Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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pusilanimidad en la litera. Ni Cayo Helvio ni Tulia Mecila tenían que ver con el asunto. Se trataba de Caius Iulius; de asesinarlo. Porque Domicio Mamerco, el grave, el majestuoso, el senadorísimo, el traidor profesional, estaba allí con los demás, esgrimiendo la débil daga. ¿Cuántos serían los de la atroz conjura, los compañeros de armas del gran jefe, los legisladores elegidos por él, los más cercanos a su intimidad? ¿Cuarenta, cincuenta, sesenta? En el hemiciclo, inmovilizados por la sorpresa, el miedo y el horror, los varios cientos de senadores restantes que le debían, igual que Domicio Mamerco, la sinecura magnífica, nos miraban cual muñecos de cera: ni uno se movió para auxiliarlo, ni uno. Como una humana jauría, los conspiradores se ensañaban contra el hombre solo, contra el príncipe de príncipes, que había sucumbido ya bajo las cuchillas. Puesto que el hacinamiento no les permitía a todos hundir sus hojas en la carne ilustre, tropezaban, se herían entre ellos como dementes, y continuaban hurgando y buscando un resquicio por donde meter el estoque hasta alcanzar una parte cualquiera, algo reconocible bajo la toga, del cuerpo de César, en tanto que aparecían en la altura los impávidos gladiadores del teatro, y retumbaban los gemidos y las quejas enfierecidas de los que se habían lacerado entre sí. Quadrato tiritaba; lo convulsionó un llanto de niño, y pinchó, acribilló a derecha e izquierda. Alguno, a quien tajara su torpe/a, reaccionó empujándolo con saña hasta la propia raíz del crimen, y caímos en medio de los oradores y los militares convertidos en hienas, estirado un brazo del viejo hacia adelante, y en su mano, aferrada el arma, yo. La sangre de Cayo Julio César me bañó íntegro; el azul mócenle de mi piedra desapareció en el cálido chorro escarlata; era como si el manto púrpura del capitán divino se desangrara con el humor de sus venas, sobre mí. Nunca, nunca hasta esa oportunidad terrible, había experimentado yo una conmoción tan honda. Acaso se le pueda comparar, por intensa, la que me conmovió en el paseo por el Nilo que realicé a bordo del caique de la incomparable Nefertari, cuando ella introdujo la mano en el agua del Padre fluvial, el misterioso pez Oxirrinco me rozó en su brazalete, y de la Reina para siempre me enamoré. Acaso... mas aquello fue una enajenadora dulzura, un comprobar que mi piedra azul oculta un tierno y secreto latir y que, aunque soy mudo, soy dueño de cantar calladamente, como lo hice, amándola y acompañando la voz del muchacho ciego que en la proa tañía el arpa suave, para distraer a la esposa de Ramsés. Pero esto... ¡qué diferente fue, qué opuesto y qué exaltantemente perturbador! Sentí que ardía; que, a semejanza de los fantasmas voladores mencionados en los últimos presagios, estaba hecho de llamas. Mi lapislázuli, que adquiere la tonalidad de mis emociones, debe de haber asumido a la sazón un color índigo trágico. Quedé trastornado, y apenas me di cuenta de que huíamos de la Curia de Pompeyo, envueltos en una nube de fugitivos senadores que abandonaban el cadáver glorioso. Vagamente recuerdo que alguien pretendió arengar a los que escapaban, sin conseguirlo. En verdad, a ése y a los discursos fúnebres que luego, durante las exequias, se pronunciaron, nadie los compuso mejor que William Shakespeare, ni a nadie se los escucharon con tañía atención los auditorios cosmopolitas, ni se los tradujeron y comentaron tan estupendamenle. ¡Ojalá, desde el mundo ignoto por el cual ambula junio a dioses diversos, César haya podido asomarse a oír al poeta inglés en la lengua que fuese! ¡Y ojalá yo hubiera logrado agitar mis alas quietas y ser el Escarabajo que, con el Halcón, el Ibis y el Saltamontes, como a los faraones, lo hubiese transportado en el viaje supremo a través de los paisajes mágicos! Pero..., ¡qué va...! Yo era un carbón ígneo en el dedo del despavorido Quadrato, y me asombra que a él no lo quemara. Asimismo recuerdo, como un sueño afligente, porque la sangre de César me comunicaba un desmesurado orgullo, que en cierto momento de la deserción, que compartían, perplejas, las familias celebrantes de la festividad de Anna Perenna, después de que corrimos al azar, sorteando frágiles vinaterías, cobertizos derribados y los esparcidos depósitos de cestas, cajas y barricas, debimos atravesar entre una doble fila atónita y peligrosa de gigantescos veteranos de las campañas cesáreas, en la que reconocí a Lucilio Turbo y Aurelio, mis propietarios anteriores, y que en esa exacta ocasión estaba con nosotros un Cinna que no era por cierto el mío, sino el pretor Cornelio Cinna, ni siquiera pariente del poeta, y que este segundo Cinna perdió la cabeza, pues en lugar de disminuir el paso, como Domicio Mamerco, y de fingir condenar 66 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

pusilanimidad en la litera. Ni Cayo Helvio ni Tulia Mecila tenían que ver con el asunto. Se<br />

trataba de Caius Iulius; de asesinarlo. Porque Domicio Mamerco, el grave, el majestuoso,<br />

el senadorísimo, el traidor profesional, estaba allí con los demás, esgrimiendo la débil<br />

daga. ¿Cuántos serían los de la atroz conjura, los compañeros de armas del gran jefe, los<br />

legisladores elegidos por él, los más cercanos a su intimidad? ¿Cuarenta, cincuenta,<br />

sesenta? En el hemiciclo, inmovilizados por la sorpresa, el miedo y el horror, los varios<br />

cientos de senadores restantes que le debían, igual que Domicio Mamerco, la sinecura<br />

magnífica, nos miraban cual muñecos de cera: ni uno se movió para auxiliarlo, ni uno.<br />

