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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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—¡Y esta piedra azul!<br />

—¡Y esta piedra roja!<br />

Sus manos temblaban. Se les acercó un tercer individuo, tan idéntico que hubiera podido<br />

confundirse con los menesterosos encapuchados.<br />

—¡Mala pesca! —se quejó, tosiendo—. ¡Nada, nada!<br />

—Mira esto —y el que fuera elegido por el azar para recibirme, aflojó las falanges<br />

apresadoras y me mostró. Brillé con toda mi energía, como si me hubiese transmutado<br />

en un pájaro azul, y le cantase al sol que iluminaba los frontones, los pórticos, los techos<br />

y los jardines de Roma.<br />

Ahogó una exclamación el recién venido:<br />

—¡Alabado sea Dios! —logró musitar.<br />

Unió el índice y el dedo medio, e hizo algo que a la sazón me pareció una mágica<br />

fórmula: se tocó la frente, el pecho, el hombro izquierdo y el derecho, y por fin se besó<br />

los dedos.<br />

Mi amo (así lo consideré por obra de Tiberinus) me introdujo en una alforja que de su<br />

hombro pendía, junto al fruto exclusivo de la pesca, y en aquel encierro, aislado con un<br />

habitante del río pútrido, medio mareado por el tufo y por la oscilación, comprendí que<br />

los tres abandonaban el puente, que nos internábamos en el foro, y que acto continuo<br />

empezábamos a escalar una colina, probablemente la del Aventino, por una senda<br />

sinuosa y abrupta. Les costaba trepar a los enclenques, y no pude evitar la comparación<br />

de su caminata incierta con el sereno andar del Divus Tiberinus, que con la Loba<br />

avanzaba a través de cortinajes densos, en el centro de una orla de irisadas burbujas,<br />

bellas como diamantes, otorgándole al río triste su sola y maravillosa decoración.<br />

Pese a las ronqueras y resuellos del lercelo y a mi malestar fui, mientras vencíamos el<br />

rigor de la cuesta, haciendo acopio de una serie de indicaciones significativas, que me<br />

nutrieron, luego de la hambruna de noticias que sufrí en el desamparo del Tíber.<br />

Me enteré así de que eran cristianos, o sea adeptos a las prédicas de ese Cristo que<br />

citaban a menudo, y de que convivían en una ermita, una diminuta capilla y cabaña,<br />

allende las villas del patriciado. <strong>El</strong> último en sumarse al grupo traía, al parecer, unas<br />

nuevas que en breve angustiaron a los otros dos, y puntualizó que acababan de llegar a<br />

Roma. Por su vía nos desayunamos los demás de que el Emperador, a quien apodaban<br />

«el Árabe, tras de haber sido derrotado por el Senador Decio en Verona, había sido<br />

muerto por sus propios soldados, y de que quien imperaba ahora era el Decio en<br />

cuestión.<br />

Cneius Messius Quintus Trajanus Decius —silabeó el informante—. Difícilmente nos<br />

comunicarían algo peor, pues es un enemigo declarado de nosotros y de nuestras<br />

creencias. Resignémonos a la certidumbre de que nos volverán a perseguir. Otra cosa fue<br />

con el Árabe...<br />

—Por ahí cuentan que era cristiano, aunque lo callaba —acotó mi dueño.<br />

—Sin embargo —el tercero interrumpió—, no hay que olvidar que asesinó a su antecesor,<br />

un muchacho de diecinueve años...<br />

—Y ahora lo asesinan a él, a los cuarenta y cinco... ¡Cuántos crímenes y cuántos<br />

emperadores...! ¡Malos tiempos para Roma!<br />

—¡Más malos para nosotros, con Decio, el tirano! ¡Nos martirizarán!<br />

—Hermanos, hágase la voluntad de Cristo, Nuestro Señor.<br />

Tanto habían apagado sus voces, que se diluían penosamente en un susurro, perdido en<br />

el corazón de los rumores más y más distantes de la urbe.<br />

—Que Cristo nos proteja... —rezaban los tres.<br />

—Por lo menos —tornó a hablar mi propietario—, alegrémonos del asombro de la sortija<br />

que Cristo (¿quién otro?), en su infinita bondad, nos envió para socorrernos. La<br />

venderemos mañana.<br />

De ese modo, con oraciones, jadeos y plañires, entramos en la sombría pequeñez de la<br />

ermita. Nos sacaron de la alforja al pescado y a mí. Al primero lo pusieron a freír en<br />

seguida, y a mí me colocaron al pie de lo que juzgué un ídolo extraño, cuyo simbolismo<br />

entendí luego: lo formaban dos ramitas, clavadas en el centro de su cruce, y a su lado<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 75<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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