arreglas, para que cuando me lo devuelvas parezca mi hijo, sea mi hijo por fin. Al bufar, acezando levemente, se le congestionó la cara, que sin embargo, extraviado en lo subido del color y en lo deformado por la tozudez del enojo, conservaba el buen diseño de las facciones. Se hizo a un lado, dio un empellón al mozo, y con un portazo nos abandonó. Lo primero que advertí (que advertimos, ya que Pártenis se incorporó con obvia sorpresa) fue la inexplicable y tenue luminosidad que, por absurdo que se considere, insinuó un esclarecer del aposento, en el sector inmediato a la puerta, donde lámblico y su can se habían detenido. Era un resplandor tan irreal, y era tan ocioso pretender atribuir su origen a cualquier lógica refracción —además, como ya dije, de ser muy liviano, y de poder considerarse, si se prefería, no como una luz sino como cierta sutil tensión de la atmósfera— que Pártenis, quien probablemente pensó pronunciar una frase de bienvenida, permaneció muda. Miraba hacia el nimbo por momentos nacarado o iridiscente, y yo con ella, sobresaltados ambos y confusos. Tardé en recuperar la lucidez necesaria para apreciar a quien en medio de ese delicado fulgir se movía, y en vano hurgué en mi memoria en pos de alguien tan hermoso. No recordé a nadie; con nadie me había cruzado; nadie de su sexo me había fascinado así, ni el divino Ramsés II. ¿Cómo describirlo? Su mediana estatura correspondía a las leyes de la armonía perfecta. Caía sobre sus hombros, en ligera ondulación, su largo cabello castaño. Le ceñía el delgado torso un coselete que tachonaban las piedras policromas porque, por lo que después oí, la paterna ambición le había otorgado, sin parar mientes en su extrema juventud, desconozco qué jerarquía militar. Y mi condición de experto me permitió discernir, en el chispear de las gemas, el rojo del carbúnculo; los verdes de la esmeralda, el berilo y la crisoprasa; los amarillos del topacio y la sardónice; el blanco lunar de la adularía; los veteados del ónix y el jaspe; el gris de la hidrófana, que brilla si se humedece; el azul de zafiro y (¡ah...!) el azul, mi azul, del lapislázuli. La pequeña coraza de pulcro cuero enjoyado le encendió el pecho, cuando con elegancia flexible dio un paso hacia nosotros, y al hacerlo se comprobó que el halo que lo circundaba no procedía, como se hubiera podido pensar, del peto y sus preseas, las cuales sólo se manifestaban por medio de rápidos relámpagos, sino de algo más permanente, unido, translúcido e incalificable. Eso sí, renuncio a describir su rostro. Siglos después, en los Uffizi, reconocí una fisonomía y también un ademán similares, en el arcángel de la Anunciación de Botticelli: que quien aspire a entenderme vaya allá, o busque en un libro la figura. Y cito el ademán, porque como el San Gabriel del cuadro, dobló la rodilla en el suelo y alzó la mano derecha, de exquisito modelado, en signo de paz o de saludo, mientras que junto a él, compartiendo la zona de retraído claror, se estiraba el slughi, el lebrel árabe de piel leonada, cazador de gacelas. De ese modo permaneció el adolescente, con su perro, frente al lecho de Pártenis. Ella se irguió todavía más, apoyándose en las almohadas, y lo analizaba intensamente. Tal vez, quieto y coruscante, lámblico le parecería una gran alhaja misteriosa. Tal vez, su extraordinaria hermosura la habrá sobrecogido, a pesar del constante desfile de hombres que ocurría ahí. Y luego estaba el arcano de esa irradiación. Ni el muchacho ni la ramera decían una palabra, y cuando ella, esforzándose, consiguió hacerlo y lo llamó a su lado, se notó que entreabría los labios el hincado adolescente, y que oraba. Oraba en silencio, siempre alzada la fina mano derecha, y entonces me vi envuelto en un corto episodio sobrenatural: la luz aquella, indefinible, se empezó a extender por la cámara, como si fuese un vapor casi transparente, hasta que Pártenis se halló dentro de su crecido ámbito secreto, que encerraba asimismo a lámblico y a su lebrel, y aislado con ellos, me encontré yo. Era como si estuviésemos en la clausura de un gran fanal, y en su interior sonaba (¿o debo decir vibraba?) una música, débil quizá de cuerdas, la cual prestaba fondo a la queda oración que repetía el nombre de Cristo. Comenzó lámblico a hablar apagadamente, y debo confesar que me conmovía tal enajenamiento que nada entendí de sus frases. A poco observé que Pártenis tiraba de la cobertura y se tapaba el cuerpo desnudo, con inesperada actitud pudorosa, y que el Manuel Mujica Láinez 79 El escarabajo

perro, así que viene con él. Tú verás cómo te las arreglas, para que cuando me lo<br />

devuelvas parezca mi hijo, sea mi hijo por fin.<br />

Al bufar, acezando levemente, se le congestionó la cara, que sin embargo, extraviado en<br />

