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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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conveniente circunstancia de que el Senador jamás de los jamases hollara los aposentos<br />

de su mujer; a él le bastaba con la certeza de que ésta permanecía en la casa, a su<br />

disposición para salir con él cuando le fuese útil exhibir a su joven mitad. Durante los<br />

encuentros de los osados amantes, yo me limitaba a observar sus alegres juegos desde<br />

algún mueble contiguo, pues Cinna tenía la precaución de quitarme de su anular no bien<br />

éstos empezaban, temeroso acaso de que mi propósito fuese arañar a su cómplice,<br />

cuando la realidad es que mi solo deseo, de haberme sido acordada la ventura de<br />

intervenir en sus esparcimientos, hubiera consistido en deslizarme blandamente sobre la<br />

totalidad de la piel de la hermosa romana (como un homenaje más, por cierto, al<br />

recuerdo de mi omnipresente Nefertari) y que si en una desgraciada noche de la dinastía<br />

XIX rasgué la nalga sagrada de Ramsés II, ello no fue por culpa mía sino del frenesí de<br />

mi querida Reina.<br />

Así proseguían las cosas, satisfactorias para el intercambio amoroso de la pareja, para mí<br />

recreativo acecho, para la arrogancia del político y para la gula y sociabilidad de los<br />

escritores, cuando la Historia resolvió dar vuelta a las páginas y apresurar los episodios.<br />

César retornó de África, después de haber derrotado a quienes, aun muerto Pompeyo,<br />

seguían tributándole su fidelidad y, ebrio de orgullo y gloria, organizó sus cuatro desfiles<br />

triunfales, que duraron otros tantos días, y que contemplé con Helvio, desde una de las<br />

terrazas de la Vía Sacra, entre varios padres de la patria que eran sus aclamantes<br />

huéspedes.<br />

Se le antojó a la casualidad que durante el primero de esos triunfos, cuando al atardecer<br />

César avanzaba hacia el Capitolio en su carro de vencedor de los galos, enmarcado por<br />

portadores de antorchas que le seguían sobre cuarenta elefantes, al pasar frente a<br />

nosotros el dictador al/ara los ojos. Entonces lo vi bien, mientras que pintaba y<br />

despintaba su rostro y su figura el resplandor de las teas. Lo vi, magro, huesudo,<br />

fatigado, bajo los laureles de oro que le disfrazaban la calva, pero sin haber perdido aún,<br />

pese al agobio, su famosa elegancia flexible de gimnasta V de nadador, ni el brillo<br />

oliváceo de sus ojos verdes. Murmuraban que estaba enfermo, y que antes de cada una<br />

de sus batallas sufría un ataque de epilepsia. También murmuraban que Cleopatra los<br />

atribuía a su origen divino, y que por ese medio los dioses, sus antepasados, tomaban<br />

posesión de su alma. Y además la casualidad estableció que al levantar la mirada César,<br />

se fijara en nosotros, sin duda en Tulia Mecila, y que, consecuente con su galantería y<br />

con la fácil urbanidad de sus modales aristocráticos, sonriese levemente y saludara. Sin<br />

inmutarse, Cavo Helvio lo aprovechó al punto, como si el mensaje le fuese dirigido, y<br />

respondió con voces de entusiasmo, mientras que los senadores serviles aplaudían al<br />

falso intercambio de saludos, y Quadrato palmeaba gravemente en la espalda a mi señor.<br />

Ese incidente contribuyó en mucho a afianzar el arraigo de Cayo Helvio en la casa de su<br />

dilecta.<br />

Creo que fue el mes siguiente cuando el Dictador, en pleno delirio de grandezas,<br />

inauguró el Foro Julio, comenzado años atrás, en cuyo centro se erigía el templo de<br />

Venus Genitrix, con la estatua de Cleopatra, como una manifestación de Isis Afrodita, en<br />

tanto que el bronce de César cabalgaba un brioso corcel. Acudí con Helvio a pasmarme<br />

ante estas estilizaciones; a ambular por los pórticos desbordantes de negocios; a revisar<br />

el museo de curiosidades y la biblioteca pública, en donde tanto Cinna como Cornificio,<br />

que lo acompañaban, se tranquilizaron al comprobar la inclusión de sus obras en los<br />

anaqueles.<br />

<strong>El</strong> populacho, colmado, exultante, ardía de excitación, pero esa hoguera pasional era más<br />

compleja que lo que en la superficie parecía. En su chisporroteo, a las llamas de la<br />

ingenua vehemencia vulgar, ocasionada por los espectáculos, los asuetos y las dádivas,<br />

se mezclaba la leña del resentimiento de los que habían militado en las filas adversas al<br />

invicto y, a pesar de su perdón, no soportaban su fortuna; y se mezclaban también,<br />

contribuyendo a la fogata activa, las brasas de los asustados de buena fe por la suerte de<br />

la República, ante el crecer turbador de quien propagaba más y más la presencia<br />

legendaria en su sangre de los dioses y los soberanos. En medio del fuego simbólico, los<br />

monumentos de César y Cleopatra sobresalían, radiantes, y todo el mundo se preguntaba<br />

qué iba a pasar: sólo César continuaba su camino, día a día (por lo que se chismeaba en<br />

60 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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