Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
todos, porque ¿cuál se le puede comparar? <strong>El</strong> de la dahabieh de la Duquesa de<br />
Brompton, en el que se bailaban tangos y shimmies, resulta ridículo, no obstante los<br />
humos de su dueña. ¡La Duquesa de Brompton!, ¡bah! Era tan norteamericana como Mrs.<br />
Vanbruck aunque, a diferencia de ésta, no provenía de una familia aristocrática. Mientras<br />
rememoro a los romanos y su descripción nostálgica del lento recorrer del río, las<br />
imágenes de Maggie Brompton y de su íntima amiga Dolly Vanbruck se interponen,<br />
absurdas, sobre las de Cleopatra y César. Maggie había sido, antes de conocerla yo, una<br />
mujer estupenda y todavía paseaba por el mundo con la seguridad que dan el dinero y el<br />
título, sus residuos admirables. De sus cinco matrimonios, sobresalieron dos: el que le<br />
otorgó la fortuna enorme y el que la hizo duquesa británica, y aunque éste no fue el<br />
último sino el tercero, Maggie resolvió continuar siendo duquesa para siempre. Lo<br />
consiguió, como conseguía cuanto se le antojaba. A Mrs. Vanbruck la unían el esnobismo<br />
tenaz y el encendido interés por los hombres bien hechos, pues Maggie gozaba de una<br />
excelente situación en los círculos mundanos más movedizos, y su colección masculina<br />
sobrepasaba la de Dolly, con ser ésta apreciable. En verdad, eran dos desesperadas, y<br />
mientras sus rostros (el de Maggie Brompton increíblemente idéntico al de la cortesana<br />
Simaetha, de quien tenía hasta el turbante) brotan, extemporáneos, confundiéndose con<br />
los mucho más ilustres que veneraban Aurelio y Lucilio, comprendo mejor que nunca su<br />
frívola pequeñez, por eso los desecho y vuelvo con la remembranza a la tienda de los<br />
legionarios, oliente a transpiración y a pescado frito, y recupero los famosos personajes<br />
que en la charla resplandecían.<br />
César y Cleopatra materializaban, para ambos combatientes, una obsesión: los dos<br />
descendían de dioses y de reyes, los dos —el vencedor de los galos, de los helvecios, de<br />
los belgas, y del adolescente rebelde Ptolomeo; y la mujer menuda y grácil, de cabellos y<br />
ojos castaños, de modulada voz irresistible, heredera de un imperio legendario,<br />
tremendamente misterioso para el romano que aprendía su pompa y su maravilla—<br />
formaban una pareja ideal, que les sugería, a esos mesnaderos y de seguro a cuantos<br />
seguían al supremo capitán, algo soñado, un mito más de los numerosos y extraños que<br />
poblaban con sus fantásticas esculturas, según repetían, los templos de Egipto y de<br />
Italia. Yo los escuchaba, hechizado, luego de casi cuatro siglos de tedio. Aguardaba de un<br />
día al siguiente, como quien espera la cotidiana lectura de un folletín, porque ellos, en su<br />
embobamiento, no hablaban de otra cosa, la prosecución de un relato lleno de<br />
reiteraciones, tan vivido y bello que se me antojaba que yo formaba parte de la erótica<br />
narración soberbia, y que barajando a Cleopatra y César con Nefertari y Ramsés, me<br />
ilusionaba como si hubiese participado de la larga fiesta sensual. Hasta qué llegó la<br />
mañana en que, concluida la tarea, debimos partir hacia Roma y alcanzamos la célebre<br />
ciudad a marchas forzadas, después de cruzar el mar Jónico y de desembarcar en<br />
Tarento. Yo viajé dentro del morral de Lucilio Turbo y nada vi: nada, sino por fin el frío<br />
amanecer invernal en que terminó la caminata rítmica, cuando el legionario me sacó de<br />
su alforja y mi azul fulguró de júbilo bajo el sol pálido.<br />
Debo confesar que Roma me desilusionó, lo mismo que la Acrópolis, y que sería injusto<br />
(creo haberlo dicho ya) que se me tachase de prejuicios patrioteros, a pesar de la<br />
evidencia de que a Egipto lo adoro. Si Aristófanes y sus amigos no hubiesen parloteado<br />
tan exageradamente sobre el prodigio de la sacra colina de Atenas; si Lucilio y Aurelio no<br />
hubiesen ponderado de continuo la metrópoli de la cual se ufanaban, como si ninguna se<br />
le pudiese cotejar, tal vez mi decepción no hubiera sido tan grande, pero unos y otros me<br />
prepararon para espectáculos que no correspondían a los que mi imaginación urdió. Y lo<br />
de Roma fue peor que lo de la Acrópolis, porque Roma, en aquella época, o sea en el año<br />
47 antes de Cristo, era un amasijo de callejuelas empinadas y vertiginosas, en las que<br />
las vastas residencias señoriales y los edificios públicos se entremezclaban con las<br />
casucas míseras de los indigentes, en un apretujamiento de acumulada basura, que<br />
excluía, fuera de la noche y el amanecer, la circulación de los carros; en las que las<br />
mercaderías eran transportadas por mulos y bueyes o a hombros de esclavos; y en las<br />
que las literas patricias, llevadas por los lecticarios sirios, los más hábiles para abrirse<br />
paso, avanzaban penosamente, entre las exclamaciones obscenas y el hedor que<br />
obligaba a los próceres a cerrar sus cortinillas y a encender sahumadores.<br />
54 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo