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La familia del fútbol, lamentablemente, está constituida por varones que
se hacen pasar por hombres y mujeres que deben impostar la voz para tam-
bién parecerse a esos hombres falsos en la virulencia del fanatismo y las
opiniones. Es una lástima: el hombre siente una pequeña porción de pena si
en vez de concebir un bebé concibe una beba, así como la mujer intuye un
encadenamiento de ruidos sordos y situaciones ridículas cuando al nacer su
varoncito aparecen filas de padres, tíos, abuelos y primos con camisetitas de
regalo (camisetitas que casi siempre se oponen, y que terminarán usándose
para secar el techo del auto que años después los llevará a un estadio). La
familia del fútbol es, muchas veces, tan genuina, falsa e innecesaria como la
familia modelo, la familia accidental o la familia católica.
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Hay dos momentos muy concretos de la vida de un partido en que los
jugadores dan verdadera lástima, tanto a los integrantes de la familia del
fútbol como a aquellos que no la integran y prestan, en cambio, una aten-
ción esporádica. El primer momento es el silencio más puro, una inhala-
ción lenta que nace de un remate decisivo en el travesaño o de un penal
desviado. Para un arquero, esa brisa oscura se enciende cuando le patean
desde lejos y la pelota rebota en los riñones o el empeine de algún defensor
propio, modificando su rumbo y dejándolo quieto, suspendido, derrotado,
luchando en vano contra la inercia. Esos goles errados o convertidos con
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