Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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con perfumes... ¡Ay, ay! ¡Qué miedo! ¡Ya no tengo ganas de bromas! ¡Mucha atención, maquinista! ¡Un viento rebelde gira alrededor de mi ombligo, y si no procedes con suma precaución, terminaré por echarle un pasto mío al escarabajo! Hasta esa altura resistí, aunque pocas veces, en el curso de mi vida, me sentí tan indignado y nauseoso. Pero ¿cómo se atrevía el insolente, el deslenguado Aristófanes, a escarnecer a los escarabajos con un descaro tan repugnante, acumulando suciedad sobre nosotros? ¿No sabía, siendo egipcio (porque era egipcio, lo afirmase o no) que somos divinos, que somos los vástagos de Khepri y los hijos del Sol? ¡Qué puerco! ¡Qué miserable! ¿Y eso, eso que los artistas y el petimetre aprobaban con carcajadas sonoras, era el fruto que el comediógrafo de mierda, especialista en mierda, como réplica a réplica nos probaba, había recogido por inspiración de la ilustre Talía, una señora de distinguidísima apariencia, que con su eterna semisonrisa escuchaba sus horrores? Fue tan tremenda la rabia que se apoderó de mí, en nombre de los escarabajos todos, aun de los más míseros, con quienes iracundamente me solidaricé, que conseguí entonces lo que durante mi existencia entera no volví a lograr. Hubiese dado cualquier cosa por que mi altivo lapislázuli de Badakhshan, mi lapislázuli de la Reina Nefertari, despidiese rayos azules incendiarios y sembrase en torno el terror. No lo obtuve; obtuve en cambio lo que parecerá imposible, y lo alcancé con ayuda de la Serpiente de oro que formaba mi anillo. ¡Quién sabe cómo le transmití mi ciega furia y mi violento deseo! Ambos a una, increíblemente, rencorosamente, frenéticamente, nos contrajimos (fue la única oportunidad, pero ¡qué maravilla!) y apretamos el índice derecho de Aristófanes que ceñíamos, con cuanta fuerza estranguladora descubrimos en nuestras estructuras estáticas. Su espantoso grito sacudió la casa, despertando a los niños, que rompieron a llorar. ¡Cómo se le dilató la boca, hasta formar un dramático cuadrado y asimilar su rostro despavorido a las máscaras que pendían de la pared! Los convidados saltaron de sus lechos; su mujer acudió de carrera, destrenzada; la musa se despabiló también y se arrimó perpleja al sufriente. Lo rodeaban sin entender, y él se frotaba el doloroso índice y exhibía su cárdena hinchazón, mientras la Sierpe y yo, hermanados en la guerra santa en favor de los escarabajos ofendidos por ese indecente ordinario, recolector de defecaciones literarias, no cejábamos en nuestra presión y seguíamos arrancándole al cochino chillidos, rugidos y lágrimas. ¡Qué gloria, qué delicia, oh Khepri, padre inmortal! La mujer trajo aceite, con el cual le untó y friccionó el dedo tumefacto, lo que intensificó su grito. Habían abierto la ventana, y por ella y por la puerta asomaban las cabezas compungidas de los vecinos, a quienes honraba, en el barrio, la proximidad del gran poeta (¡del gran manipulador de evacuaciones!) y que, como el resto, no comprendían qué pasaba, porque no podía ser cierto, como empezaba a murmurarse, que a Aristófanes lo había mordido un venenoso insecto invisible, envío de dioses malhumorados. Fue en ese momento, precisamente en ese momento, en el peor de los momentos, cuando, ansiosas de borrar la impresión que dejaran durante su previa visita, echando en olvido los calificativos deshonrosos endilgados entonces a Aristófanes y sus acompañantes, optaron por aparecer Simaetha y Myrrhina. Habían oído decir que en la casa de mi dueño tendría lugar una reunión de intelectuales, y como eso era lo que más podía mover su curiosidad, atraerlas y exaltarlas, ya que lo demás —el jolgorio y el cachondeo— era para ambas postre cotidiano, decidieron acicalarse y meterse allí, golosas de consideración y de literatura. Los agudos gritos que desde la calle oyeron, habrán confirmado su idea de que la lectura desarrollaba un tema trascendente y patriótico, y la cantidad de vecinos agolpados a la puerta les habrá hecho creer que una obra que requería tales aullidos era de aquellas que por su excelsitud convocan multitudes. Lo cierto es que se abrieron paso con las rodillas, los codos y los pechos, y que no bien se mostraron, rozagantes, embadurnadas, policromadas y falsamente enjoyadas, Aristófanes torció más aún la boca, y señalándolas con el amoratado índice, en el que yo cabalgaba mi triunfo, gimió: —¡Esas son las culpables, las putas, las brujas, las reputas, las rebrujas, que me hechizaron! 50 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

con perfumes... ¡Ay, ay! ¡Qué miedo! ¡Ya no tengo ganas de bromas! ¡Mucha atención,<br />

maquinista! ¡Un viento rebelde gira alrededor de mi ombligo, y si no procedes con suma<br />

