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las basuritas de la suerte despiden un olor a desgracia que envuelve a las
víctimas directas dentro de la cancha y las convierte en esponjas: terminan
absorbiendo el perdón de la gente, colorean la culpa, y ganan en el final del
suspiro, un poco de dinero moral. El otro momento es aún más triste, por-
que se deja ver cuando un futbolista se lesiona y cae al césped con el rostro
transmutado en un pañuelo blanco (y húmedo). Al igual que otros ámbitos
en los que una sicosis rarísima parece adueñarse de la gente para convertir
sus mentiras en verdades per se, el futbolista que cae lastimado de verdad
da pena, como también el que cae fingiendo. Quizás estos momentos no
sean más que la raíz bífida de la realidad, para concluir que un futbolista va
a dar pena siempre y cuando no esté jugando al fútbol.
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La carrera más veloz del jugador de fútbol no se da en los entrenamientos,
ni en las jugadas más exigentes y dramáticas de un partido. La carrera más
veloz de un jugador no se da, de hecho, cuando está jugando, sino cuando
está a punto de hacerlo. El trayecto del suplente que entra a la cancha y
busca su posición táctica (el primer pique) es siempre el más corto de todos.
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La posición que ocupa el arquero en la distribución espiritual de un equipo
es, para el sentido común, la más dramática de todas. Quienes han sufrido
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