lo subido del color y en lo deformado por la tozudez del enojo, conservaba el buen diseño<br />

de las facciones. Se hizo a un lado, dio un empellón al mozo, y con un portazo nos<br />

abandonó.<br />

Lo primero que advertí (que advertimos, ya que Pártenis se incorporó con obvia<br />

sorpresa) fue la inexplicable y tenue luminosidad que, por absurdo que se considere,<br />

insinuó un esclarecer del aposento, en el sector inmediato a la puerta, donde lámblico y<br />

su can se habían detenido. Era un resplandor tan irreal, y era tan ocioso pretender<br />

atribuir su origen a cualquier lógica refracción —además, como ya dije, de ser muy<br />

liviano, y de poder considerarse, si se prefería, no como una luz sino como cierta sutil<br />

tensión de la atmósfera— que Pártenis, quien probablemente pensó pronunciar una frase<br />

de bienvenida, permaneció muda. Miraba hacia el nimbo por momentos nacarado o<br />

iridiscente, y yo con ella, sobresaltados ambos y confusos. Tardé en recuperar la lucidez<br />

necesaria para apreciar a quien en medio de ese delicado fulgir se movía, y en vano<br />

hurgué en mi memoria en pos de alguien tan hermoso. No recordé a nadie; con nadie me<br />

había cruzado; nadie de su sexo me había fascinado así, ni el divino Ramsés II.<br />

¿Cómo describirlo? Su mediana estatura correspondía a las leyes de la armonía perfecta.<br />

Caía sobre sus hombros, en ligera ondulación, su largo cabello castaño. Le ceñía el<br />

delgado torso un coselete que tachonaban las piedras policromas porque, por lo que<br />

después oí, la paterna ambición le había otorgado, sin parar mientes en su extrema<br />

juventud, desconozco qué jerarquía militar. Y mi condición de experto me permitió<br />

discernir, en el chispear de las gemas, el rojo del carbúnculo; los verdes de la esmeralda,<br />

el berilo y la crisoprasa; los amarillos del topacio y la sardónice; el blanco lunar de la<br />

adularía; los veteados del ónix y el jaspe; el gris de la hidrófana, que brilla si se<br />

humedece; el azul de zafiro y (¡ah...!) el azul, mi azul, del lapislázuli. La pequeña coraza<br />

de pulcro cuero enjoyado le encendió el pecho, cuando con elegancia flexible dio un paso<br />

hacia nosotros, y al hacerlo se comprobó que el halo que lo circundaba no procedía,<br />

como se hubiera podido pensar, del peto y sus preseas, las cuales sólo se manifestaban<br />

por medio de rápidos relámpagos, sino de algo más permanente, unido, translúcido e<br />

incalificable. Eso sí, renuncio a describir su rostro. Siglos después, en los Uffizi, reconocí<br />

una fisonomía y también un ademán similares, en el arcángel de la Anunciación de<br />

Botticelli: que quien aspire a entenderme vaya allá, o busque en un libro la figura. Y cito<br />

el ademán, porque como el San Gabriel del cuadro, dobló la rodilla en el suelo y alzó la<br />

mano derecha, de exquisito modelado, en signo de paz o de saludo, mientras que junto a<br />

él, compartiendo la zona de retraído claror, se estiraba el slughi, el lebrel árabe de piel<br />

leonada, cazador de gacelas. De ese modo permaneció el adolescente, con su perro,<br />

frente al lecho de Pártenis.<br />

<strong>El</strong>la se irguió todavía más, apoyándose en las almohadas, y lo analizaba intensamente.<br />

Tal vez, quieto y coruscante, lámblico le parecería una gran alhaja misteriosa. Tal vez, su<br />

extraordinaria hermosura la habrá sobrecogido, a pesar del constante desfile de hombres<br />

que ocurría ahí. Y luego estaba el arcano de esa irradiación. Ni el muchacho ni la ramera<br />

decían una palabra, y cuando ella, esforzándose, consiguió hacerlo y lo llamó a su lado,<br />

se notó que entreabría los labios el hincado adolescente, y que oraba. Oraba en silencio,<br />

siempre alzada la fina mano derecha, y entonces me vi envuelto en un corto episodio<br />

sobrenatural: la luz aquella, indefinible, se empezó a extender por la cámara, como si<br />

fuese un vapor casi transparente, hasta que Pártenis se halló dentro de su crecido ámbito<br />

secreto, que encerraba asimismo a lámblico y a su lebrel, y aislado con ellos, me<br />

encontré yo. Era como si estuviésemos en la clausura de un gran fanal, y en su interior<br />

sonaba (¿o debo decir vibraba?) una música, débil quizá de cuerdas, la cual prestaba<br />

fondo a la queda oración que repetía el nombre de Cristo.<br />

Comenzó lámblico a hablar apagadamente, y debo confesar que me conmovía tal<br />

enajenamiento que nada entendí de sus frases. A poco observé que Pártenis tiraba de la<br />

cobertura y se tapaba el cuerpo desnudo, con inesperada actitud pudorosa, y que el<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 79<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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