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Castelli nunca se despegó de Mariano Moreno, porque se había prometido
a sí mismo acompañarlo hasta su casa.
Media hora después, ambos atravesaban los canteros llenos de flores y
golpeaban la puerta.
Marianito no pudo evitar las lágrimas. Cuando el padre le abrió la puerta
tenía miedo, pero Castelli apoyó una mano en su hombro, le acarició el ló-
bulo de una oreja y eso le dio la fuerza necesaria para lanzarse en busca de
un abrazo; algo mucho mejor, sin duda, que el hecho de haber debutado en
la primera de Sarmiento. La madre también los abrazó, desde atrás, y des-
pués metió al chico en la casa sin consultar nada. Castelli esperaba afuera.
—Gracias —le dijo el Moreno padre.
—No es nada, Moreno.
—Estás muy lastimado, Castelli. Por qué no me dejás curarte un poco,
aunque sea.
—Está bien, Moreno, no te preocupes. Ya me voy para casa.
—Por lo menos dejame invitarte un café, Castelli, algo. Pasá, por favor.
En serio.
Castelli aceptó usar la pileta de la cocina para quitarse la costra de sangre
que tenía pegada en el pecho. Marianito lo miró, mientras se limpiaba, con
los ojos de un chico que mira a su nuevo ídolo. Después subió a bañarse, por
orden de su madre. Los hombres se quedaron compartiendo un café en la
mesa del comedor.
—Tenés un pibe que vale oro, Moreno —dijo Castelli.
—Yo no sé cómo agradecerte todo lo que hiciste por nosotros, Castelli. En
serio. No puedo dejar pasar estas cosas. Quedate a cenar, así me contás todo
lo que pasó a la tarde…
—Ya no tiene sentido, Moreno. Lo importante es que el chico está bien.
—Bueno, te cuento del partido, entonces…
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