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En el fondo, pero bien en el fondo, muchos jugadores sólo buscan pisar<br />

el terreno de juego para poner en práctica el pantone de tics y reflejos cabu-<br />

leros que desarrollan, corrigen y perfeccionan durante el crecimiento per-<br />

sonal y deportivo. Sean titulares o no, nunca se olvidan de pisar el primer<br />

césped tres veces seguidas con el pie derecho: tres saltitos para después salir<br />

corriendo. Se besan la bijouterie prohibida pero siempre presente, se per-<br />

signan y miran al cielo, esconden fotos o máscaras o escarpines o mensajes<br />

cifrados en medias, calzoncillos y camisetas. El jugador de fútbol no concibe<br />

no creer y por eso se ve obligado a entrenar su poderío mental a la par del<br />

físico, en busca de una fe razonable. Esa fe de la razón es algo que debe pro-<br />

ducir su cuerpo con la misma necesidad de la insulina, porque es el aroma<br />

que verdaderamente atrae la posibilidad de gol. Allí se cierra el círculo: el<br />

momento supremo en el que convierte, para volver trotando a la mitad de la<br />

cancha entre señas y pantomimas y besos en los tatuajes y dedicatorias a los<br />

muertos. Ese momento es supremo porque cambia el resultado y porque to-<br />

dos, hinchas, compañeros, vigilantes, dirigentes y televidentes, lo ven creer.<br />

13<br />

El momento supremo del gol se desinfla un poco cuando la pelota ingresa<br />

al arco pero no llega a tocar la red. Algo allí pierde autenticidad, como en<br />

un relato inconcluso: la gente no cree del todo en lo que está pasando. Por<br />

eso cada vez que sucede, todos miran de inmediato al referí. Sólo él puede<br />

equiparar el dictamen de una red inflándose.<br />

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