Como una humana jauría, los conspiradores se ensañaban contra el hombre solo, contra<br />

el príncipe de príncipes, que había sucumbido ya bajo las cuchillas. Puesto que el<br />

hacinamiento no les permitía a todos hundir sus hojas en la carne ilustre, tropezaban, se<br />

herían entre ellos como dementes, y continuaban hurgando y buscando un resquicio por<br />

donde meter el estoque hasta alcanzar una parte cualquiera, algo reconocible bajo la<br />

toga, del cuerpo de César, en tanto que aparecían en la altura los impávidos gladiadores<br />

del teatro, y retumbaban los gemidos y las quejas enfierecidas de los que se habían<br />

lacerado entre sí. Quadrato tiritaba; lo convulsionó un llanto de niño, y pinchó, acribilló a<br />

derecha e izquierda. Alguno, a quien tajara su torpe/a, reaccionó empujándolo con saña<br />

hasta la propia raíz del crimen, y caímos en medio de los oradores y los militares<br />

convertidos en hienas, estirado un brazo del viejo hacia adelante, y en su mano, aferrada<br />

el arma, yo. La sangre de Cayo Julio César me bañó íntegro; el azul mócenle de mi<br />

piedra desapareció en el cálido chorro escarlata; era como si el manto púrpura del<br />

capitán divino se desangrara con el humor de sus venas, sobre mí.<br />

Nunca, nunca hasta esa oportunidad terrible, había experimentado yo una conmoción tan<br />

honda. Acaso se le pueda comparar, por intensa, la que me conmovió en el<br />

paseo por el Nilo que realicé a bordo del caique de la incomparable Nefertari, cuando ella<br />

introdujo la mano en el agua del Padre fluvial, el misterioso pez Oxirrinco me rozó<br />

en su brazalete, y de la Reina para siempre me enamoré. Acaso... mas aquello fue una<br />

enajenadora dulzura, un comprobar que mi piedra azul oculta un tierno y secreto latir y<br />

que, aunque soy mudo, soy dueño de cantar calladamente, como lo hice, amándola y<br />

acompañando la voz del muchacho ciego que en la proa tañía el arpa suave, para<br />

distraer a la esposa de Ramsés. Pero esto... ¡qué diferente fue, qué opuesto y<br />

qué exaltantemente perturbador! Sentí que ardía; que, a semejanza de los<br />

fantasmas voladores mencionados en los últimos presagios, estaba hecho de<br />

llamas. Mi lapislázuli, que adquiere la tonalidad de mis emociones, debe de haber<br />

asumido a la sazón un color índigo trágico. Quedé trastornado, y apenas me di cuenta de<br />

que huíamos de la Curia de Pompeyo, envueltos en una nube de fugitivos senadores que<br />

abandonaban el cadáver glorioso. Vagamente recuerdo que alguien pretendió arengar a<br />

los que escapaban, sin conseguirlo. En verdad, a ése y a los discursos fúnebres que<br />

luego, durante las exequias, se pronunciaron, nadie los compuso mejor que<br />

William Shakespeare, ni a nadie se los escucharon con tañía atención los auditorios<br />

cosmopolitas, ni se los tradujeron y comentaron tan estupendamenle. ¡Ojalá, desde<br />

el mundo ignoto por el cual ambula junio a dioses diversos, César haya podido asomarse<br />

a oír al poeta inglés en la lengua que fuese! ¡Y ojalá yo hubiera logrado agitar mis alas<br />

quietas y ser el <strong>Escarabajo</strong> que, con el Halcón, el Ibis y el Saltamontes, como a los<br />

faraones, lo hubiese transportado en el viaje supremo a través de los paisajes mágicos!<br />

Pero..., ¡qué va...! Yo era un carbón ígneo en el dedo del despavorido Quadrato, y me<br />

asombra que a él no lo quemara. Asimismo recuerdo, como un sueño afligente, porque la<br />

sangre de César me comunicaba un desmesurado orgullo, que en cierto momento de la<br />

deserción, que compartían, perplejas, las familias celebrantes de la festividad de Anna<br />

Perenna, después de que corrimos al azar, sorteando frágiles vinaterías, cobertizos<br />

derribados y los esparcidos depósitos de cestas, cajas y barricas, debimos atravesar<br />

entre una doble fila atónita y peligrosa de gigantescos veteranos de las campañas<br />

cesáreas, en la que reconocí a Lucilio Turbo y Aurelio, mis propietarios anteriores, y que<br />

en esa exacta ocasión estaba con nosotros un Cinna que no era por cierto el mío, sino el<br />

pretor Cornelio Cinna, ni siquiera pariente del poeta, y que este segundo Cinna perdió la<br />

cabeza, pues en lugar de disminuir el paso, como Domicio Mamerco, y de fingir condenar<br />

66 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

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