Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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una revelación. Pero al improviso se sumó a esas dos suntuarias y cristianas visiones, un<br />
segundo par, que cualquiera que no proviniese de Egipto hubiera tachado de exótico, y<br />
cuya presencia me enterneció. ¡También ellos habían venido! ¡También ellos habían sido<br />
mandados a dar testimonio de la peregrina ceremonia, y acaso, por la sola circunstancia<br />
de hallarse allí, a contribuir a la iniciación simple y arcana que se operaba en la ermita!<br />
No podían, no hubieran debido faltar. Eran mis dioses. (¿Mis dioses anteriores?, ¿mis<br />
dioses de siempre?, ¿pueden convivir en una devoción cultos tan distintos como los que<br />
representaban los santos y los que surgieron después? Es demasiado complejo, y no<br />
poseo la ciencia suficiente para explicarlo pero, como que hay Dios —y hay Dioses—, en<br />
la ermita se encontraron los delegados de ambas facciones teológicas.) La pareja egipcia<br />
encargada de los tallistas de gemas y de los mineros, contrastaba con la harto más<br />
opulenta de los occidentales a quien se le confiara tarea igual; sin embargo, fuerza es<br />
decirlo, evidenciaba mucha más imaginación, porque Path erguía su masculina traza<br />
encerrado en un forro estrecho, corno una momia, y en la diestra conservaba la cuerda<br />
rica con la cual, en Menfis, solía conducir al Buey Apis; y la esbelta y desnuda Hathor<br />
alzaba sobre su frente los lirados cuernos de vaca, enmarcadores del disco lunar. Así<br />
ataviada y provista de ornatos y símbolos, la doble fraternidad, los cristianos y los que no<br />
lo eran, se encararon en el encantamiento de la bruma. Sus componentes se inclinaron y<br />
saludaron con diplomática cortesía, y al instante los europeos se adelantaron hacia mi,<br />
arrastrando el rumor de los mantos, y dibujaron en el aire el signo de la cruz, que me<br />
había intrigado en el Puente Emilio y que no me sorprendía ya. Detrás, erectos en la<br />
penumbra, a ocultas de San Luis y San <strong>El</strong>oy, Path y Hathor doblaron los codos y<br />
levantaron en ángulo recto los antebrazos rituales. A continuación, los cuatro se fueron<br />
desvaneciendo; apagáronse, mitra, corona, cojín, cornamenta y disco; el Obispo, el Rey,<br />
el Dios y la Diosa desaparecieron hacia la entrada, y pronto no hubo más claridad que la<br />
de la pequeña lámpara de arcilla y la de las enormes estrellas que a la puerta se<br />
mostraron. Evadióse con los sacros huéspedes la aureolada fragancia, a la cual<br />
reemplazó la realidad del olor a fritura, de suerte que los barbudos habrán inferido,<br />
pasado el arrobamiento, que estaba pronta la comida; la espolvorearon con sal; la<br />
agradecieron a la magnanimidad de Nuestro Señor, la bendijeron, y se repartieron<br />
cabeza, cuerpo, cola y espinas, equitativa y ermitañamente. Me vencieron tantas<br />
manifestaciones místicas, y me dormí. Soñé que el Rey de Francia tendía su mano<br />
enguantada a la vacuna Hathor, y que juntos esbozaban no sé si un paso de baile, una<br />
reverencia o algo menos ejemplar (somos irresponsables de nuestros sueños, y hubiese<br />
querido que el mío, esa noche solemne, fuera incomparablemente más elevado). La<br />
mañana siguiente fui vendido a Exacustodio, próspero comerciante de Éfeso, y a Éfeso<br />
partimos.<br />
He ahí los antecedentes que motivaron mi viaje a la ciudad grecorromana más soberbia<br />
del Asia Menor. Hacía seiscientos años que su celebérrimo templo de Artemisa, una de<br />
las maravillas del mundo, había sido incendiado por un loco, y el vasto edificio<br />
reemplazante, construido en los días del gran Alejandro, poco guardaba de su antigua<br />
esplendidez. Con todo, Éfeso atraía numerosas peregrinaciones. Pretendía la fama que la<br />
dormición de María y su tránsito al Cielo se habían efectuado en los alrededores; y que la<br />
imagen de Artemisa, la fecundadora, con la tiara monumental y el triple collar de pechos<br />
en forma de huevos menudos, había caído allí de las estrellas. Aparte de su importancia<br />
mercantil, Exacustodio desempeñaba funciones de alta trascendencia, dentro del<br />
gobierno imperial. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, no mal parecido, más<br />
bien grueso, extremadamente irritable y quisquilloso, siempre ceñudo bajo el trazo de las<br />
anchas cejas negrísimas que rozaba su pelo; un hombre cuya sola sabida debilidad<br />
fincaba en su exuberante inclinación a las mujeres dotadas de carnes agradables y de<br />
cómodo intercambio. Esa tendencia lo había llevado a incluir en sus negocios, en secreto<br />
(pero tales maniobras pronto se difunden), la propiedad del lupanar, la Casa de los<br />
Placeres, fácil de reconocer por la terracota del enano potentemente fálico que decoraba<br />
el dintel de su acceso.<br />
Exacustodio dedicó el día de su llegada a su propia residencia de comerciante y<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 77<br />
<strong>El</strong> escarabajo