Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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más cómodo.<br />
Por ende, allá nos encaminamos en cuanto oscureció, y doy fe de que aquélla permanece<br />
en mi memoria como una de las entrevistas más logradas de los amantes. Cayo Helvio se<br />
desvistió en el baño de Tulia, famoso en Roma por su magnificencia y originalidad.<br />
Disponía de una piscina de plata, cuya amplitud permitía ensayar los movimientos<br />
natatorios, y junto a ella, sobre los mosaicos de piedra de Thasos (la isla a la cual no<br />
llegó nunca mi cuitado amigo Poseidón), se alineaban los potes de afeites, los peines de<br />
marfil, las pinzas, los duros cepillos de Pérgamo, los espejos de mano, el elixir español<br />
para los buches, los frascos alabastrinos que contenían esencias de rosa, de azafrán, de<br />
mirto y de hinojo, y las preparaciones que las damas apreciaban entonces unánimemente<br />
como fortificadoras de la cabellera: la médula de ciervo y la grasa de oso, esta última<br />
recomendada por Cleopatra. Acaso anduvieran por ahí disimulados, el Satyrión y el<br />
Erithraicón de Simaetha, o algún estimulante afrodisíaco similar, más potente, puesto<br />
que se progresa en todo... Pero la singularidad, la extravagancia del vasto aposento,<br />
fuente de envidia para las romanas admitidas a visitarlo, consistía en dos espejos de<br />
pulida obsidiana, empotrados en la pared, cuya nebulosa superficie reflejaba entero, de<br />
los pies a la cabeza, a quien delante de ellos se detenía. Cinna se asomó al misterio de<br />
su penumbra; se miró, luego de despojarse de la ropa y, por su expresión aprobadora,<br />
por la forma en que estrechó y ahuecó el vientre, palpándolo, induje que todavía se<br />
juzgaba deseable. Se acomodó, pues, el despoblado pelo, y se reunió con la desnudez de<br />
Tulia, en el tálamo al cual cubría un sobrecama desmesurado, hecho con numerosas y<br />
cosidas pieles de marta. A mí me había dejado en el baño, sobre una mesita que<br />
enfrentaba a uno de los espejos, gracias a cuya colocación y a la ayuda del otro, además<br />
de la única y trémula lamparilla de aceite, podía yo seguir los borrosos y voluptuosos<br />
movimientos de la pareja, en la (¡niebla de la habitación vecina y en la opacidad<br />
impuesta por el tono de la alta lámina mineral de obsidiana.<br />
¡Qué bríos!, ¡qué resistencia!, si parecía que acababan de conocerse y probarse. Las<br />
horas corrieron así. Cansado de una diversión cuyas figuras, aunque excepcionalmente<br />
dinámicas, eran demasiado familiares para mí, y que, al acalorarse los dos actores,<br />
prosiguieron no debajo sino encima de la manta, me fui adormeciendo. De repente, un<br />
grito ahogado de Tulia, que no correspondía ni al habitual orrullo ni aun a la ronca queja<br />
amorosa, me despertó. Alguien avanzaba por la galería; alguien acostumbrado a pisar<br />
con firmeza, con potestad, y que por tanto no podía pertenecer a la servidumbre. Venía<br />
hablando solo, arrebatadamente; reconocí la voz engolada de Quadrato; debía de ser<br />
muy tarde. ¡Oh Khepri! ¡Oh Isis! ¡Oh Zeus! ¡Oh Júpiter! ¡Estábamos perdidos!<br />
Comprobé, simultáneamente, que se abría la puerta del baño y por ella se precipitaba la<br />
agitación petulante del Senador, y que en la cámara opuesta Tulia y Cinna brincaban del<br />
lecho, pero que el tiempo no les alcanzaba, sin duda por temor de hacer ruido, para<br />
tironear de las pieles de marta y taparse, de manera que permanecían desnudos,<br />
abrazados y ¿para qué decirlo? aterrados, en un ángulo del cuarto sombrío, junto a la<br />
revuelta cama. En cuanto a Domicio Mamerco, sus intenciones eran más que obvias y<br />
truculentas, pues blandía un desenvainado puñal.<br />
¡Qué espanto! Mis simpatías se inclinaron, claro está, hacia quienes se amaban y pronto<br />
iban a morir. Quadrato, despeinado el escaso pelo, importante la nariz espadachina,<br />
desordenada la toga, se adelantó hasta el centro del baño, precisamente a un paso de la<br />
mesita en la que yo aguardaba el curso inalterable de los acontecimientos. Ahí se detuvo,<br />
en lugar de entrar en seguida en la estancia de los adúlteros; y procedió de un modo<br />
realmente incomprensible. Como un actor, se puso a practicar frente al espejo y a<br />
examinar con atención cada uno de sus movimientos. Alzaba con violencia la férrea hoja,<br />
la hacía relampaguear a la escasa luz, y musitaba frases confusas; luego daba al aire<br />
unas iracundas cuchilladas, sin dejar de observarse ni un segundo, como si escogiera las<br />
actitudes más propicias y acaso más sentadoras. Retrocedía dos pasos; se llevaba al<br />
pecho, con estatuario ademán, la mano izquierda, y levantaba la derecha, en la que el<br />
puñal brillaba, cual si pronunciase un juramento. Se inclinaba después, hasta que parecía<br />
que iba a internarse en la vítrea obsidiana, como en el misterio de un ámbito fúnebre, y<br />
volvía a reiterar, con brazos, manos y arma, su mímica de asesino histriónico. Pero<br />
62 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo