Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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sin narices, partidas águilas de metal y trozos de caballos de piedra; vi formarse y perderse museos de bronces, de mármoles, de pórfidos, de alabastros, de ónices, de ágatas; vi lidiar entre ellas, sin que las asiera ningún combatiente, lanzas y espadas sucias de herrumbre, que sacudía la torrencial violencia; y después me enteré de que ciertos cuerpos que arreaba la acuática furia, destripados, camino del último desagüe y del inmenso sepulcro del mar, eran los de Vitelio, todavía enorme, a quien tiraron al Tíber untado de excrementos; de Cómodo, el abominable; de Heliogábalo, aún fino y hermoso... emperadores... amos del Mundo, presto devorados por la fauna hambrienta del río. Cada dos meses, con puntual precisión, surgía caminando por el fondo del Tíber un anciano de magnífico aspecto. Iba casi desnudo, y en ¡a vaguedad del líquido fétido yo alcanzaba a distinguir su firme musculatura, su expresión severa, las barbas que se le volcaban sobre el pecho, la insólita corona de rosas, la Loba que lentamente lo seguía. Hablaba solo, y con un remo apartaba los despojos y los detritus que interceptaban su marcha, para luego continuar esa andanza hermética. De vez en vez, torcía la cornucopia que recostaba en el otro brazo y volcaba su contenido, flores y frutas, como si con ello pretendiera purificar el lecho pestilente. Intensificábase su irritación al enfrentarse con la boca de la Cloaca de Tarquino. Blandía entonces más que nunca el remo separador de bazofia y de evacuaciones, mientras que éstas, traídas por conductos que drenaban el Foro y sus contornos, nadaban peligrosamente alrededor, y prodigaba los vocablos coléricos: —¡Fastidiosus!, ¡sordidus! Tardé en deducir que aquél era el Divus Tiberinus, el dios del río, y en imaginar que sin pausa lo recorría, con la Loba en pos, atravesando lo que hoy denominamos Lacio, Umbría y Toscana, y removiendo del uno al otro extremo de la extraña suma de tesoros y podredumbre que en su seno guardaba el caudal. Yo esperaba su paso; me maravillaba, como la de los dioses en la tumba de Nefertari, su augusta grandeza, que ni su enfurruñamiento ni la repulsión del ambiente conseguían disminuir. Las circunstancias habían puesto en mi ruta a un dios, a un semidiós más, y después del fugaz y algo ridículo encuentro con la musa Talía, los extrañaba, porque no por nada soy egipcio, y poseo una personalidad que sin llegar a ser divina, me aproxima a su esencia misteriosa y me asegura cierta participación sutil de lo sobrenatural. En medio de los testimonios de la defecación y de la gloria, efímeros y aleccionadores; en medio de un baratillo que ocultaba alhajas, y de un depósito de excelentes materiales de demolición, puercamente embadurnados, yo elevaba mis preces a mi amada Reina, rogándole que intercediera ante nuestros celestes compatriotas para obtener mi rescate y mi retorno a la existencia activa. Me desmoralizaba, me deprimía aquella cárcel. Y me oyó por fin la Reina de los insuperables ojos rasgados, y a través de ella escucharon mis súplicas los Todopoderosos. Fue cuando se acentuaba el descenso de la inundación terrible que, como en pasadas oportunidades, el Gran Viejo del Remo había producido manejando con ira, lejos de mi escondite, su pala de madera, y trazando unos molinetes en redondo que enloquecieron al agua y convirtieron en oleaje y en desborde su medido curso habitual. Tan feroz había sido la arremetida, tales los remolinos y tal la fuerza del galopar y engrosar del aluvión, que perdí mi asilo dentro del casco de bronce, el cual partió tambaleándose hacia Ostia, en un revoltijo de costillares, de cráneos, de armaduras y de cuanto crearon la vanidosa inventiva de los Césares y la vital labor melancólica de las digestiones humanas. Hube de acompañarlos en el zangoloteo, pero me detuvo un oportuno busto, hincado en el cieno, de Nerón o, por citarlo con propiedad, de Lucius Domitius Nero Claudius, en cuyos rotos laureles me incrusté. Por vez segunda, desde la zambullida en el río, había sido salvado de una eliminación aparentemente imposible de evitar. Bajaba la creciente, cedía la agitación del agua, y esos movimientos coincidieron con el retorno fiel del Pater Tiberinus, cuyo buen humor inhabitual me sorprendió. Reía el bello y corpulento anciano, jugando con el remo como con un elegante bastón; desparramaba flores del cuerno de la abundancia y hasta sembraba las rosas de sus coronas, que se Manuel Mujica Láinez 73 El escarabajo

sin narices, partidas águilas de metal y trozos de caballos de piedra; vi formarse y<br />

perderse museos de bronces, de mármoles, de pórfidos, de alabastros, de ónices, de<br />

