Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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en silencio el asesinato, proclamó que rechazaba la magistratura que le había otorgado el<br />
Dictador, no aceptando más títulos que los emanados del pueblo, y arrojó allí y pisoteó<br />
no sé qué insignias, con lo cual se levantó de la doble formación guerrera un enorme<br />
rugir, y si no hubiésemos sido arrastrados todos, inclusive los hércules, como por un<br />
torrente impetuoso, por un nuevo aporte de multitud desenfrenada, ahí hubiese ocurrido<br />
el fin del pretor Cornelio Cinna, con beneficios importantes para el otro, el amor de Tulia,<br />
como en breve se comprobará.<br />
Sin litera y sin esclavos, lo mismo que Tulia Mecila la vez del desfile de Cleopatra y de su<br />
encuentro con Cayo Helvio, regresó el Senador a su casa del Foro. No tuvo, huelga<br />
decirlo, como su bella mitad, la escolta feliz de alguien que lo amase. Volvió<br />
furtivamente, disimulándose, cual corresponde al asesino que era, pese a la pobreza de<br />
su conducta y a que su azoramiento y su pavura lograron por efecto a la incapacidad. Ni<br />
para eso servía, pero era un asesino, lo era como que hay Dios y Dioses. A mí me había<br />
escondido dentro del escritorio portátil, del cual me libró no bien se internó en su casa.<br />
Lavó prolijamente el puñal maldito y lo deslizó bajo su lecho; me enjuagó y frotó, me<br />
envolvió en un pañuelo, y adiviné que me conducía por los corredores hasta los<br />
aposentos de su esposa. Allá se entró con cautela, verificó que no había nadie y, en el<br />
famoso baño, deshizo mi atadijo y me echó a rodar rumbo al ángulo más oscuro del piso<br />
de mosaicos. A continuación se esfumó con las susodichas precauciones, dejándome<br />
entregado a múltiples y abigarrados pensamientos, en los que prevalecía la plástica,<br />
infausta imagen de César caído, cubierto el rostro por el manto, y la de su sangre<br />
empapándome y transmitiéndome una arrogancia de la cual yo, pequeño <strong>Escarabajo</strong>, me<br />
supe indigno, aun acusándome de vanidoso.<br />
En ésas me hallaba, odiando las deslealtades y embustes de Domicio Mamerco, y<br />
preguntándome qué papel me asignaba en la perfidia de sus engaños, cuando a un<br />
tiempo surgieron Tulia y su esclava favorita. Púsose la segunda a encender lámparas y<br />
de improviso lanzó un grito, pues me descubrió. Me recogió prestamente, me puso en las<br />
manos de su señora, y estaban las asombradas mujeres discutiendo la rareza del<br />
hallazgo, e infiriendo la posibilidad de que Tulia y Cayo Helvio se hubiesen confundido<br />
(cuando supusieron ver en la distante tiniebla de obsidiana que Quadrato se apoderaba<br />
de mí), pues ahora lo probable parecía ser que con uno de sus amplios movimientos me<br />
había impulsado y tirado, inadvertidamente, de la mesa al rincón, en instantes en que el<br />
Foro y sus zonas vecinas, en especial la casa del Pontífice Máximo, residencia de la<br />
desesperada Calpurnia, se colmaron de voces, de alaridos, de chillidos, de bramidos, que<br />
clamaban que habían asesinado a César, asesinado a César, a César, a César... y ambas,<br />
el ama y la servidora, llevándome la primera consigo, saltaron al tálamo y se taparon<br />
hasta las orejas con las pieles de marta que se echaron a temblar, como si los animalejos<br />
hubiesen cobrado fantástica vida.<br />
Los días subsiguientes fueron de desorden y de inseguridad para cada ciudadano, amigo<br />
o enemigo de Caius Iulius. Saquearon los ladrones cuanto les facilitó la falta de<br />
vigilancia, y escasa gente osó salir a la calle. Quadrato, por excepción, se amparó en el<br />
departamento de Tulia. Yo, inalcanzable, espié su sobresaltado ir y venir, deduje su<br />
causa: no se había aclarado aún la suerte de la revolución y de quienes en ella actuaran,<br />
de modo que fue él mismo quien le sugirió a su mujer que mandase llamar a Cayo<br />
Helvio, con la excusa de conocer las novedades, pero en realidad (a mí no me engatusó)<br />
para contar con uno de la facción de César, por si necesario fuese. Vino el poeta, y yo,<br />
merced a una subrepticia maniobra, recuperé su izquierdo anular: he ahí mi sola<br />
satisfacción, entre las perversidades y las trampas que me circundaban, porque con Cayo<br />
Helvio me entendía muy bien. Poco informó el recién venido, arguyendo que nadie<br />
entendía el intríngulis. Lo único patente era que los de la conjura y los que todavía<br />
pretendían ser fieles a su general, estaban pactando, sobre la lucrativa base de no<br />
desprenderse de ninguno de los privilegios y concesiones que le adeudaban. Eran unos<br />
miserables, y sé que Cinna tuvo a flor de labio el decirlo, pero se retuvo por no captar la<br />
posición exacta del escurridizo Senador.<br />
Los magistrados resolvieron honrar a César con espléndidos funerales, para serenar al<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 67<br />
<strong>El</strong> escarabajo