Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Se justifica el asombro de las damas de Naucratis. Iban allá con el objeto de ganar sus disculpas y de ingresar en el mundo supremo del Gran Arte, cuyo contacto y adopción, a su entender ingenuamente erróneo, las redimiría de antiguas faltas, y en vez se veían acusadas por la demencia del autor de moda. La mujer de éste, al oírle, abandonó la inútil fregadura y, con las manos chorreando ungüento, se lanzó contra las absortas mujeronas, quienes lo hubieran pasado bastante mal, por lo imprevisto del ataque, si la Serpiente y yo, testigos de la injusticia del episodio, no hubiésemos aflojado a un tiempo nuestro apretujón, y el aliviado índice no hubiera reclamado, por la voz de Aristófanes, la ayuda de su agraviada esposa para desembarazarse de mí, con lo cual se retiraron las dos cortesanas, veloces, aceitadas, confundidas y jurándose descartar para siempre de sus proyectos progresistas al Arte y sus vesánicos peligros. Por fin, con el socorro de Alcibíades, Agatharkos y Strongylión, sumado al de la solícita cónyuge, fue factible que yo avanzara a lo largo del índice deforme y violáceo, renovando las voces de suplicio de mi cerdo compatriota, quien, no bien se liberó de mi contacto, se levantó, tambaleándose, llegó hasta la ventana y me arrojó, por ella, vociferando, en el colmo de la exasperación: —¡Vete de aquí, demonio, escarabajo de la mala suerte! ¡Dale con la mala suerte! Como en otras circunstancias, durante el andar de mi biografía, fui despedido sin amor. Es mi destino de enamorado. Salí por la ventana, feliz de separarme de aquel sacrílego estercoleador de escarabajos. Pero antes advertí que en el suelo yacían los nefastos papiros de «La Paz», que Aristófanes empezara a leernos, y sobre los cuales mi lapislázuli se había deslizado con repulsión, desde el índice que marcaba la lectura, y observé que los pringaban espesas manchas de aceite, amarillas y negras. Caí en la calle barrosa, encima de un cúmulo de excrementos de asno y de vacuno, como los que el clásico con deleite describe, y me refugié en pensar, para desligarme del contorno, en la divina Nefertari y en su incomparable donosura. Por la tarde, varios escarabajos, varios auténticos escarabajos, descubrieron al Escarabajo azul en su trono pestilente, y entre ellos deliberaron con gravedad. Se evidenció que los intrigaban mi constitución y mi traza, ya que en mí descubrían otro escarabajo, infinitamente más bello, que en nada correspondía a su naturaleza. ¡Ah, si yo hubiese entendido su idioma y si hubiera podido contestarles y explicarles! ¿Qué les sugeriría yo? ¿Que era un dios, un ser superior, extraordinariamente llegado para regirlos, como en las fábulas, y alzándolos de su condición de escarabajos peloteros, conducirlos quién sabe a qué Olimpo de selectos coleópteros? Algo así debió ocurrírseles, no bien halláronme, áureo y azul, sacro, aristocrático escarabajo caído de las nubes, porque me circundaban con obvia intriga, e inferí que dirigían preguntas y ofrecimientos al viajero fabuloso. Sin embargo, como yo permanecía inmutable, en mi fortaleza de bosta de mulo, conmovido por el excepcional esfuerzo que para mí había significado castigar al desvergonzado Aristófanes y librarme de él, quizá mis congéneres cascarudos lo interpretaron equivocadamente como una actitud desdeñosa, lo cual no les gustó en absoluto y, pasando de la reverencia al odio con inmediata hostilidad, pusiéronse a armar sus características bolas de boñiga, con auxilio de las herramientas que enumera Monsieur Fabre: el rastrillo de seis dientes, la caperuza protectora en semicírculo y las largas palas de las patas anteriores, provistas también de cinco dientes vigorosos. En seguida (y en eso fincó su desquite, en forma de mostrarme la opinión que les merecía mi inocente indiferencia), en lugar de retirarse hacia sus domicilios, haciendo rodar, según su costumbre, las opíparas esferas elaboradas así, se entregaron a devorarlas ahí mismo, alrededor de mi sortija, y a producir el instantáneo fruto de su digestión, una cuerdecilla negruzca y extensa que, brotaba de escarabajos tan numerosos, se fue enrollando y hacinando en lo alto de la piedra admirable que Nefertari luciera en su brazalete y Aristófanes en su dedo, hasta hacerla desaparecer bajo una pequeña torre barroca; hecho lo cual, se fueron. ¡Ay Khepri!, ¿por qué me sucedían esas cosas?, ¿por qué tenía que escuchar esas barbaridades y después ser víctima de esas afrentas?, ¿lo había merecido?, ¿actué con soberbia o con maldad?, ¿no procedí con justicia?, ¿ésta era mi recompensa carroñosa? Manuel Mujica Láinez 51 El escarabajo

