Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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toldos, donde la buena gente de la ciudad, con sus críos, sus perros, sus gatos, sus papagayos, sus mirlos y demás bicharracos, pasaría la jornada libre, comiendo, bebiendo, bailando, ladrando, maullando, chillando, trinando y cometiendo toda suerte de alegres incorrecciones. Pero Domicio Mamerco Quadrato no toleraba groserías, y menos aún aquella mañana de marzo en que incesantemente me hacía girar en torno de su dedo, y en que su excitación era tan visible que el barbero tuvo que rogarle que se calmara, con el resultado contrario y con la consecuencia de que la navaja le dibujó un leve corte en la mejilla derecha. Manó sangre; afanóse, medroso, el rascamandíbulas; sacó de su maletín un horrendo emplasto que tenía listo por si algo sucediera, hecho con telarañas empapadas en aceite y vinagre, que el Senador rechazó furiosamente, como rechazó el perfume, aunque permitió que le disfrazaran la palidez de los carrillos con un cosmético colorante que terminó por restañar la herida, y el cabrón se puso de pie, reclamando la vestidura de su cargo, la laticlavia, distinguida por su ancha banda púrpura vertical. Se arropó en la toga, despachó a los servidores, recuperó la daga, que metió dentro de la caja estrecha en la cual guardaba sus estiletes de metal y de hueso y demás útiles de escritura, y salimos. Salimos a la calle, ante mi estupefacción, porque yo imaginé, ingenua y fatídicamente, que Quadrato se había hecho desbarbar y había revestido sus ropas senatoriales, acorde con la pompa que regulaba sus actividades, para asesinar a su esposa y al amante de ésta, si seguía en su casa. Nada de ello; en absoluto: salimos, con laticlavia y puñal, a la calle, al bullicio y al sol de Roma. Quadrato, a fuertes gritos y palmadas, exigía su litera. Al instante estuvo allí, con sus ocho portadores; en ella subió el maduro personaje, siempre conmigo, y mi asombro creció al observar que nos alejábamos de los espejos de obsidiana y de su catastrófica negrura y que, al par que nos distanciábamos, aumentaba, paradójicamente, la preocupación del que, en vez de estirarse en el lecho portátil, se contraía, abrazaba las rodillas y apoyaba en ellas el mentón; suspiraba, entreabría las cortinas y avistaba, entre los monumentos del Foro, el gárrulo meneo del pueblo romano, que se instalaba para gozar de los idus, con cestas, vasijas y ánforas, con flautas y panderos, jaraneando en honor de la remotísima Anna Perenna. Luego mi hurtador tornaba a encerrarse y a suspirar, de lo cual deduje lo mucho que sufría por culpa de Tulia y de Cayo Helvio, y sentí cierto remordimiento, hijo de la que consideré mi complicidad. Por otra parte, adentrábase en mí la noción de que la prueba de que era burlado había contribuido a trastornar a Domicio Mamerco, pues cuando no suspiraba y cedían un poco sus palpitaciones, farfullaba frases que yo no lograba entender, y las subrayaba con largos ademanes enfáticos, como cuando había estado acuchillando al aire y discurseando incoherencias, delante del espejo. Asimismo me desconcertaba que el Senador no hubiese dado a sus esclavos las señas del lugar a donde debían conducirlo, como si ello hubiese sido fijado de antemano, tal vez la noche previa. Entretanto la plebeya algarabía ganaba volumen. Comprobé que costeábamos el río, frente a la Isla Tiberina y su templo de Esculapio; que torcíamos a la derecha y nos internábamos en el intrincamiento de callejas que la disparatada altura de los edificios privaba de luz. De tanto en tanto, al alzar el parlamentario las cortinas y ampliarse la vía por la cual avanzábamos en medio de una multitud escandalosa, me era dado ver que en las ventanas y balcones negreaba de igual modo la gente, pugnando por asomarse entre las flores que había en macetas V tinajas; y que otras literas, más y más numerosas, luchaban como la nuestra por abrirse camino en el caudal humano. Verifiqué que quienes viajaban en esos vehículos, cuyos conductores, como los nuestros, se desgañitaban sin descanso para que los dejaran pasar, contribuyendo a la batahola, eran colegas de Quadrato, puesto que vestían togas similares, y llegué a la conclusión de que nos dirigíamos a una asamblea legislativa. Eso hablaba sumamente en pro del marido de Tulia, a quien sus problemas personales debían eximir, por esta vez, de ocuparse de las cosas de la República, y contradecían a Helvio, quien solía decir, abrazado a su amante, que él era más fiel a ella que el Senador al Senado, al cual concurría muy de tarde en tarde. No me había equivocado yo. íbamos a la Curia Pompeyana, en la zona del Circo Elaminus. Allí tendría efecto la sesión, y cuando con Domicio Mamerco descendí de las 64 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

toldos, donde la buena gente de la ciudad, con sus críos, sus perros, sus gatos, sus<br />

papagayos, sus mirlos y demás bicharracos, pasaría la jornada libre, comiendo,<br />

bebiendo, bailando, ladrando, maullando, chillando, trinando y cometiendo toda suerte<br />

