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—Cómo salió —preguntó Castelli sin demasiado interés.
—Ganamos 2 a 1. Pero ustedes metieron un cabezazo en el palo, a lo últi-
mo, que fue una cosa de locos.
Castelli se dio cuenta por el tono de voz que Moreno no le estaba dicien-
do la verdad. Pero tampoco tenía fuerzas como para evaluar los accidentes
de un partido que casi no había jugado. Agradeció por la hospitalidad de la
familia y buscó el camino hacia la puerta. Sin embargo, antes de salir volvió
sobre sus pasos e hizo un último pedido.
—Dejame despedirme de él, Moreno. Por favor.
Moreno lo acompañó por la escalera hasta el cuarto de Mariano. Cuando
Castelli entró, el padre decidió esperar afuera. El chico ya estaba metido en
la cama, leyendo un libro de Jorge Valdano a la luz de un pequeño velador.
En las paredes del cuarto había posters colgados, de distintas formaciones,
y algunos objetos que parecían importantes: camisetas, guantes y medias.
—Me voy, chico —le dijo.
Marianito sonrió. Tenía el pelo mojado. No sabía qué decir en un momen-
to como ése, pero se le ocurrió algo interesante:
—Ojalá podamos jugar juntos de nuevo. En otra cancha.
—Seguro que sí —le dijo Castelli—. Pero cuidate porque si te encuentro
otra vez te voy a cagar a patadas.
El chico soltó una carcajada sencilla y joven 26 que hizo de Castelli un ser
humano todavía más sano y vulnerable. De hecho, ya no recordaba cada
detalle de lo que había pasado, porque en ese momento estaba por salir de
una casa de familia, ordenada y en paz, para volver a reencontrarse con su
mujer y su padre en la otra punta de la ciudad.
Manuel lo acompañó hasta la puerta y le dio un fuerte abrazo. Le confesó,
también, que a través de una triangulación con empresarios de la industria
y el agro quería llevar a su hijo a la Capital Portuaria, para probarlo en el
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