Se justifica el asombro de las damas de Naucratis. Iban allá con el objeto de ganar sus<br />

disculpas y de ingresar en el mundo supremo del Gran Arte, cuyo contacto y adopción, a<br />

su entender ingenuamente erróneo, las redimiría de antiguas faltas, y en vez se veían<br />

acusadas por la demencia del autor de moda. La mujer de éste, al oírle, abandonó la<br />

inútil fregadura y, con las manos chorreando ungüento, se lanzó contra las absortas<br />

mujeronas, quienes lo hubieran pasado bastante mal, por lo imprevisto del ataque, si la<br />

Serpiente y yo, testigos de la injusticia del episodio, no hubiésemos aflojado a un tiempo<br />

nuestro apretujón, y el aliviado índice no hubiera reclamado, por la voz de Aristófanes, la<br />

ayuda de su agraviada esposa para desembarazarse de mí, con lo cual se retiraron las<br />

dos cortesanas, veloces, aceitadas, confundidas y jurándose descartar para siempre de<br />

sus proyectos progresistas al Arte y sus vesánicos peligros.<br />

Por fin, con el socorro de Alcibíades, Agatharkos y Strongylión, sumado al de la solícita<br />

cónyuge, fue factible que yo avanzara a lo largo del índice deforme y violáceo, renovando<br />

las voces de suplicio de mi cerdo compatriota, quien, no bien se liberó de mi contacto, se<br />

levantó, tambaleándose, llegó hasta la ventana y me arrojó, por ella, vociferando, en el<br />

colmo de la exasperación:<br />

—¡Vete de aquí, demonio, escarabajo de la mala suerte!<br />

¡Dale con la mala suerte! Como en otras circunstancias, durante el andar de mi biografía,<br />

fui despedido sin amor. Es mi destino de enamorado. Salí por la ventana, feliz de<br />

separarme de aquel sacrílego estercoleador de escarabajos. Pero antes advertí que en el<br />

suelo yacían los nefastos papiros de «La Paz», que Aristófanes empezara a leernos, y<br />

sobre los cuales mi lapislázuli se había deslizado con repulsión, desde el índice que<br />

marcaba la lectura, y observé que los pringaban espesas manchas de aceite, amarillas y<br />

negras.<br />

Caí en la calle barrosa, encima de un cúmulo de excrementos de asno y de vacuno, como<br />

los que el clásico con deleite describe, y me refugié en pensar, para desligarme del<br />

contorno, en la divina Nefertari y en su incomparable donosura. Por la tarde, varios<br />

escarabajos, varios auténticos escarabajos, descubrieron al <strong>Escarabajo</strong> azul en su trono<br />

pestilente, y entre ellos deliberaron con gravedad. Se evidenció que los intrigaban mi<br />

constitución y mi traza, ya que en mí descubrían otro escarabajo, infinitamente más<br />

bello, que en nada correspondía a su naturaleza. ¡Ah, si yo hubiese entendido su idioma<br />

y si hubiera podido contestarles y explicarles! ¿Qué les sugeriría yo? ¿Que era un dios, un<br />

ser superior, extraordinariamente llegado para regirlos, como en las fábulas, y alzándolos<br />

de su condición de escarabajos peloteros, conducirlos quién sabe a qué Olimpo de<br />

selectos coleópteros? Algo así debió ocurrírseles, no bien halláronme, áureo y azul, sacro,<br />

aristocrático escarabajo caído de las nubes, porque me circundaban con obvia intriga, e<br />

inferí que dirigían preguntas y ofrecimientos al viajero fabuloso. Sin embargo, como yo<br />

permanecía inmutable, en mi fortaleza de bosta de mulo, conmovido por el excepcional<br />

esfuerzo que para mí había significado castigar al desvergonzado Aristófanes y librarme<br />

de él, quizá mis congéneres cascarudos lo interpretaron equivocadamente como una<br />

actitud desdeñosa, lo cual no les gustó en absoluto y, pasando de la reverencia al odio<br />

con inmediata hostilidad, pusiéronse a armar sus características bolas de boñiga, con<br />

auxilio de las herramientas que enumera Monsieur Fabre: el rastrillo de seis dientes, la<br />

caperuza protectora en semicírculo y las largas palas de las patas anteriores, provistas<br />

también de cinco dientes vigorosos. En seguida (y en eso fincó su desquite, en forma de<br />

mostrarme la opinión que les merecía mi inocente indiferencia), en lugar de retirarse<br />

hacia sus domicilios, haciendo rodar, según su costumbre, las opíparas esferas<br />

elaboradas así, se entregaron a devorarlas ahí mismo, alrededor de mi sortija, y a<br />

producir el instantáneo fruto de su digestión, una cuerdecilla negruzca y extensa que,<br />

brotaba de escarabajos tan numerosos, se fue enrollando y hacinando en lo alto de la<br />

piedra admirable que Nefertari luciera en su brazalete y Aristófanes en su dedo, hasta<br />

hacerla desaparecer bajo una pequeña torre barroca; hecho lo cual, se fueron.<br />

¡Ay Khepri!, ¿por qué me sucedían esas cosas?, ¿por qué tenía que escuchar esas<br />

barbaridades y después ser víctima de esas afrentas?, ¿lo había merecido?, ¿actué con<br />

soberbia o con maldad?, ¿no procedí con justicia?, ¿ésta era mi recompensa carroñosa?<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 51<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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