ágatas; vi lidiar entre ellas, sin que las asiera ningún combatiente, lanzas y espadas<br />

sucias de herrumbre, que sacudía la torrencial violencia; y después me enteré de que<br />

ciertos cuerpos que arreaba la acuática furia, destripados, camino del último desagüe y<br />

del inmenso sepulcro del mar, eran los de Vitelio, todavía enorme, a quien tiraron al<br />

Tíber untado de excrementos; de Cómodo, el abominable; de Heliogábalo, aún fino y<br />

hermoso... emperadores... amos del Mundo, presto devorados por la fauna hambrienta<br />

del río.<br />

Cada dos meses, con puntual precisión, surgía caminando por el fondo del Tíber un<br />

anciano de magnífico aspecto. Iba casi desnudo, y en ¡a vaguedad del líquido fétido yo<br />

alcanzaba a distinguir su firme musculatura, su expresión severa, las barbas que se le<br />

volcaban sobre el pecho, la insólita corona de rosas, la Loba que lentamente lo seguía.<br />

Hablaba solo, y con un remo apartaba los despojos y los detritus que interceptaban su<br />

marcha, para luego continuar esa andanza hermética. De vez en vez, torcía la cornucopia<br />

que recostaba en el otro brazo y volcaba su contenido, flores y frutas, como si con ello<br />

pretendiera purificar el lecho pestilente. Intensificábase su irritación al enfrentarse con la<br />

boca de la Cloaca de Tarquino. Blandía entonces más que nunca el remo separador de<br />

bazofia y de evacuaciones, mientras que éstas, traídas por conductos que drenaban el<br />

Foro y sus contornos, nadaban peligrosamente alrededor, y prodigaba los vocablos<br />

coléricos:<br />

—¡Fastidiosus!, ¡sordidus!<br />

Tardé en deducir que aquél era el Divus Tiberinus, el dios del río, y en imaginar que sin<br />

pausa lo recorría, con la Loba en pos, atravesando lo que hoy denominamos Lacio,<br />

Umbría y Toscana, y removiendo del uno al otro extremo de la extraña suma de tesoros<br />

y podredumbre que en su seno guardaba el caudal. Yo esperaba su paso; me<br />

maravillaba, como la de los dioses en la tumba de Nefertari, su augusta grandeza, que ni<br />

su enfurruñamiento ni la repulsión del ambiente conseguían disminuir. Las circunstancias<br />

habían puesto en mi ruta a un dios, a un semidiós más, y después del fugaz y algo<br />

ridículo encuentro con la musa Talía, los extrañaba, porque no por nada soy egipcio, y<br />

poseo una personalidad que sin llegar a ser divina, me aproxima a su esencia misteriosa<br />

y me asegura cierta participación sutil de lo sobrenatural.<br />

En medio de los testimonios de la defecación y de la gloria, efímeros y aleccionadores; en<br />

medio de un baratillo que ocultaba alhajas, y de un depósito de excelentes materiales de<br />

demolición, puercamente embadurnados, yo elevaba mis preces a mi amada Reina,<br />

rogándole que intercediera ante nuestros celestes compatriotas para obtener mi rescate<br />

y mi retorno a la existencia activa. Me desmoralizaba, me deprimía aquella cárcel. Y me<br />

oyó por fin la Reina de los insuperables ojos rasgados, y a través de ella escucharon mis<br />

súplicas los Todopoderosos.<br />

Fue cuando se acentuaba el descenso de la inundación terrible que, como en pasadas<br />

oportunidades, el Gran Viejo del Remo había producido manejando con ira, lejos de mi<br />

escondite, su pala de madera, y trazando unos molinetes en redondo que enloquecieron<br />

al agua y convirtieron en oleaje y en desborde su medido curso habitual. Tan feroz había<br />

sido la arremetida, tales los remolinos y tal la fuerza del galopar y engrosar del aluvión,<br />

que perdí mi asilo dentro del casco de bronce, el cual partió tambaleándose hacia Ostia,<br />

en un revoltijo de costillares, de cráneos, de armaduras y de cuanto crearon la vanidosa<br />

inventiva de los Césares y la vital labor melancólica de las digestiones humanas. Hube de<br />

acompañarlos en el zangoloteo, pero me detuvo un oportuno busto, hincado en el cieno,<br />

de Nerón o, por citarlo con propiedad, de Lucius Domitius Nero Claudius, en cuyos rotos<br />

laureles me incrusté. Por vez segunda, desde la zambullida en el río, había sido salvado<br />

de una eliminación aparentemente imposible de evitar.<br />

Bajaba la creciente, cedía la agitación del agua, y esos movimientos coincidieron con el<br />

retorno fiel del Pater Tiberinus, cuyo buen humor inhabitual me sorprendió. Reía el bello<br />

y corpulento anciano, jugando con el remo como con un elegante bastón; desparramaba<br />

flores del cuerno de la abundancia y hasta sembraba las rosas de sus coronas, que se<br />

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