precaución, terminaré por echarle un pasto mío al escarabajo!<br />

Hasta esa altura resistí, aunque pocas veces, en el curso de mi vida, me sentí tan<br />

indignado y nauseoso. Pero ¿cómo se atrevía el insolente, el deslenguado Aristófanes, a<br />

escarnecer a los escarabajos con un descaro tan repugnante, acumulando suciedad sobre<br />

nosotros? ¿No sabía, siendo egipcio (porque era egipcio, lo afirmase o no) que somos<br />

divinos, que somos los vástagos de Khepri y los hijos del Sol? ¡Qué puerco! ¡Qué<br />

miserable! ¿Y eso, eso que los artistas y el petimetre aprobaban con carcajadas sonoras,<br />

era el fruto que el comediógrafo de mierda, especialista en mierda, como réplica a réplica<br />

nos probaba, había recogido por inspiración de la ilustre Talía, una señora de<br />

distinguidísima apariencia, que con su eterna semisonrisa escuchaba sus horrores? Fue<br />

tan tremenda la rabia que se apoderó de mí, en nombre de los escarabajos todos, aun de<br />

los más míseros, con quienes iracundamente me solidaricé, que conseguí entonces lo que<br />

durante mi existencia entera no volví a lograr. Hubiese dado cualquier cosa por que mi<br />

altivo lapislázuli de Badakhshan, mi lapislázuli de la Reina Nefertari, despidiese rayos<br />

azules incendiarios y sembrase en torno el terror. No lo obtuve; obtuve en cambio lo que<br />

parecerá imposible, y lo alcancé con ayuda de la Serpiente de oro que formaba mi anillo.<br />

¡Quién sabe cómo le transmití mi ciega furia y mi violento deseo! Ambos a una,<br />

increíblemente, rencorosamente, frenéticamente, nos contrajimos (fue la única<br />

oportunidad, pero ¡qué maravilla!) y apretamos el índice derecho de Aristófanes que<br />

ceñíamos, con cuanta fuerza estranguladora descubrimos en nuestras estructuras<br />

estáticas.<br />

Su espantoso grito sacudió la casa, despertando a los niños, que rompieron a llorar.<br />

¡Cómo se le dilató la boca, hasta formar un dramático cuadrado y asimilar su rostro<br />

despavorido a las máscaras que pendían de la pared! Los convidados saltaron de sus<br />

lechos; su mujer acudió de carrera, destrenzada; la musa se despabiló también y se<br />

arrimó perpleja al sufriente. Lo rodeaban sin entender, y él se frotaba el doloroso índice y<br />

exhibía su cárdena hinchazón, mientras la Sierpe y yo, hermanados en la guerra santa en<br />

favor de los escarabajos ofendidos por ese indecente ordinario, recolector de<br />

defecaciones literarias, no cejábamos en nuestra presión y seguíamos arrancándole al<br />

cochino chillidos, rugidos y lágrimas. ¡Qué gloria, qué delicia, oh Khepri, padre inmortal!<br />

La mujer trajo aceite, con el cual le untó y friccionó el dedo tumefacto, lo que intensificó<br />

su grito. Habían abierto la ventana, y por ella y por la puerta asomaban las cabezas<br />

compungidas de los vecinos, a quienes honraba, en el barrio, la proximidad del gran<br />

poeta (¡del gran manipulador de evacuaciones!) y que, como el resto, no comprendían<br />

qué pasaba, porque no podía ser cierto, como empezaba a murmurarse, que a<br />

Aristófanes lo había mordido un venenoso insecto invisible, envío de dioses<br />

malhumorados.<br />

Fue en ese momento, precisamente en ese momento, en el peor de los momentos,<br />

cuando, ansiosas de borrar la impresión que dejaran durante su previa visita, echando en<br />

olvido los calificativos deshonrosos endilgados entonces a Aristófanes y sus<br />

acompañantes, optaron por aparecer Simaetha y Myrrhina. Habían oído decir que en la<br />

casa de mi dueño tendría lugar una reunión de intelectuales, y como eso era lo que más<br />

podía mover su curiosidad, atraerlas y exaltarlas, ya que lo demás —el jolgorio y el<br />

cachondeo— era para ambas postre cotidiano, decidieron acicalarse y meterse allí,<br />

golosas de consideración y de literatura. Los agudos gritos que desde la calle oyeron,<br />

habrán confirmado su idea de que la lectura desarrollaba un tema trascendente y<br />

patriótico, y la cantidad de vecinos agolpados a la puerta les habrá hecho creer que una<br />

obra que requería tales aullidos era de aquellas que por su excelsitud convocan<br />

multitudes. Lo cierto es que se abrieron paso con las rodillas, los codos y los pechos, y<br />

que no bien se mostraron, rozagantes, embadurnadas, policromadas y falsamente<br />

enjoyadas, Aristófanes torció más aún la boca, y señalándolas con el amoratado índice,<br />

en el que yo cabalgaba mi triunfo, gimió:<br />

—¡Esas son las culpables, las putas, las brujas, las reputas, las rebrujas, que me<br />

hechizaron!<br />

50 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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