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por motivos o razones futbolísticas siguen sosteniendo (aún hoy en estos<br />
tiempos globalizados) que el alma del arquero siempre pesa unos gramos más<br />
que la de cualquier otro jugador de campo, porque está contaminada con una<br />
mezcla de oscuros ingredientes: por un lado, la exigencia permanente del ín-<br />
fimo margen de error (si el arquero se equivoca daña el resultado, y graba<br />
el error en la retina colectiva); por otro, la relación carnal con la soledad (el<br />
arquero festeja solo, se lamenta solo, y sólo escucha, en definitiva, su propio<br />
grito). En nuestro país, la tradición indica que los arqueros no suelen conso-<br />
lidarse en el puesto por habilidad o talento, sino por descarte. Así es como,<br />
sin buscarlo, la indiferencia engendra criaturas poderosas y ágiles, que desde<br />
el resentimiento terminan despegándose del suelo (primero para disolver un<br />
remate de gol, después para llegar al cielo).<br />
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Las relaciones que propone la mesa chica del fútbol son exclusivamente<br />
carnales, aun cuando interviene el pensamiento. Es la carne lo que pro-<br />
duce la fuerza y la pericia. Es la carne lo que daña la carne y los huesos del<br />
rival. Es la carne lo primero que se busca para escribir la euforia: es la car-<br />
ne la verdad más tácita a la hora de gozar con el compañero. Es la carne de<br />
los muslos, fuerte y elástica, la que vibra cuando los jugadores se enciman<br />
en un festejo, y es la carne del pecho y los glúteos la más buscada en esos<br />
entreveros orgiásticos. Es la carne del cerebro la que empuja a compartir<br />
el cuarto de la concentración con alguien en particular, y la que obliga a<br />
demorarse en la ducha para quedar a solas. La desnudez es lo que permite<br />
creer en el futuro y amar los códigos: el destino inminente del que corre<br />
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