de alegres incorrecciones. Pero Domicio Mamerco Quadrato no toleraba groserías, y<br />

menos aún aquella mañana de marzo en que incesantemente me hacía girar en torno de<br />

su dedo, y en que su excitación era tan visible que el barbero tuvo que rogarle que se<br />

calmara, con el resultado contrario y con la consecuencia de que la navaja le dibujó un<br />

leve corte en la mejilla derecha. Manó sangre; afanóse, medroso, el rascamandíbulas;<br />

sacó de su maletín un horrendo emplasto que tenía listo por si algo sucediera, hecho con<br />

telarañas empapadas en aceite y vinagre, que el Senador rechazó furiosamente, como<br />

rechazó el perfume, aunque permitió que le disfrazaran la palidez de los carrillos con un<br />

cosmético colorante que terminó por restañar la herida, y el cabrón se puso de pie,<br />

reclamando la vestidura de su cargo, la laticlavia, distinguida por su ancha banda<br />

púrpura vertical. Se arropó en la toga, despachó a los servidores, recuperó la daga, que<br />

metió dentro de la caja estrecha en la cual guardaba sus estiletes de metal y de hueso y<br />

demás útiles de escritura, y salimos. Salimos a la calle, ante mi estupefacción, porque yo<br />

imaginé, ingenua y fatídicamente, que Quadrato se había hecho desbarbar y había<br />

revestido sus ropas senatoriales, acorde con la pompa que regulaba sus actividades, para<br />

asesinar a su esposa y al amante de ésta, si seguía en su casa. Nada de ello; en<br />

absoluto: salimos, con laticlavia y puñal, a la calle, al bullicio y al sol de Roma. Quadrato,<br />

a fuertes gritos y palmadas, exigía su litera.<br />

Al instante estuvo allí, con sus ocho portadores; en ella subió el maduro personaje,<br />

siempre conmigo, y mi asombro creció al observar que nos alejábamos de los espejos de<br />

obsidiana y de su catastrófica negrura y que, al par que nos distanciábamos, aumentaba,<br />

paradójicamente, la preocupación del que, en vez de estirarse en el lecho portátil, se<br />

contraía, abrazaba las rodillas y apoyaba en ellas el mentón; suspiraba, entreabría las<br />

cortinas y avistaba, entre los monumentos del Foro, el gárrulo meneo del pueblo romano,<br />

que se instalaba para gozar de los idus, con cestas, vasijas y ánforas, con flautas y<br />

panderos, jaraneando en honor de la remotísima Anna Perenna. Luego mi hurtador<br />

tornaba a encerrarse y a suspirar, de lo cual deduje lo mucho que sufría por culpa de<br />

Tulia y de Cayo Helvio, y sentí cierto remordimiento, hijo de la que consideré mi<br />

complicidad. Por otra parte, adentrábase en mí la noción de que la prueba de que era<br />

burlado había contribuido a trastornar a Domicio Mamerco, pues cuando no suspiraba y<br />

cedían un poco sus palpitaciones, farfullaba frases que yo no lograba entender, y las<br />

subrayaba con largos ademanes enfáticos, como cuando había estado acuchillando al aire<br />

y discurseando incoherencias, delante del espejo. Asimismo me desconcertaba que el<br />

Senador no hubiese dado a sus esclavos las señas del lugar a donde debían conducirlo,<br />

como si ello hubiese sido fijado de antemano, tal vez la noche previa. Entretanto la<br />

plebeya algarabía ganaba volumen. Comprobé que costeábamos el río, frente a la Isla<br />

Tiberina y su templo de Esculapio; que torcíamos a la derecha y nos internábamos en el<br />

intrincamiento de callejas que la disparatada altura de los edificios privaba de luz. De<br />

tanto en tanto, al alzar el parlamentario las cortinas y ampliarse la vía por la cual<br />

avanzábamos en medio de una multitud escandalosa, me era dado ver que en las<br />

ventanas y balcones negreaba de igual modo la gente, pugnando por asomarse entre las<br />

flores que había en macetas V tinajas; y que otras literas, más y más numerosas,<br />

luchaban como la nuestra por abrirse camino en el caudal humano. Verifiqué que quienes<br />

viajaban en esos vehículos, cuyos conductores, como los nuestros, se desgañitaban sin<br />

descanso para que los dejaran pasar, contribuyendo a la batahola, eran colegas de<br />

Quadrato, puesto que vestían togas similares, y llegué a la conclusión de que nos<br />

dirigíamos a una asamblea legislativa. Eso hablaba sumamente en pro del marido de<br />

Tulia, a quien sus problemas personales debían eximir, por esta vez, de ocuparse de las<br />

cosas de la República, y contradecían a Helvio, quien solía decir, abrazado a su amante,<br />

que él era más fiel a ella que el Senador al Senado, al cual concurría muy de tarde en<br />

tarde.<br />

No me había equivocado yo. íbamos a la Curia Pompeyana, en la zona del Circo<br />

<strong>El</strong>aminus. Allí tendría efecto la sesión, y cuando con Domicio Mamerco descendí de las<br />

64 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

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